Esta obra tiene mérito. Mucho mérito. Los días que nos separan es una buena novela que perfectamente podría haberse conformado con ser mediocre, pero no lo ha hecho. Y cuando digo esto no hablo de tonterías manidas como “toda obra puede ser buena o mala dependiendo de quién la lea”. Hablo de que podría haber sido una mala novela y haber vendido más o menos lo mismo. ¿Por qué? Porque el planteamiento es muy bueno.
Los días que nos separan juega en lo que yo llamo “la pista central”: novelas dirigidas a una razonablemente grande cantidad y variedad de lectores. Lo que los pedantes como yo llaman a veces el “mainstream”. Bien, pues en la pista central hay dos variables (y ni una más) que miden el posible éxito de un libro nuevo, al menos en las primeras semanas de publicación. Una es la distribución; la otra, el planteamiento inicial.
El planteamiento. Ese concepto simple que se puede explicar en dos minutos a un agente literario al que uno ha acorralado en un ascensor; que el jurado de un certamen puede entender sin problemas incluso tras haberse pasado todo el día leyendo mediocridades con letra pequeña; y que el lector puede leer en la contracubierta del libro mientras pasea por la librería. Esto es lo que vende libros, y no la calidad y las buenas críticas. Dejando de lado los long-sellers como Harry Potter (que algo más sí que necesitan), así es como funcionan las cosas en el expositor más visible de la Fnac. Qué le vamos a hacer.
Lo que quiero decir es que Los días que nos separan podría haberse conformado con ser un paquete bonito más, y no lo es. Es una buena novela que opera muy bien dentro de los márgenes que impone la pista central.
¿Por qué es buena? Porque funciona. Porque le noto esfuerzo y no le veo las costuras, al contrario que otras. Porque me provee de lo que yo voy buscando en un libro como este, al contrario que otras. Porque tiene corazón y no me toma por tonto, al contrario que otras. Porque tiene no sólo calidad, sino también buenas intenciones. Porque yo no sería capaz de escribir algo así.