Observo con espanto las noticias acerca de la reducción del diez por ciento del número de denuncias por violencia de género en los últimos cinco años debido a la crisis. Una reducción así debería ser motivo de alegría, pero no lo es: es una alarma. Es la misma alarma que, en una sociedad no aturdida, debería causar el descenso de afiliados al paro, coyuntura directamente producida por la desidia y el rechazo de un sistema del que ya se espera poco. Pero no sigamos por ahí: no haríamos sino reincidir en diatribas —siempre constructivas (o esa es mi intención) —, repitiendo lo ya dicho e incidiendo en la misma llaga de la desconfianza. Lo que me ha hecho recordar esta noticia es la triste vigencia histórica de la lacra social de la violencia de género y la maestría de la Condesa de Pardo Bazán en ilustrarla.
Doña Emilia Pardo Bazán fue una mujer de su tiempo —como se acostumbra a decir— pero incidió en algunas de las llagas sociales que hubo de sufrir, siendo la violencia contra las mujeres una de ellas. Como hemos comentado en otras ocasiones, los cuentos o los relatos breves tienen la virtud de condensar en ellos una totalidad de referentes, contenidos y experiencias; son pequeñas historias concisas que atacan el problema, no se andan por las ramas; los autores dan lo mejor de sí mismos para derramarse en ellos. Doña Emilia no es una excepción a esta regla bastante general: sus cuentos nos transportan a la segunda mitad del siglo XIX y los albores del siglo XX e ilustran una España del liberalismo político y de las contradicciones sociales. Son muchos los ejemplos de relatos atribuidos a esta autora que dibujan y plasman la situación de las mujeres; pero, sin duda, son los referentes a la violencia de género los que tienen mayor fuerza y tienen una triste actualidad. Por ejemplo, “La puñalada” ejemplifica la vida de una pareja “normal”, Claudia y Onofre, siendo él un muchacho rudo pero detallista, y ella “una mujer hasta la punta del pelo, coqueta, vanidosa: se moría por regalos”. Entre ellos el matrimonio no es posible porque Claudia debe cuidar de su madre enferma; su fin no puede ser otro que la muerte por la cólera que surge en él ante una infidelidad inexistente. Lo terrible no es únicamente el acto del asesinato, sino la actitud que muestra el criminal: “Onofre, cruzado de brazos, aguardaba a que le prendiesen”. Otro de los ejemplos de violencia explícita narrados por esta autora es el de “Las medias rojas”, cuento que narra la paliza a que es sometida Ildara por su tío por el único motivo de comprarse unas medias rojas con su dinero ahorrado, símbolo de su imposible liberación. El cuento muestra la anulación total de la mujer porque Ildara queda tuerta y ello le impide viajar a América para lograr un futuro mejor. Es símbolo de la mujer rural gallega, condenada al silencio y víctima de las circunstancias que la oprimen. La subyugación a la que es sometida Ildara se ve, no sólo en el maltrato físico, sino en la adversidad frente a la naturaleza que le impide peinarse como las señoritas, y también en la explotación a la que el propietario somete a Clodio, el maltratador. El resultado de esta línea opresiva continua da lugar a una muchacha mutilada, tuerta y sin voz.
No obstante, los ejemplos de violencia de género no radican sólo en los casos “espectaculares” o explícitos; hay también una crueldad silenciosa, una reclusión que no es aparente. Ello se puede observar en “El fantasma” con el caso de una mujer enloquecida por huir del encierro conyugal pero que “nunca saldrá de la región de los fantasmas”; en “La emparedada”, relato donde la zarina encarcelada —en claro contraste con el zar, que disfruta de actividades de caza— se dedica a la pintura, el canto y las tareas del hogar, y cuyo lugar es la resignada habitación con vistas a un cementerio: su destino; o en “El indulto”, un ejemplo terrible de muda violencia florecida con la muerte “por miedo” de una mujer que se ve obligada a convivir con el asesino de su madre. La autora critica la justicia del momento que permite que criminales salgan de la cárcel, y muestra su inquietud feminista al destacar la solidaridad existente entre las diferentes mujeres que ayudan a la protagonista. Emilia Pardo Bazán criticó con vehemencia la impunidad que recibían los asesinatos de mujeres por la excusa de la pasión. Deconstruyó el concepto romántico de los celos y la pasión como manifestación exagerada del amor, invalidando el concepto de “crimen pasional”.
Los ejemplos de esta autora, asociada normalmente al naturalismo, acerca del particular son muy numerosos: no sólo en la gran cantidad de cuentos que publicó, sino en novelas como Insolación o Memorias de un solterón. A pesar de ello, y evitando el anacronismo que podría derivarse de una lectura superficial, Pardo Bazán no lleva a cabo una denuncia feminista al estilo de las que se harían posteriormente, como la de Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949) o la de Betty Friedan en los años sesenta con su Mística de la feminidad (1963) a la que debemos la frase de la entrada para el contexto de posguerra estadounidense; sino que cree con firmeza que la más noble misión de las mujeres es la del matrimonio y la maternidad, así como que la familia es la célula intelectual básica.