Son muchos los que acusan a la Iglesia Católica de incoherente. Sin embargo, la mayoría de los que la acusan son igualmente incoherentes. Todos los que reclaman que el estado no contribuya al sostenimiento de la Iglesia olvidan que esa contribución es de los pocos conceptos impositivos que el ciudadano elije libremente. En realidad el único que se elije libremente ya que la otra opción, la de entregar el 0,7% de la declaración de la renta a las ONG’s es tan opaco en su explicación y distribución que no se puede decir que sea libre.
Muchos deben hoy día a esos dos conceptos, la asignación a la Iglesia y la de las ONG’s, el poder comer y, sin embargo, reclaman que uno de ellos desaparezca, olvidando que si de la asignación a las ONG’s se financia la Cruz Roja y los paquetes de comida que dan, de la asignación a la Iglesia se financia Caritas y la multitud de sus comedores sociales. Y aunque en el primer caso, la Cruz Roja, casi todo su presupuesto sale de las arcas del estado, es decir de nuestros impuestos, en el segundo apenas es una parte, financiándose por aportaciones voluntarias, aunque es cierto que sin esa contribución tendrían serios problemas. Pero no es menos cierto que mientras podemos elegir si se aporta o no una parte de nuestros impuestos a la Iglesia no pasa lo mismo con la parte de nuestros impuesto que se dedica a realizar abortos (sea en clínicas de titularidad estatal o privada), a los partidos políticos, sindicatos, junta islámica de España, imposición del catalán (gastos jurídicos que ello conlleva en Cataluña, Valencia y Baleares y entidades como la AVL encargadas de “unificar” las lenguas), cánones diversos para la celebración de los premios de formula 1 y motociclismo en Montmelo, Valencia, Jerez,…; y otros muchos gastos innecesarios y dispendios del estado.
Y paradójicamente esos mismos protestarían si mañana mismo la Iglesia decidiera vender todos los cuadros que posee en subasta, fundir cálices y joyas y con la venta de las piedras y del oro financiarse; pues naturalmente reclamarían que esas joyas artísticas, algunas del siglo doce o anteriores, otras hasta del diecinueve, deben estar en los museos. Pero ningún museo, ni ningún estado, podría asumir el coste de comprar esos bienes (eso naturalmente en el caso de no ser quemadas por las turbas, esas turbas que si tratara de venderlas reclamarían su conservación y su acceso público) al menos a un precio ajustado a su valor.
Pero si bien ese es el problema de incoherencia de los opositores a la Iglesia no es el problema de la Iglesia. El problema que tiene la Iglesia con el cristianismo es que sus planteamientos, los planteamientos de Cristo, son personales. Y por ello mismo difícilmente asumibles por una organización y menos por un estado.
Por eso, cuando el siglo cuarto la Iglesia empezó a asumir las funciones del estado romano creó la situación por la que hoy la podemos acusar de incoherente. Como dijo Cristo cuando criticaron a la mujer por untarle de aceites: “a los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero ella me ha ungido para lo que está por venir”. Esa es parte de la cuestión: siempre hay más que hacer de lo que podemos; pero falta la otra parte de la ecuación: la voluntad. No vale actuar bajo coacción, pues lo que cuenta, tanto o más que la misma acción, es la intención. Esa enseñanza, que expresa cuando comenta la dádiva de una misera moneda de estaños por parte de una viuda frente a los lustrosos talentos puestos en el cepillo por los fariseos, es la que hemos olvidado. Es la que impide durante años que una Iglesia-Estado pueda cumplir eficientemente su función, ya que ningún estado deja de ser coactivo, y es la que hace que una nación no pueda ser dirigida desde los preceptos personales de Cristo.
Y esto que, curiosamente sí ha sido descubierto por algunos de los seguidores de la Iglesia, no ha sido, ni de lejos, descubierto por sus opositores. Por eso, frente a aquellos que pensamos que un estado demasiado paternalista, como el creado en España por Franco y ampliado por los gobiernos socialistas de esto que llaman democracia, es negativo para el desarrollo de las personas, pero sobre todo para el de la sociedad, haciéndola más débil y, finalmente, destruyéndola.