Revista Talentos

El parque pignatelli

Por Sergiodelmolino

Cuando el trabajo y la tarde lo permiten, Pablo y yo salimos de nuestra madriguera a respirar un poco. Sin retazos de sol, metidos a fondo en la sombra, vamos al kiosco del parque Pignatelli. Yo, a beber una Ámbar en jarra helada, y Pablo, a zamparse un par de colines. A veces, con amigos que vienen a vernos y a darnos conversación de la buena, pero casi siempre solos, mano a mano.

Suelo llevarme un libro, pero Pablo rara vez me deja pasar de la segunda página. Lo reclama y me reclama, pide que le libere de los indignos arneses de la sillita y que le busque acomodo sobre mis piernas. Desde ellas ve el mundo. Llama a las palomas, intenta tirarme la cerveza, grita, sonríe, se carcajea y brinca.

EL PARQUE PIGNATELLI

Pablo, sobre su alfombra de letras, listo para irse al parque

Somos felices. Nos drogamos con esa felicidad de finales de agosto que flota densa en el aire, con ese aroma a summer-almost-gone,  cuando los amores de verano remolonean, sabiendo que la cosa se acaba, pero suplicando cinco minutos más en la cama. Nos imaginamos que estamos en la playa, que el parque es un paseo marítimo y que nadie nos espera en ningún sitio. A veces, hasta oímos las olas y sentimos la arena en las sandalias. Son mentiras que duran lo que dura la jarra de cerveza, pero que nos hacen felices.

La otra tarde conocimos a Héctor. Iba de la mano de su tía, muy cauto en sus primeros pasos, pero decidido, directo hacia Pablo. Héctor llevaba una pala roja de plástico y se la ofreció a Pablo en señal de amistad. Pablo, que llevaba muchos días intentando llamar la atención de los niños del parque sin conseguir ni siquiera una mirada de desprecio, agradeció la ofrenda con todo el cuerpo, celebrándola como un enorme triunfo.

El principio de una hermosa amistad.

Yo, para unirme a la fiesta, pedí otra jarra de cerveza y me recosté.

No lo negaré: miré a la tía de Héctor y pensé en el mito erótico de los padres solos con niños. ¿Será verdad que se liga un montón? Hasta la fecha, mi experiencia es muy pobre. Puede que vaya demasiado pendiente de Pablo, pero no siento que mis paseos niñeriles despierten ternura ni humedades en nadie.

Un día quedo con uno de mis mejores amigos, que tiene un chaval un poco más mayor que Pablo. Fuimos a beber cerveza al parque, como dos padres con niños y sin madres. A Cris le parece encantador: “Vais a ligar un montón”, me dijo.

Por supuesto que no.

En una plaza nos encontramos con M. y M., pareja embarazada. Ella, al vernos, nos pregunta: “¿Habéis ligado?”.

Joder, qué empeño. No, es un mito, respondo. Y noto como al M. masculino se le ensombrece la cara. “Pues vaya, yo me había hecho ilusiones con esto de ligar en el parque”, dice haciendo pucheros.

Desengáñense: entre adultos con niños es difícil reconducir la conversación hacia terrenos erógenos. Hay demasiada caca, demasiados dientes emergentes, demasiadas experiencias vergonzantes por compartir, demasiada pedagogía y demasiado intercambio de consejos de pediatras.

Para cuando has cumplido el protocolo y estás listo para entrar en el terreno personal y en el coqueteo, se te han pasado las ganas de ligar.

Yo ya he renunciado a ello, y eso que tenía muchas ilusiones puestas en el flirteo de los jardines públicos. Quería sentirme como un personaje de Paul Valéry o de Flaubert, coqueteando con una señora respetable de mirada y deseo ardientes. Pero nada, no ha habido manera. No sé si Cris habrá tenido más suerte en sus escarceos. Pablo, de momento, no ha soltado prenda al respecto.

Así que juego con Pablo, disfruto de la brisa y contemplo ese rincón tan zaragozano y tan raro del parque Pignatelli, a medio camino entre lo vintage, el cutrerío desarrollista y un paseo marítimo de pueblo. Un quiero y no puedo encantador y ecléctico que solo es posible en esta ciudad mansa y llana que Pablo y yo habitamos y en la que, a veces, somos tan inmensamente felices que no podemos hacer otra cosa que sonreír y gritar.


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