No es un secreto para nadie que los humanos vivimos enfrascados en la competencia permanente. Hay pocos placeres tan dulces y universales como tener una casa más grande y vistosa que la del vecino, ropas más caras y elegantes, un automóvil más moderno y una mujer más joven y atractiva. Un duende infatigable nos ordena superar al vecino en todos los terrenos: debemos ser más altos, más poderosos, más inteligentes y más populares que el señor al que saludamos cordialmente todas las mañanas.
En otras palabras, el duende del narcisismo nos impulsa a progresar y a superar al resto de los mortales, o por lo menos a poner en ello el mayor y más sostenido de los esfuerzos.
Pero por encima de las cuestiones materiales, en el podio indiscutido de la superioridad, brilla la forma más placentera, absoluta e incontestable de superioridad sobre nuestros semejantes: la superioridad moral.
Arribar a ese ambicionado sitial nos da el derecho de erigirnos en jueces de la sociedad, y nos autoriza a levantar nuestro dedo acusador contra los infames enemigos del idealismo y la justicia, que son el sustento de nuestra superioridad moral.
Los inquisidores y profetas de todas las épocas saben que no hay nada más gratificante para nuestra autoestima que ejercer el derecho moral de juzgar y condenar al innoble.
Aunque sus fundamentos ideológicos fueron cambiando, la superioridad moral y la condena de los infames fue un ejercicio intensivamente practicado por sucesivas elites a lo largo de la historia. En el mundo contemporáneo, posterior al reinado de los dioses, la fuente generosa y aparentemente inagotable de superioridad moral se afincó de manera sucesiva en las distintas variantes del comunismo. La llamada revolución rusa de 1917 encendió la llama de la esperanza en un mundo liberado de la injusticia, la opresión y las guerras, pero durante los setenta años que duró el experimento, la verdadera naturaleza del sistema exhibió ante los ojos del universo sus lacras inocultables e indefendibles, que llevaron la tragedia social a un grado de infamia mucho más extremo que todo lo conocido hasta entonces.
Después de la caída del muro de Berlín, desautorizados por la realidad y por la historia, los altaneros jueces morales de otrora encontraron la suerte que nunca habían esperado: su propio lugar en el indeseado pantano de la infamia.
Luego de que el fraude estalinista se conociera en toda su magnitud, el espejismo de la superioridad moral se trasladó sucesivamente a Vietnam, Cuba y Nicaragua, y se atrevió incluso a reposar en la impiadosa criminalidad de las Farc y ETA, y hasta en la teatralidad mediática del subcomandante Marcos.
Hoy, cuando ya todos esos supuestos paraísos de la igualdad y la justicia, creados para hacer la felicidad de los todavía inexistentes trabajadores y pobres del futuro, pero nunca de los actuales, se disipan en la aplastante realidad de las dictaduras, en la criminalidad del terrorismo y en la miseria sin horizontes, estamos llegando a la hora de la verdad.
La situación terminal de la economía cubana y el hambre creciente, sin paliativos y sin libertades, que agobia a la sacrificada población de la isla y la somete a una situación ya inocultable, sale a la luz gracias a la valiente resistencia de las Damas de Blanco, los disidentes internos, las voces de la emigración y los presos de conciencia, así como a la valiente actividad de los bloggers que describen el drama cotidiano, y a la muerte en huelga de hambre del albañil negro Orlando Zapata.
Estos hechos vuelven a mover dramáticamente el péndulo de la infamia.
Los supuestos “progresistas”, que siempre fueron movidos por su afán de progreso personal, aunque no fueran plenamente concientes de sus motivaciones; esos que hicieron la vista gorda ante los padecimientos y la esclavitud que se le imponían al pueblo cubano en nombre de la “definitiva liberación”, están descubriendo que su papel ante la historia no es el que ellos imaginaban.
Encerrados en el mutismo y en el bajo perfil, y obligados a enfrentar con culpable desagrado los malos olores de la infamia, ya no firman solicitadas ni proclaman su adhesión al comandante en jefe.
Les ha llegado el turno. Los alcanzó el péndulo de la infamia.