Revista Expatriados
Cuando me siento con ganas de provocar, pregunto “¿quién fue el peor Papa del siglo XX?” La respuesta más habitual es que Pío XII por aquello de su presunta connivencia con el nazismo. Entonces me devuelven la pregunta y ahí viene la sorpresa. Para mí, el peor Papa del siglo XX fue Juan Pablo II. Sí, ése al que algunos califican como Juan Pablo II el Grande y para el que piden la canonización.
La excelente imagen que la gente guarda de Juan Pablo II lo que muestra es que era un genio de las relaciones públicas, no que fuera un Papa excelente. Juan Pablo II llegó al Papado joven, 58 años, para lo que suelen llegar los Papas. Era guapo. Resultaba exótico. Era culto y era un intelectual. Benedicto XVI también es culto y es un intelectual, pero su cultura y su intelectualidad son del género que sólo interesan a cuatro frikis: seguro que se sabe la lista de todos los emperadores bizantinos y que distingue todas las trampas que esconde decir “homoiousios” en lugar de “homoousios” para referirse a Jesucristo. Juan Pablo II, en cambio, actuó como actor de teatro aficionado y escribió alguna obrilla de teatro y algo de poesía. Para rematar Juan Pablo II tuvo la suerte de suceder a Pablo VI (Juan Pablo I duró tan poco, que no lo cuento). Pablo VI era un hombre atormentado, nada que ver con el cachondón y bondadoso Juan XXIII. Físicamente parecía más un jefe de negociado de la Administración franquista, dispépsico y oliendo a calcetín, que a un líder espiritual. Después de 15 años de Pablo VI, Juan Pablo II llegó como una bocanada de aire fresco.
Juan Pablo II fue elegido Papa cuando era Arzobispo de Cracovia. Por desgracia para la Iglesia católica, mentalmente siguió siendo Arzobispo de Cracovia toda su vida. Juan Pablo II venía de una situación bastante especial. La Iglesia católica era muy fuerte en Polonia. Sus valores permeaban la sociedad. Era una seña de identidad nacional. Ser católico no era una rutina, sino que era una decisión personal, algo que podía llevarle a uno a chocar con el régimen comunista que imperaba en el país.
La situación que Juan Pablo II se encontró en Europa occidental no podía ser más distinta: sociedades laicas, que cada vez ignoraban más a la Iglesia. Cristianos rutinarios, a veces casi avergonzados de que se les reconociera como tales. Unas tasas de práctica religiosa bastantes escandalosas: según la página web info-Católica, en 2010 sólo el 25% del 74% de españoles que se declaran católicos iban a Misa con una regularidad de al menos varias veces al mes. ¡Y eso son los resultados después de 27 años de esfuerzos por parte de Juan Pablo II para recristianizar la sociedad occidental!
El problema fue que, cuando Juan Pablo II se encontró con la Europa Occidental laica y descreída, la pregunta que se hizo no fue: ¿qué puedo hacer para que vuelvan al redil? ¿cómo debe ser la Iglesia capaz de atraer las almas en esta sociedad posmoderna? No. La pregunta que se hizo fue: ¿cómo puedo conseguir que Europa Occidental sea como Polonia?
Y mientras se hacía esa pregunta, se encontró con grupos que pensaban que sí que era posible que la Historia avanzase hacia atrás y que Europa Occidental fuese como Polonia. Eran el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación, los neocatecumenales… Aquello fue amor a primera vista.
Su experiencia de la Polonia ocupada por los alemanes y luego por los soviéticos y la del seminario, le prepararon sobradamente para conocer el valor del martirio, de la resistencia, de la lucha… pero no el valor de la democracia. En ninguna de esas tres experiencias vitales votó mucho. De su obispado en Cracovia también se llevó eso a Roma: la no asunción de que en una institución también hay que hacer sitio a los que discrepan y de que hay que escuchar a las minorías. La Iglesia abierta que había intentado crear el Concilio Vaticano II y que con Pablo VI estaba haciendo aguas, se hundió definitivamente con Juan Pablo II. O estás conmigo, o estás contra mí. “TINA, there is no alternative”, que habría dicho Margaret Tatcher, que era de la misma época y pensaba parecido. Algunos de los que experimentaron el destino que en la Iglesia de Juan Pablo II tenían los discrepantes fueron Hans Küng, Leonard Boff, Ernesto Cardenal, Bernhard Häring, Edward Schillebeeckx, Charles Curran, Teresa Berger…
Lo que hizo Juan Pablo II en Latinoamérica fue bastante sangrante. Aplicó la ecuación: si el marxismo en Europa Oriental es una caca, en Latinoamérica tiene que ser igual de caca. La Teología de la Liberación huele a marxismo, luego es una caca. Si hubiera conocido mejor la realidad latinoamericana, se habría preguntado por cuáles eran las condiciones sociales que habían hecho que naciera esa teología. Pero, bueno, mentalmente seguía siendo el arzobispo de Cracovia. Se cargó la Teología de la Liberación, no entendiendo que ésta llegaba a las masas populares con una intensidad que la Iglesia más ortodoxa y el Opus Dei y los Legionarios de Cristo no tenían. El vacío que creó al cargarse la Teología de la Liberación vinieron a llenarlo las iglesias protestantes norteamericanas que sí que tenían mensajes sencillitos que llegaban a las masas. Un estudio de Gallup del año 2010 señala que en 1988 el porcentaje de protestantes en Latinoamérica era del 16%; en 2010 había pasado al 38%. En una televisión a un programador que perdiera 22 puntos de audiencia le mandarían al paro. En la Iglesia católica a uno de los responsables de esta debacle le apodan “el Grande”.
También hubo cuestiones del gobierno de la Iglesia durante su mandato, que fueron bastante sangrantes. La más sangrante (noto que este adjetivo empieza a repetirse bastante en esta entrada) es la de los casos de pedofilia y su encubrimiento que menudearon durante su gobierno. Juan Pablo II fue terminante en su condena de dichos casos: “tolerancia cero”, “justamente condenables por la sociedad”, “pecado a los ojos de Dios”. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que durante su Papado se fue más estricto con los casos de teólogos discrepantes que con los de curas pedófilos. Juan Pablo II se tomaba un interés personal por los primeros y en los segundos dejaba hacer a otras instancias, instancias que no siempre compartían sus deseos de rigor.
Aunque creo en la sinceridad de Juan Pablo II en su condena de la pedofilia, hay un asunto que no deja de incomodarme: el tema de Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo. Maciel y Juan Pablo II se conocieron en enero de 1979 y conectaron al instante. Ambos defendían una misma idea de sociedad conservadora y casi teocrática. Maciel era una persona carismática, que llenaba los seminarios y las iglesias y le plantaba cara al laicismo. Lo que andaba buscando Juan Pablo II.
En febrero de 1997 “The Hartford Courant” hizo públicas las primeras denuncias por abusos sexuales contra Marcial Maciel. Hasta entonces había habido denuncias privadas y rumores sotto voce, pero esto eran denuncias en toda regla. ¿Qué hizo Juan Pablo II? Ocho meses después designó a Maciel delegado especial suyo en el Sínodo por América, en el que se iba a hablar sobre evangelización, justicia económica y cooperación eclesial en el continente. El caso contra Maciel se cerró poco después. No se reabriría hasta 2004 cuando, precisamente, Juan Pablo II ya se encontraba muy enfermo y cabría preguntarse hasta qué punto seguía controlando los asuntos de la Iglesia. Se mire como se mire el asunto, la conclusión a la que uno acaba llegando es que Juan Pablo II no quiso investigar, que prefirió hacer oídos sordos. Maciel era su amigo, su aliado y su protegido. Ahora bien, ¿no habíamos hablado de “tolerancia cero” con los pedófilos?