Cuando me presenté por primera vez en la reunión de los pocos vecinos que quedaban en el inmueble, ya me contaron lo que sucedía. El abogado del 3º A, el que llevaba la voz cantante de los irreductibles, como les gustaba reconocerse, me explicó que el cabronazo del Sr. Dalmau —así lo llamó mientras los demás asentían— quería comprar todas la viviendas para derribar el bloque y construir apartamentos de lujo; los que estaban allí se habían negado a vendérsela, y el que a mí me hubiera alquilado uno de los áticos, otro de los vecinos reacio a vender por razones sentimentales, lo sentían como un triunfo personal y ya me consideraban como uno de los suyos, y además... Sí, sí, ya voy al grano.
A la semana siguiente se enfrentaron al primer problema. Miles de enormes ratas invadieron el edificio, se adueñaron de los pisos vacíos y formaron colonias cada vez más grandes, pero el abogado, que conoce a todo el mundo y sabe desenvolverse como nadie por el laberinto de la burocracia administrativa, logró que los responsables del Ayuntamiento se encargaran de eliminarlas sin ningún coste para la comunidad. Y cuando desaparecieron, empezó la plaga de cucarachas; millones de ellas ocuparon cada rincón del primer al último piso, y ya antes de que volviera la empresa que debía exterminarlas, se dieron de baja el matrimonio de ancianos del 1ª D y la familia con niños pequeños del 2º C; los viejos se fueron a una residencia y la familia feliz a la casa de la suegra de él, que, digo yo, dónde iban a estar mejor los unos y los otros... Bien, bien, a los hechos, me ciño a los hechos.
El siguiente golpe lo recibió la viuda del 3º D. Un día, al regresar a casa se encontró destrozada la mitad exacta de su colección de figuritas de escayola de vírgenes y santos. No era difícil adivinar el mensaje de advertencia. En la siguiente reunión de vecinos se dio por vencida y también decidió vender; parecía haber envejecido diez años. Y eso acabó por empujar a los que ya estaban indecisos. Yo aproveché para decirles que esta guerra no iba conmigo, que no quería problemas y que abandonaba mi ático cuanto antes.
Aún hoy en el edificio, todavía resisten el abogado y el cascarrabias del 2º B, pero este es tan avaro que solo espera a que suba el precio que está dispuesto a pagarle por su vivienda, Sr. Dalmau. En cuanto al abogado, déjeme advertirle, Sr. Dalmau, que bajo ninguna circunstancia cederá, así que si quiere me encargo de él. No me resultará tan complicado como lo de los bichos ni tan divertido como machacarle los santos a una vieja beata, aunque eso sí, le saldrá algo más caro. Pero tengo la impresión de que si desapareciese el abogado, el cascarrabias acabaría marchándose con el rabo entre las piernas. Si me permite la expresión, Sr. Dalmau, sería como matar dos pájaros de un tiro.
Texto: Rafael Heredero GarcíaMás Historias de portería aquí.