Revista Cultura y Ocio

El pinchazo

Por Humbertodib

El pinchazo
Después de leer más de tres horas seguidas, exhausto y sofocado por el calor del verano madrileño que parece haberse concentrado todo en ese pequeño cuarto de hostal, Daniel deja el libro de Banville al lado de su cuerpo: está recostado de través en la cama y tiene los pies apoyados sobre una silla de madera que -aunque él lo desconoce- alguna vez perteneció a un pintoresco bar de Praga. Recién al abandonar la lectura descubre que sus músculos y tendones están entumecidos y que le duelen muchísimo, tanto que incluso llega a imaginar que las rodillas se le han ido hacia atrás, como las patas de un pájaro. Baja las piernas al suelo, se queja con un uy, uy, uy de anciano prematuro, se frota los ojos y, mientras bosteza sonora y profundamente, se estira lo más que puede. Cuando se afloja, al pasar la mano por la sábana, siente un pinchazo en el dedo, tan fugaz e intrascendente que Daniel lo percibe más como una contrariedad que como un dolor. Veamos, cómo va a pincharme algo en la sábana, esto es muy peligroso, mira si..., se advierte, y comienza a buscar sin mirar, pero en la tela no hay nada. Todavía de espalda, pasa varias veces las manos por encima de su cabeza y por los costados del cuerpo y solo siente el tacto suave de la ropa de cama. Se yergue, gira y queda boca abajo, inicia, ahora sí, una búsqueda más detallada y nerviosa que va abarcando una mayor superficie que incluye también la almohada, a la que le quita la funda y le revisa sus partes íntimas con mucho detalle y nada de respeto. Tiene que haber una aguja, se dice, o un alfiler, un clip de cabello, una astilla, un hilo de cobre, una espina de pescado, no sé, algo; sin embargo, el objeto punzante no aparece. No puede ser, reflexiona, esto no es normal, el pinchazo yo lo sentí, no estoy loco, y por más que busque y busque no encuentro nada, acá tendría que haber una cosa con punta que incluso podría lastimarme un ojo. Se levanta, estira las sábanas con excesivo cuidado, coloca la almohada contra la pared y le da unos golpes para afofarla, mientras resopla con fastidio. Vuelve a tenderse de espalda, sube las piernas a la silla, alarga el brazo derecho y, de memoria, toma otra vez el libro de Banville. Es El mar, el nombre del libro, claro está, pero no recuerda en qué página lo dejó, solo sabe que en esa parte Max decía que “crear” era una palabra demasiado grande y que debería ser reservada apenas para los verdaderos creadores. Pasa hojas al azar, de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante, pero el trecho no aparece. Tiene que estar por aquí, me interesa eso de la creatividad, se dice, para justificarse por la demora. En ese momento se da cuenta de que el párrafo en cuestión se le está escabullendo de la misma forma que la aguja en la sábana. Coincidencia, hado, concomitancia, proporción áurea, 1 más la raíz cuadrada de 5 y todo sobre 2. Por favor, qué estupidez, qué me importa a mí el trecho y la historia y toda la obra de Banville si... Disgustado, arroja el libro con tanta violencia que golpea contra la pared y cae al piso, al lado de la puerta de la habitación. Él nunca lo sabrá, pero queda abierto justo en la página que tanto buscaba. Daniel gira su cuerpo hacia la derecha y se acurruca como un bebé, junta las palmas y usa sus manos de almohada, en ese momento ve -un poco desenfocado por la excesiva proximidad- que en su dedo índice de la mano izquierda hay una gotita de sangre, pero en vez de angustiarse por la confirmación del absurdo, esboza una sonrisa. Oh, Desdichado, Soberano de la vigilia, Desertor de los sueños bellos, descansa un poco ya, se reconviene. Entonces cierra los ojos y se imagina a sí mismo conduciendo un auto por la BR101, una carretera que, en ese trayecto que ahora él tiene en mente -el que une Rio de Janeiro con Angra dos Reis-, es muy estrecha y sinuosa. De un lado están los morros de la Mata Atlántica, del otro el océano, colosal, diáfano, turquesa, con la superficie apenas rizada aquí y allá por la brisa. A medida que acelera el auto es la tranquilidad la que avanza y le hace cosquillas, primero en la nuca, luego en la espalda, en los muslos y cuando llega a la punta de los pies Daniel experimenta una sensación de paz tan intensa que no piensa en otra cosa que no sea dar un volantazo hacia la izquierda para salir del camino y desbarrancarse, hundirse en este otro mar suyo que intuye más oscuro que el de John Banville. Siente que al menos en algo ha superado al autor irlandés y eso le saca otra sonrisa, efímera, pues a los pocos segundos ya está durmiendo.

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