- Artículos de opinión (Op-ed)
Dos cosas me llamaban la atención de ella.
Era diminuta.
Muy.
Y venía siempre con un tapadito de paño verde.
Algo más: era apática al calor.
No importaba la temperatura, se acomodaba en el diván, y se cubría con su tapadito.
Recuerdo que la atendía en un consultorio totalmente vidriado que daba al Oeste.
También recuerdo una tarde asfixiante, con un sol indomable, en la que el equipo de aire bramaba, intentando complacerme.
Entró, se recostó, se cubrió con su tapadito verde, giró la cabeza y me dijo, tenue pero firme:
– ¿Se podrá apagar el aire?
Casi le grito que no, pero me levanté, apagué el aire, obediente, y el Consultorio comenzó a parecerse al Hades.
– Gracias – me dijo, y creí percibir una media mueca burlona.
Mi cuaderno quedó rápidamente borroneado por las viscosas gotas de sudor que se despeñaban de mi frente.
Era bella.
Muy.
Con una sagacidad cínica y una melódica forma de construir oraciones, que me fascinaba.
Pero no tenía suerte con los hombres.
Desfilaban, huidizos, breves, inconsistentes, luego de un sexo random que la insatisfacía.
Y volvía a su Ex, ese al que demolía, ese que la aburría, ese sin valor.
– Volví con mi Ex.
– Yo recuerdo mal, o ¿dijiste que no soportabas ni nombrarlo?
– Con mis Amigas desarrollamos un concepto. Lo llamamos “El Síndrome de la Última Pija”
Casi me caigo del sillón.
Luego de acallar la carcajada, le pedí que se explayara.
– Eso – me dijo, entre orgullosa por mi risa, y abatida por la solidez de lo que iba a decir
– Una termina con su pareja, porque ya no aguanta más esa relación tediosa, y comienza a buscar. Lo que viene es tan hostil, tan repugnante, tan nada, que vuelve, resignada, a… la última pija. Está ahí, a mano. Ya la conocemos, nos conoce, no hay que trabajar, no hay que fingir, no hay sorpresas.
– ¿Y no apostás a otras pijas? – pregunté, completamente metido en el relato.
– Me gustaría, pero hay días que no doy más…
Era inteligente.
Muy.
Y buscaba otra cosa.
– No voy a venir más – me dijo – No sos lo suficientemente lacaniano.
La miré con una sonrisa que preparaba desde hacía tiempo.
– Si ese es el motivo, no tengo nada que decirte. Francamente, no lo soy.
Nos abrazamos, sin pompas, y se fue.
Al tiempo, recibí un llamado suyo:
– Hola, Patricio. ¿Puedo retomar mi Terapia?
Convinimos un horario.
Llegó, con su tapadito de paño verde, animada.
– ¿Voy directo al diván? – me preguntó.
– No. Antes respondeme algo. ¿Esta escena no se parece mucho al “Síndrome de la Última Pija”?
Quedó perpleja.
Pensó un momento, callada, recóndita, inabordable.
– Tenés razón – dijo, abrumada -. ¿Te tengo que pagar?
– No. No hace falta. Así está muy bien.
Se fue, con sus pasitos exiguos, verdemente diminutos, y nunca más volví a verla.
Ella me enseñó que esa sórdida tentación de repetir es tan potente, tan invisible, tan astuta, que sólo la Clínica puede hacer algo para desactivarla.
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