Cuando tenía 9 años conocí al erudito de la aldea, era un barbudo y decrepito anciano. No se dedicó a otra cosa en su vida que a escribir y a leer sobre la vida en otras aldeas lejanas. Su casa siempre estaba repleta de cosas maravillosas por doquier. Su mujer murió y también lo hicieron sus hijos, tampoco conoció a sus nietos. El hombre estaba empeñado en descubrir cómo debía vivir la vida, investigaba en las mustias hojas de gigantescos libros.
Un día muy caluroso azotaba la sabana, la tierra ardía en los pies como un lago de arena infernal. Regresaba de mi segundo viaje de 8 km con una cubeta mediana llena de agua. Acostumbraba siempre a dejar algo de líquido al viejo. El a cambio, me enseñaba algunas cosas del mundo más allá de la aldea, pero ese día lo vi sentado en una roca, justo frente a su casa, una choza de paja seca y ramas que se hacía polvo frente a nosotros, un incendio cremaba lo que quedaba del esqueleto del rancho.
-¡Señor! señor- Le gritaba. -¡Su casa!, mire su casa ¡- Le dije mientras corría hacia él.
-Tranquilo hijo, solo son hojas- Respondió el viejo que continuaba imperturbable sobre la roca.
¿Pero y sus cosas, Moawi?, ya no quedara nada de valor- Pregunte, asustado y extrañado con la actitud del viejo.
Yo estaba a casi tres metros de él, aun corría en su dirección.
Pero cuando estaba a punto de alcanzarle, el se levantó sobre sus delgadas piernas y girando la cabeza de lado a lado, inspeccionando con sus ojos rasgados por las marcas del tiempo, el espacio contiguo a sur ser, ya no quedaba más que la negrura de lo que antes era una casa.
Camino hacia mí y dijo: -Ahora ya no tengo que cuidar la casa, no tengo nada que perder. Mi mujer está muerta, mis hijos también, la casa esta quemada y he pasado mis 80 años leyendo libros sobre la vida y sobre el mundo. Quiero, ahora, que lo que me queda en esta tierra, sea para ver el mundo. Quiero verlo que no pueden contar los libros.-
-De seguro ver, es mejor- le dije, mientras lo veía caminar al horizonte hasta casi perderse.
-No te olvides de leer niño, aprende a hacerlo y luego camina al mundo- decía una voz a lo lejos.
Desde ese día no busco libros, los escribo, para que cuando llegue a 80 años, pueda buscar mi choza, levantarla de entre las cenizas y leer al mundo.
por: D.F. Ospina