Revista Religión
Y esto nos llevaría a la peculiar relación que Juan Pablo II tenía con el instinto sexual. En principio, cómo gestione una persona su líbido es algo que debería resultarnos indiferente. Cuando esa persona es el Papa de Roma y se arroga el derecho y el deber de decir a millones de files cómo deben administrar sus vidas sexuales, ya no nos es tan indiferente.
Pienso que las ideas sexuales de Juan Pablo II, aparte del voto de celibato, estuvieron marcadas por sus primeros años. Antes de que naciera, murió una hermana suya. A los ocho años murió su madre al dar a luz. Su hermano Edmund, que le sacaba catorce años y al que estaba muy unido, murió cuando él tenía once años. A los 19 años le tocó ver cómo los nazis invadían su país y dos años después murió su padre de un ataque al corazón. Karol Wojtyla tenía 21 años y estaba solo en el mundo y encima ese mundo estaba invadido y en guerra. Con estos antecedentes no es de extrañar que Juan Pablo II tuviese una visión más bien sombría del mundo y sus alegrías, sexo incluido, y que apreciase el valor del sacrificio y del dolor. Sí, ya sé que nos lo han vendido como un Papa alegre y luminoso que decía que no tuviéramos miedo, pero también nos vendieron que Rock Hudson era un galán al que se le empinaba cada vez que veía a Doris Day, de la que nos vendieron que era una doncella virginal… ¿se capta el patrón?
Karol Wojtyla plasmó la pobre idea que tenía del sexo en el libro “Amor y responsabilidad” que publicó en 1960. Estimó que su labor pastoral con varias decenas de jóvenes le había hecho un experto en temas de sexo y matrimonio y que podía ponerse a escribir sobre el asunto. Yo he tomado muchos aviones y he hablado con muchos pilotos, pero todavía no se me ha ocurrido ponerme a escribir un manual de pilotaje de aviones. Si lo hiciera, nadie lo compraría. Lo malo es que a Wojtyla se lo compraron e incluso hubo quién se lo leyó y se lo creyó.
En ese libro, Wojtyla descubre que el impulso sexual es parte de la naturaleza del ser humano necesaria para la preservación de la especie, sirviendo el placer como elemento motivador. El placer unido al sexo es bueno si se disfruta en el contexto adecuado y ese contexto es que el acto vaya dirigido a la procreación. O sea, que nada de condones. Wojtyla afirma que hay una suerte de vergüenza cuando uno descubre que su cuerpo puede servir para dar placer a otro. Vergüenza física por el cuerpo propio y vergüenza emocional por nuestras reacciones. El pudor nace del esfuerzo por aminorar esa vergüenza y su práctica implica que deseamos relacionarnos con la otra persona como un todo, no sólo como un objeto sexual. Resulta que esa vergüenza se vence en el seno del matrimonio ¡y siempre que lo hagamos sin condones!
“El amor en su aspecto físico es naturalmente inseparable de la vergüenza, pero dentro de la relación entre el hombre y la mujer concernidos un fenómeno característico ocurre, que llamaremos aquí ‘la absorción de la vergüenza por el amor’. Es como si la vergüenza fuera tragada por el amor, disuelta en él, de forma que el hombre y la mujer ya no se avergüenzan de compartir su experiencia de los valores sexuales (…) En el sexo marital tanto la vergüenza como el proceso normal de su absorción por el amor están conectados con la aceptación consciente de la posibilidad de la paternidad (…) Si hay una decisión positiva de excluir esta posibilidad, el sexo marital se hace desvergonzado.”
Hay muchos que han cantado las excelencias de este libro, pero a mí me sigue pareciendo la paja mental de alguien que sólo conocía de oídas lo que eran el sexo y el matrimonio. Si Karol Wojtyla no hubiera pasado de ser Arzobispo de Cracovia, lo que hubiera escrito sobre el sexo y el matrimonio, no habría pasado de ser una curiosidad para cuatro feligreses polacos. Lo malo fue que Pablo VI recurrió a él para que fuese uno de los redactores de la encíclica “Humanae Vitae” y le dio la posibilidad de que contase al mundo lo que pensaba del sexo.
El Concilio Vaticano II había creado expectativas sobre una apertura de la Iglesia a una sociedad que estaba cambiando. Parte de ese cambio eran los nuevos métodos anticonceptivos y una nueva actitud ante el sexo. En el ambiente de renovación generado por el Concilio Vaticano II se pensaba que tal vez la Iglesia pudiera alterar su magisterio tradicional sobre los anticonceptivos. Juan XXIII creó en 1963 una comisión de teólogos para que estudiasen la cuestión del uso de los anticonceptivos. La comisión en sus trabajos iba orientándose hacia una opinión favorable a los nuevos métodos anticonceptivos. Las noticias se filtraron hasta Cracovia, donde Wojtyla y otros eclesiásticos de pensamiento afín lanzaron toda la artillería pesada contra las primeras conclusiones de la comisión de teólogos. No es ninguna exageración decir que Wojtyla fue la principal influencia detrás de la encíclica “Humanae Vitae”, que ha definido la posición de la Iglesia en el tema del sexo y los anticonceptivos.
La obcecación de la Iglesia en el tema de los anticonceptivos tuvo consecuencias dramáticas años después cuando comenzó la epidemia del sida. Es cierto que la abstinencia y la fidelidad son las mejoresmaneras de frenar el sida. Pero, seamos realistas. Si la Iglesia no es capaz de controlar la líbido de sus sacerdotes, que han hecho voto de castidad y a los que se supone muy motivados, ¿cómo pensar que los laicos serán más capaces de abstenerse y ser fieles? Si van a follar, mejor que lo hagan con condón. La caridad, el deseo de evitar contagios y sufrimiento, habría debido de ser un valor superior al mantenimiento del magisterio tradicional de la Iglesia en esta materia. Juan Pablo II no lo entendió así y durante su Papado la Iglesia procuró en los foros internacionales que no hubiera referencias a la salud reproductiva, boicoteó a las ONGs que repartían preservativos y hasta hubo algún Obispo en África que llegó a afirmar que los condones esparcían el sida.
Siempre he pensado que cuando uno reprime su impulso sexual, éste le sale por otro lado, es una fuerza demasiado poderosa como para aceptar quedarse dentro sin más. Saldrá en forma de glotonería, de codicia… En el caso de Juan Pablo II pienso que esa líbido le salía en forma de afán de poder. Tiene que dar casi vértigo el saber que tu sola palabra puede gobernar las gónadas de millones de personas. Eso es poder y no el decidir si en tu pueblo se construye un polideportivo o no.
Creo que a poco que se estudie su actividad como Papa, rápidamente se advierte que la política y el poder le interesaban, que es la manera cortés de decir que le ponían cachondo. Su interés por Polonia y por los países de detrás del Telón de Acero en los ochenta iba más allá de lo pastoral. Más que el pastor de almas era el geopolítico viendo cómo podía resquebrajarse el imperio soviético. ¿Exagero?
¿Y qué decir entonces de la curiosa intervención que tuvo la Santa Sede en la ruptura de Yugoslavia? A día de hoy muchos piensan que Juan Pablo II como poco echó varias paladas de tierra sobre la tumba de la Federación yugoslava. En el verano de 1991 algunos diplomáticos europeos estaban intentando salvar la Federación yugoslava, sabiendo que la ruptura podía ser dramática. Juan Pablo II se apresuró a declarar que el mundo tenía “que ayudar a Croacia a realizar sus aspiraciones legítimas.”
Pienso que la Iglesia Católica tiene dos lados. En su lado espiritual es la comunidad de todos los creyentes, el cuerpo místico de Cristo. Como desgraciadamente estamos envueltos en el samsara, es preciso que ese cuerpo místico se institucionalice, se convierta en un entramado de poder. Un buen Papa será aquél que sepa mantener un equilibrio entre el lado espiritual y el inevitable lado terreno e institucional. Un ingenuo diría que un buen Papa sería uno que fuese sobre todo espiritual. Eso sería así, si fuésemos ángeles. Como no lo somos, más vale un Papa que aplique el refrán de “a Dios rogando y con el mazo dando.” Juan XXIII era ese tipo de Papa, capaz de mantener en equilibrio las dos realidades. Juan Pablo II, no, por más que esté de moda hablar de su profunda espiritualidad. Juan Pablo II era el Papa de lo institucional, de la Iglesia como entramado de poder. Y visto desde ese punto de vista hay que reconocer que lo bordó.
Cuando llego a este punto y tengo a mi interlocutor con la boca abierta y acaso echando espumarajos de indignación, doy la puntilla: “Reconozco que a Juan Pablo II le tengo cierta tirria. A mí, el que de verdad me cae bien es Benedicto XVI.”