Revista Arte
Hace días que quiero escribir acerca de varias películas que he visto recientemente: Rebelión en las aulas, A ciegas, La piel que habito... Sin embargo, hoy sólo mencionaré una escena de Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995).
El título es lo suficientemente sugerente como para no tener que explicar demasiado el argumento. La escena que he mencionado y, que me emocionó, es una que tiene lugar cerca del final. Sean Penn, asesino, confiesa entre lágrimas a Susan Sarandon, la monja que le ha estado ayudando durante sus últimos días que nunca le habían llamado "hijo de Dios" y que sólo en ello ha encontrado el sentido de su vida y la fuerza para enfrentarse a su propia muerte.
Cuántas veces lo he escuchado yo en los últimos años, quizá sin caer siempre en la cuenta de la trascendencia que tiene. Quizá por eso hoy lanzo una admiración pública a las personas que orientan su vida según esta realidad.
El título es lo suficientemente sugerente como para no tener que explicar demasiado el argumento. La escena que he mencionado y, que me emocionó, es una que tiene lugar cerca del final. Sean Penn, asesino, confiesa entre lágrimas a Susan Sarandon, la monja que le ha estado ayudando durante sus últimos días que nunca le habían llamado "hijo de Dios" y que sólo en ello ha encontrado el sentido de su vida y la fuerza para enfrentarse a su propia muerte.
Cuántas veces lo he escuchado yo en los últimos años, quizá sin caer siempre en la cuenta de la trascendencia que tiene. Quizá por eso hoy lanzo una admiración pública a las personas que orientan su vida según esta realidad.