En realidad lo que voy a relatar podría aplicarse a cualquier profesor/a de idiomas. Es una profesión que desempeñé durante años y que, ahora que tengo un trabajo de 9 a 5, a veces echo de menos. El trato directo con la gente da muchos momentos especiales, hermosos y terribles, divertidos y soporíferos. Es como una montaña rusa en la que cuando estás arriba no sabes si vas a seguir subiendo o a caer en picado y cuando estás abajo no sabes si vas a caer más o a remontar.
Durante los primeros años de mi trabajo en Sinfronteras las encuestas que los coordinadores pasaban a los alumnos reflejaban fielmente mis esfuerzos por ser un buen profesor, era valorado con las puntuaciones más altas por mis alumnos y pensaba que mi situación sólo podía mejorar. Estaba convencido de ello hasta que, de pronto, un semestre los alumnos de dos de seis grupos que recibí me rechazaron a los pocos días de comenzar el curso. Había tenido situaciones difíciles con anterioridad, casi siempre al principio de curso, pero las había solucionado siempre. En este caso no había posibilidad alguna. No querían verme, ni en pintura.
El semestre siguiente volvió a pasar lo mismo y, dudo de que hubiera conservado mi trabajo de no ser porque el resto de los alumnos seguían valorándome tan bien o mejor que antes de aquello. Fue una época muy dura que condicionó mi trabajo durante más de un año. Los principios de semestre se hicieron aterradores, hasta que finalmente comprendí lo que había ocurrido. Pero llegaré a eso más tarde.
Los grupos son una cosa, las clases particulares otra muy diferente. En grupo el alumno se piensa mucho lo que va a decir, por miedo a hacer el ridículo. En las clases particulares se establece una relación de tú a tú en la que un alumno debe hablar mucho más tiempo del que lo haría en un grupo, sin que nadie lo juzgue por lo que dice sino por como lo dice, y ese alumno se puede encontrar diciendo cosas de las que no hablaría ni con su pareja ni con su mejor amigo.
Por ejemplo. Un chaval de unos veintitantos años me comentó que, tras los partidos del Legia iba a la embajada española y se ponía a gritar insultos y obscenidades en español junto a sus colegas. Una alumna, cuando le pregunté por qué estudiaba español, me dijo que porque quería encontrar un hombre de verdad, alguien que la dominara. Supuse que se creía que todos somos como Antonio Banderas en “Desperado”. A un colega mío su alumna le dijo que cuando veía niños correteando por la playa, si se le cruzaban le entraban ganas de darles una patada en la boca.
Algo que ahora me parece divertido, pero que entonces no lo era, me ocurrió hace años. Comencé a tener clases cerca de mi casa con una chica bastante vaga. Estaba bien entrada en carnes, era rubia y tenía el pelo pegado al cráneo, casi como una segunda piel. Recuerdo que teníamos clase en el salón, sentados ante una mesa camilla redonda. Ella no pillaba nada, sólo se reía todo el tiempo. Me parecía extraño que pagara para verme intentar enseñarle cuando ella no hacía nada por aprender pero estaba acostumbrado a los alumnos que creen que un buen profesor debe ser capaz de transmitir sus conocimientos al alumno sin que este realice el menor esfuerzo. No son pocos los que se creen que tienen derecho a ello sólo porque pagan y hubiera pensado que ella era uno más de no ser por aquella insistente risilla. Ese tipo de alumnos se suele cabrear bastante cuando se dan cuenta de que el efecto de “transmisión pasiva” no ocurre. Era muy recargante pero podía vivir con ello.
Y así dos veces por semana durante una hora y media de suplicio.
Un día apareció por la puerta del salón una preciosa niña mulata. Sonrió y fue cogida por la espalda por una mano que la atrajo hacia si mientras otra, de la misma persona, cerraba la puerta.
Entonces le pregunté quién era la niña y me dijo que su hija.
- ¿Y el padre?
- Ah, el padre era mi anterior profesor de inglés.
- Hummm, estoooo (dije balbuceando), ¿de inglés? ¿Aprendiste mucho?
- Nooo (dijo riendo). Se volvió a Ghana.
Cuando terminó la clase ya sabía lo que quería de mí. No volví a verla. Me inventé una excusa estúpida para renunciar a las clases y ni siquiera fui a su casa para decírselo. La llamé por teléfono y recuerdo que se puso hecha una furia. Si hubiese estado allí me habría despedazado o peor, se hubiese echado sobre mi aplastándome con su nada despreciable masa corporal.
Si bien aquello fue una situación extrema lo cierto es que entre el alumno y el profesor se crea casi siempre una relación que puede ser muy compleja. A veces uno tiene la sensación de ser un confesor, un psicólogo, un animador cultural, un déspota o un payaso triste, dependiendo del alumno o grupo y del día, a veces se es una de las cosas y, a veces varias, a la vez.
Casi todos los alumnos son jóvenes de entre diecisiete y veintipocos años, lo cual implica, que durante las clases particulares no es raro que haya cierta tensión sexual. Me consta que a casi todos/as se nos ha pasado más de una vez por la cabeza decirle al estudiante.
- Venga deja esos libros y vamos a quitarnos la ropa que esto ya no hay quien lo aguante.
Existe una especie de código, no escrito, que nos dice cómo actuar en situaciones así. Durante las clases uno debe comportarse siempre con profesionalidad, lo cual no significa que no se pueda invitar a tomar algo al alumno/a después de las clases. Dado que todos son adultos no hay prohibición alguna al respecto y apostaría mi brazo por el 99% de los profesores que conozco a que ninguno se saltó esa regla.
Hay veces que un alumno te dice algo que desearías no haber oído. Recuerdo una mujer de unos cuarenta años que me contó cómo, en los tiempos del instituto una amiga suya tenía un novio de la mafia, era una compañía bastante peligrosa pero todas disfrutaban de la cantidad de dinero del que ella disponía, hasta que lo metieron en la cárcel, y sus subordinados la violaron. Luego ellos también acabaron en la cárcel y a la chica todas sus amigas le dieron la espalda. Era evidente aunque no me lo dijera, que todas pensaban que ella se lo había buscado y no pude dejar de pensar en mucho tiempo en lo sola que se había quedado con una herida tan terrible en el alma y en lo poco que eso parecía importarle a mi alumna.
Después de unos semestres de principios penosos que remontaba con mayor o menor éxito pero sin contratiempos, hubo un grupo que me rechazó al primer día, algo que supe que pasaría desde los primeros minutos de clase, solo con mirar las caras de mis alumnos.
Cuando fueron a ver a mi coordinador se quejaron de que querían cambiar de profesor porque no había “química” conmigo. El coordinador me defendió diciendo que yo era un profesor estupendo y mis alumnos aprendían mucho conmigo, pero no sirvió de nada. Aquello confirmó algo que yo ya sospechaba. Que ese tipo de situaciones no tenían nada que ver conmigo como profesor sino como persona y que las personas que reaccionaban así eran del tipo que te juzga en segundos y emite un veredicto irrevocable.
Los estudios de un psicólogo americano llamado Millgram demostraron en los años 70 que existe un 2% de la población que, sin que nada, ni en su comportamiento, ni en sus relaciones sociales lo delate, disfrutan enormemente haciendo daño a otros. Llegué a la conclusión de que ese tanto por ciento suponía que en una de cada doce clases iba a encontrarme con una persona así, persona que no perdería la oportunidad de envenenar el ambiente y decidí que tenía que venderme lo mejor posible durante las primeras clases, tenía que ser el profesor más simpático y divertido que se pudiese desear.
Supuse que, dado que el “alumno especial” tenía que actuar a mis espaldas la única manera de neutralizarlo era hacerme aliado de los que no fueran “especiales”, que casi siempre serían todo el resto para que, cuando comenzara a envenenar el ambiente fueran ellos mismos los que lo neutralizaran. Y funcionó. No volví a tener ningún problema parecido. Y pude dedicarme a enseñar lo mejor posible para que mis alumnos aprendieran todo lo que pudieran o tuvieran ganas de aprender.
A veces me preguntaba si no sería mejor pasar de ser un buen profesor y simplemente divertir a mis alumnos todo el semestre. Sabía que en otras escuelas menos exigentes había profesores que lo hacían y les iba la mar de bien. ¿Por qué no hacer yo lo mismo?
Porque tenía un trabajo muy especial. Yo era un constructor de puentes. Puentes que unían culturas, que cruzaban mis alumnos poco a poco, a lo largo de semestres y niveles. Eran puentes que yo quería que fueran sólidos, y eso dependía de lo bien que aprendieran el idioma y comprendieran mi cultura. Me sentía orgulloso de verles sentirse cada vez más desenvueltos al expresarse, fascinados por nuestro cine, por la literatura, el arte y por la enorme diversidad y riqueza cultural de los 22 países (incluyendo EEUU) donde se habla español y que ya no les parecían tan extranjeros.
Yo me río de los que tienen un trabajo de 9 a 5 en un banco y ganan el doble o el triple que un profesor de idiomas, rellenando tablas de Excel, y se creen que tienen un trabajo importante. Bah, el profesor tiene un trabajo mil veces más importante que eso.