Al atardecer, apoyado en la barandilla del muelle, miro las manecillas del reloj del puerto, con su esfera blanca iluminada. Las agujas señalan que el día se acaba, aunque el cielo aún sea azul. Pienso en el paso del tiempo, noto la arena que se desliza entre los dedos, grano a grano, uno a uno con cada latido del minutero, alejándose en el pasado como el haz intermitente del faro en la superficie del océano.
Mientras pienso, la luz se transforma en crepúsculo y, sin darme cuenta, el día se va. Las sombras se alargan en el ocaso hasta fundirse con la noche. Quedan restos de claridad. Noches blancas, las llaman, aunque apenas duran nada y el mundo es azul y plata. La oscuridad es pálida y brilla, las tinieblas se refugian en el marco de las puertas, se esconden tras las ventanas. El aire son susurros que no rompen el silencio. Los instantes son más lentos.
Escucho el mar y, en su respiración, oigo el rumor de los sueños, de los míos, de los ajenos, de los ecos de los que fueron. Cierro los ojos y veo regresar las formas de esos ecos: figuras enlazadas en un vals sin final, miradas perdidas en un resquicio de esperanza. Siento el soplo de la eternidad en la brisa, intangible y liviano, pero siempre presente. ¿Será así la eternidad? ¿Un día que no se acaba, una noche que no es noche, un momento en un reloj del norte?