Todo él parece un guiñapo. Un café solo es su única compañía. De vez en cuando juega con la cucharilla y de vez en cuando mira a través de los cristales. Sus tristes ojos no dejan atisbar su deseo, ni su figura, la intención. Allí sigue. Mientras, en el local entran y salen voces ruidosas. La tarde va pasando a la contra de las horas, rápida. El rostro de este hombre sigue impasible, cambia muy poco su expresión, atenta, alerta, sin ningún disimulo.
Entrada la media noche, del portal de enfrente sale una mujer arrastrando el cubo de la basura. Abandona presuroso el bar y cruza la calle a toda velocidad. Se acerca a ella. Hablan acaloradamente, él la zarandea de forma violenta. Ella, como puede, se separa y camina por la acera a media luz. La sigue y le increpa, ella se vuelve. En ese momento, con la más insólita naturalidad, le agrede con un arma blanca, certero al corazón. La mujer cae al suelo que cada día transitaba, en la acera un gran regato de sangre. Él saca unas llaves del bolsillo, abre expedito dirigiéndose hasta el hueco de la escalera. Con parsimoniosa calma marca un número: “Pueden venir por mí… He matado a la portera. Hasta ayer lo fui yo”.Texto: Carmen Martínez MarínMás Historias de portería aquí.