Revista Arte
En una severa casa estilo inglés del barrio La Merced en Bogotá aparecieron unos sólidos espectros y una larga serie de ánimas. Se trata de las esculturas y dibujos del artista Ramón Barba, una obra insepulta que de cuando en cuando deja de ser un tesoro oculto y emerge de entre los muertos: en 1966 y en 1981 se la vio en la Biblioteca Luis Ángel Arango, en 1976 en el Centro Colombo Americano, en 1986 en la Galería Diners y en 1992 en el Banco Ganadero.
Con la obra de Barba, expuesta en la enjuta mansión del Museo de Arte y Cultura Colsubsidio, hay otro menaje insepulto: la obra de Josefina Albarracín, una miscelánea de dibujos, esculturas y cerámicas.
La tímida cronología del museo cuenta que ambos artistas fueron marido y mujer, él fue su profesor. Barba nació en España, allá estudió, y a la mitad del camino de la vida llegó a Colombia, donde murió en 1964. Otro lugar recuerda el último mandato del artista: el cuerpo de su obra no debe desmembrarse. Al encargo se suma ahora la obra de su cónyuge. La ayuda museal nos recuerda que Albarracín también tuvo una vida meritoria, no solo dedicó su larga existencia a intentar cumplir el designio de encontrarle un espacio público de exhibición permanente a la obra de su marido, a la vez ganó premios en salones de artistas y la voluntad de crear nunca la abandonó (ver su talla Animal imaginario). La escultora, con noventa años y una operación de cataratas que le dificultaba ver volúmenes, se adaptó a su nueva condición: atrapaba en un vaso insectos que merodeaban una casa veraniega y los dibujaba con curiosidad inquisitiva. Se infiere que uno de los hijos de la pareja es quien carga ahora con la pesada herencia, tan voluminosa que las tallas en madera de Barba —a pesar de su imponente presencia— se amontonan en la recepción del museo, imposible subirlas al segundo piso.
Aun así, más allá de los recovecos de la criticadera institucional, se agradece que esta sea una exposición de objetos y fichas técnicas sobrias ajena a la balumba típica del homenaje histórico: algo o mucho se habrá escrito sobre Barba y Albarracín, pero lo que menos necesitan es seguir petrificados en la historia bajo un culposo pie de citas o convertidos en estudio de caso de una tesis académica revisionista.
Esta exposición es aquí y ahora un acto plástico completo, un ejercicio de escultura que impresiona —hoy en arte todo es tan plano—, un muestreo de dibujo serio en postura pero jovial y variado en su factura, una diletancia experimental que supera en concreción a la rutinaria volumetría de nuestro artista patriotero más inflado: es hora de que el cadáver insepulto de las obras de Barba y Albarracín encuentre, como lo decía un cronista del siglo pasado, “un sitio respetuoso, una sala en la cual pueda vérsele, admirársele o rechazársele. Pero ante todo, vérsele…”. Es lo justo. ¿O será que el cuerpo de esta obra merece un entierro de tercera?, desmembrado en anticuarios, apartamentos de coleccionistas, curatelas bancarias, reconvertido en leña, piedra y polvo.
(Publicado en Revista Arcadia # 44)