Revista Arte

El peso de lo que 'todo el mundo sabe' en el arte y en la vida

Por Deperez5

El peso de lo que “todo el mundo sabe” en el arte y en la vida
Alegato ambiental expuesto en la Bienal del Fin del Mundo
Durante nuestras últimas visitas a España, la última en el 2007, nos sorprendió la evidente prosperidad que flotaba en el aire: dondequiera que fuéramos, hasta en las comarcas más alejadas, todo lucía igualmente renovado, pintado, restaurado y embellecido con ostensible abundancia de recursos. En Madrid y Barcelona, la gente bien vestida y entregada a las delicias del consumo nos impresionó por el contraste con una Argentina desgastada por la pobreza creciente; y debido a la envidiable realidad de que en cada casa había dos o más automóviles, el gran problema en Vitoria, capital de la provincia de Álava, era la escasez de lugares para estacionar.
Las causas del maravilloso milagro económico español, que atraía a multitudes de inmigrantes como moscas a la miel, estaban lejos de ser un secreto: el país entero celebraba y descubría en la incorporación a la Unión Europea la entrada a una nueva era, que le había permitido dejar definitivamente atrás los largos siglos de oscura decadencia. Cuando comentábamos con un taxista o un comerciante nuestra admiración por lo bien que estaba España, recibíamos siempre la misma respuesta: “es lógico, porque ahora marchamos con Europa; tiene usted que ver lo que es Alemania”.
A pesar de algunas cosas que nos parecieron extrañas, el clima de eufórica unanimidad nos incorporó en pocos días al campo de lo que “todo el mundo” sabía.
Ya que “todo el mundo” sostenía que la prosperidad española y europea era el rostro de un mismo fenómeno creciente e irreversible, nos sentíamos obligados a creer o reventar, porque el gregarismo y la indolencia intelectual nos inducen a compartir sin más vueltas lo que “todo el mundo sabe”.
Aunque nos había sonado extraño que se concedieran hipotecas a pagar en 50 años, y que en los casos de fallecimiento las deudas se traspasaran a los hijos, no dedicamos ni medio segundo a pensar en el asunto: ¿para qué preocuparse, si “todo el mundo” sabía que la locomotora europea era imparable? ¿Por qué dudar si nadie tenía ni la menor sombra de duda? ¿Acaso los analistas políticos no recomendaban seguir el camino de España y reeditar el Pacto de la Moncloa, receta infalible para alcanzar la armonía política y el crecimiento sostenido?
Pero un día llegó el estallido de la burbuja inmobiliaria, y la repentina irrupción de una España al borde la quiebra nos dio una sorpresa mayúscula. De un instante para otro caímos en la cuenta de que habíamos vivido engañados por el espejismo, la falsa ilusión o el rotundo fraude oculto detrás de lo que “todo el mundo sabía”. Y lo peor es que el caso español, sintetizado en la patética falsedad de lo que “todo el mundo sabe”, está lejos de ser algo excepcional. Ahí tenemos el caso de Irlanda, que en la primera década del siglo fue una de las economías europeas de mayor crecimiento y postulada como modelo de desarrollo por muchos renombrados economistas, hasta que el 2008 se hundió en una brutal recesión.
En los Estados Unidos, mientras tanto, “todo el mundo sabía”, desde los años ’80, que Bernie Madoff era el campeón de las inversiones financieras, el hombre capaz de lograr los mayores rendimientos por los capitales confiados a su cuidado, hasta que la evaporación de 60.000 millones de dólares de sus fondos de inversión destapó la realidad oculta bajo lo que “todo el mundo sabía”.
El actor John Malcovich, uno más entre sus muchos miles de víctimas, comentó con amargo humorismo: “yo fui un hombre rico, pero le regalé toda mi fortuna a Bernie Madoff”. A principios de los ‘90, algunas voces aisladas habían señalado que los rendimientos pagados por Madoff eran sospechosamente generosos y que excedían el promedio del mercado, pero como “todo el mundo sabía” que Madoff era un personaje irreprochable, tanto Malcovich como el resto de sus poderosos clientes siguieron flotando en una imperturbable y confiada nube de indolencia y gregarismo.
El peligro de la evaporación del arte
Si algo demuestran estas historias, es que la duración y el crecimiento de las burbujas son directamente proporcionales a la amplitud de la creencia que las sustenta, y que cuanto mayor es su desarrollo, más grave será el estrago causado en el momento del estallido, cuando las doradas y apacibles playas son barridas por el monstruoso tsunami.
Pero dejemos de lado las burbujas de la economía y el destino de las naciones y las personas que la padecen, para pasar al tema que más nos interesa: la burbuja del arte contemporáneo, en cuyo interior “todo el mundo sabe” que no hay nada tan estúpido ni tan banal como para dejar de merecer el título de arte. Como en España e Irlanda hasta hace pocos años, o como en los días triunfales de Madoff, es tanta la atracción del gregarismo y tan pronunciada nuestra pereza intelectual, que muy pocas personas se atreven a manifestar su desacuerdo con eso que “todo el mundo sabe”. Desconcertado ante la apabullante magnitud de lo que “todo el mundo sabe”, el público hace la siguiente reflexión: si tantas prestigiosas instituciones, importantes medios de prensa y personas influyentes repiten que bajo ciertas consideraciones semióticas o filosóficas un zapato, un ternero muerto o una lata de gaseosa pueden convertirse en obras de arte, ¿quién soy yo para refutarlos?
Movidas por esa clase de pensamientos, muchas personas inteligentes y sofisticadas asimilan colosales dosis de estupidez sin que se les mueva un pelo. ¡Es arte!, repiten, al ver que el zapato, el ternero muerto o la lata de gaseosa se exponen en el museo a título de alegatos contra la sociedad de consumo o declaraciones “antisistema”, y lo siguen repitiendo cuando ven que las estupideces endosadas al mundo del arte alcanzan en muchos casos precios siderales, adquiridas por los poseedores de grandes fortunas.
Sin embargo, aunque la destrucción del viejo mundo artístico se realizó con la finalidad de crear otro, más esclarecedor y más acorde con el espíritu de la época, ya nadie cree que ese objetivo sea realizable. La promesa del nuevo arte se disolvió en la dispersión y el eclecticismo ilimitado que dominan el campo del arte actual, al costo de eliminar hasta el más ínfimo rasgo de identidad que podría permitirnos reconocer una obra de arte. La consecuencia es que al salir del museo los supuestos productos artísticos desaparecen en el fárrago cotidiano y recuperan su insanable invisibilidad.
Así llegamos al final de la ilusión nacida a comienzos del siglo pasado, cuando las artes plásticas sufrieron transformaciones tan radicales que se llegó a hablar de una destrucción de los lenguajes artísticos, algo que no era un fruto de la casualidad, sino la consecuencia de un propósito planificado, porque para construir el nuevo arte representativo de la época resultaba imprescindible hacer tabula rasa con la tradición.
El fin de la ilusión llegó después de una interminable y desesperada serie de intentos lanzados a ciegas, como manotazos en la oscuridad. Action painting, informalismo, instalaciones, abstracción, arte concreto, performances, geometría, fotos, videos, land art, pop art, body art, arte sonoro, arte digital, arte povera, materiales primarios, arte recolectado, arte inmaterial y otras mil ocurrencias erráticas, lanzadas con el propósito de alcanzar el ansiado sitial del arte mayor de nuestra época, amontonan su insignificancia en las ferias y museos de arte contemporáneo, mientras los teorizadores rebuscan frases de Foucault o Derrida para inocular un simulacro de significado en cosas totalmente carentes de significado.
Por el momento, sin embargo, la burbuja sigue en pie, porque “todo el mundo sabe” que detrás del arte de hoy tiene que haber “algo más”.
Como las celebridades que creían en el talento financiero de Madoff, muchas personas inteligentes y sofisticadas siguen creyendo en la existencia de un aura invisible, emanada del “espíritu de la época”, que desciende sobre las estupideces y las convierte en obras de arte.
Por el momento, no hacen más que creer en lo que “todo el mundo sabe”, pero la irrupción de la realidad podría ser incómoda: muchos audaces coleccionistas podrían enfrentar la desagradable novedad de que sus improbables obras de arte, por las que pagaron fortunas, se evaporan con la misma rapidez que los millones del financista.


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