Revista Libros
Hacía más de un mes que Augusto no dormía. El deleite de dormir se había ido tras la mujer que lo había abandonado. Desayunaba a la luz de las estrellas y almorzaba una cajetilla de cigarrillos con güisqui. Al amanecer cerraba los ojos en la espera de que una siesta milagrosa derrotara el desvelo, pero como único resultado obtenía el bullicio mañanero.
De vez en cuando se duchaba, pero no por razones de higiene, ni tan siquiera para apaciguar el vapor de su propia peste. Lo hacía con la ilusión de despertarse. Estaba casi seguro de que se había atascado en una pesadilla. Al sentir el agua fría en su nuca y permanecer estéril de alguna reacción, llegó a una conclusión: “Muerto, estoy muerto”. Conseguía renunciar a la idea de su muerte cuando tarde en la noche, viendo anuncios en la televisión, escuchaba los estruendos que ocasionaba su vecina rompiendo, sabrían los cielos qué cosa. Pasaba la madrugada viendo testimonios televisivos: gordos que lograban la delgadez raquítica gracias a un té milenario descubierto en el Himalaya; mujeres sonrientes y excitadas ante la sanación de la disfunción eréctil de sus esposos, mediante una tabletita hecha de cuerno de rinoceronte albino. Sólo un testimonio había entrado en su complicada psiquis: el de un chef afeminado que mostraba los beneficios de poseer una licuadora mágica. Era capaz de hacer una batida hasta de un pepinillo. La curiosidad gastronómica que le generaba la idea de mezclar güisqui y pepinillo lo llevó inmediatamente a tomar la decisión e hizo el pedido. Pensó: “¿Cuánto tardará en llegar?” La nueva adquisición lo llevó a preguntarse algo que había olvidado: el paso del tiempo. –¿Qué día será este? –al escuchar su propia voz una cadena de ideas se liberó de su mente.“Eso de estar muerto y andar preguntándose los días en que se vive es cosa de locos, y yo no estoy loco, al menos no después de muerto”. Luego de una profunda meditación sobre muerte, pesadillas y locura concluyó que estaba más o menos loco, medio dormido y mediocremente muerto. Inconforme con su situación, decidió acabar con todo. Llevó hasta la terraza una silla, una corbata, un martillo y un clavo. Se anudó la corbata, se paró sobre la silla, tomó el martillo y clavó la parte colgante de la corbata en una de las vigas del techo. Lanzó el martillo al suelo y saltó decidido. Colgando desde la viga, sintiendo cómo la sangre comenzaba a acumularse en su cabeza, miró la tierra tosca del patio y pensó: “siempre quise tener un jardín”. Escuchó otra vez el ruido que provenía de la casa vecina y lo relacionó a la quebradura de alguna porcelana. Pensó que antes de su muerte merecía ver cumplido un último deseo. Su cuerpo suspendido se llenó de ilusión al recordar la nueva licuadora. “Ya es tarde”, lamentó resignado e intentando suspirar. La corbata sólo consiguió retrasar su caída algunos segundos. Augusto cayó sin remedio al suelo. Maldijo el nudoWindsor y deseó haber aprendido antes a hacer un nudo doble. –¡Puta corbata de mierda! – gritó de rabia por la inhabilidad de acabar con su vida. –¡Cállese, imbécil, no ve que hay gente que intenta dormir! –gritó la vecina tras las cortinas de una ventana. –¡Váyase a la mierda, maldita revoltosa! –contestó malhumorado. –¡Muérase canalla! –contrarrestó la vecina. –¡Eso intento, maldición! –aclaraba mientras buscaba nuevos instrumentos suicidas. La vecina se alejó de la ventana algo preocupada, haciendo desaparecer la silueta tras las cortinas. La última manifestación del vecino consiguió resurgir en ella una vocación cristiana casi olvidada que la llevó nuevamente a mirar desde la ventana. –¿De casualidad, tiene un plato que me preste? –preguntó intentando desviar al suicida de su encomienda. –Venga por ellos, se los puede llevar todos –el tono malhumorado de Augusto ya se había convertido en uno de hastío. La vecina salió a su encuentro, tanto por su vocación de cristiana, como para aprovechar las circunstancias y conseguir una vajilla gratuita. Llamó varias veces, pero nadie respondió. Asustada, se atrevió a entrar en la casa. Cuando llegó al patio vecino, ya Augusto amarraba una soga a la viga. Ella lo observó detenidamente, su delgado cuerpo delataba el hambre; detuvo sus ojos en la barba oscura y descuidada para luego dar con el semblante escabroso del que planea su propia muerte. –Vine por los platos –susurró en un gesto compasible. El tono en su voz infló aquellas palabras de otros significados. Él la escuchó, pero antes de voltear a verla acabó de hacer un tercer nudo a la soga. La vio observándolo tímidamente. Era la primera vez que la veía. Su piel pálida se confundía con la seda blanca de su bata. La luz tras ella revelaba una silueta seductiva. Los rizos rojos de su melena caían sobre sus hombros, parecían llamas de fuego quemándolo todo. Su mirada verde, reflejaba una pureza que casi lo obligó a bajar la vista. Cuando al fin se decidió a hablarle, notó que su piel podía ponerse más lívida, se sorprendió del color casi traslúcido que obtenía la mujer. Los ojos verdes parecían volvérseles tornasoles; fue entonces cuando se desplomó. Él corrió hasta ella. Acercó el oído hasta su pecho, y aún corroborando el latido de su corazón permaneció algún tiempo en la complacencia de sus firmes y mullidos senos. Acercó la nariz a su cuello y descubrió un olor a azucenas que tentó su boca a saborear la dócil piel. Miró la soga guindando desde la viga y en ausencia de la licuadora sustituyó su último deseo: haría el amor antes de morir. Aquello no podía llamarse violación. No hubo objeción de la otra parte. Las caricias tiernas, los besos sumisos que le obsequiaba Augusto a su vecina no comparaban con el acto nefasto del que invade con violencia un cuerpo. Además, pese a todo, aquel cuerpo respondía, los senos se endurecían, la respiración se aceleraba, no hubo dificultad para el huésped. Más bien una reacción cooperativa y húmeda que daba la bienvenida. Él acabó con la impresión de que ella también había terminado. Le acomodó la bata, abotonó su pecho y esperó paciente a su lado. No iba a suicidarse hasta que ella despertara, no era de buena educación abandonar una dama en esas circunstancias (no luego de hacer el amor). Minutos después ella despertó. La naturalidad en sus ademanes hizo que Augusto, a falta de comprensión, permaneciera en silencio. –Narcolepsia, me quedo dormida donde sea, pero en las noches me cuesta conseguir el sueño profundo. Reposo, pero no consigo dormir –dijo borrando la expresión incomprensiva de Augusto, con el tono orgulloso de los cristianos que aprenden a cargar su cruz–. ¿Por cuánto tiempo me quedé dormida? –Lo suficiente –sonrió mirándola con ternura–. ¿Cómo te llamas? –Lucía –contestó con la sensación de haberse perdido algo importante–. Me siento liviana. –Yo me siento igual –dijo tranquilamente y muy satisfecho–. ¿Hace cuanto padeces la Nalosepia esa? –Narcolepsia –lo corrigió simpática mientras le contaba su historia. Lucía había ingresado en un convento, hacía muchos años. Los padres la habían enviado desde niña creyendo que su condición estaba relacionada con alguna posesión satánica. Allí nació su vocación de ser monja. A la edad de veintiséis años ya había hecho los votos. Al principio todos le admiraban por su lucha incansable contra el desorden del sueño. Pero según pasaba el tiempo Lucía se convirtió en la embajadora del desorden. Se ausentaba a misa con frecuencia, para luego ser descubierta tirada en algún pasillo. Cuando le tocaba cocinar, destrozaba los platos y en más de una ocasión fue salvada de los incendios que ella misma provocaba. Pero la intolerancia de la madre superiora, estalló al ver cómo Lucía se desmoronó y rodó escaleras abajo llevándose tres hermanas consigo. Al despertar se topó con que una de las hermanas (la más gorda) estaba en coma, la más flaca había fallecido (no tanto a causa de la caída, como por el impacto de la que ahora estaba en coma) y la tercera aparentemente no se había hecho daño significante, desde entonces se le veía algo desbalanceada y poco tiempo después solo se le escuchaba rezar en latín. Fue por eso que la expulsaron, más que por desordenada, por preservar la seguridad del convento. Desde entonces vivía apartada del mundo, ocupada en las tareas del hogar y durmiendo esporádicamente.
Augusto, al escuchar la historia, comprendió los extraños ruidos que generaba su vecina. La ironía de la vida se revelaba ante sus ojos. Él, que tanto deseaba pegar ojo, era sorprendido por una mujer que donde quiera disfrutaba de una buena siesta diurna. –Por eso venía a pedirme los platos –aportaba admirado–. No se preocupe, yo le daré todos los platos que necesite, pero hoy llévese sólo uno, si rompe éste regrese por otro. Augusto fue sorprendido hablando de otro día. Esa noche, con la ayuda del güisqui y otros misterios, ambos olvidaron la soga que colgaba desde la viga del techo y durmieron profundamente. Desde entonces, Lucía rompe el último plato de la vajilla cada noche y Augusto sonríe entusiasmado al escuchar los estruendos de su vecina.
Christian MarreroChristian Marrero nació en la ciudad de Bayamón de Puerto Rico el 20 de julio de 1983. Culminó estudios de bachillerato en mercadeo en la Universidad Metropolitana Ana G. Méndez, en 2010 ingresó a la Universidad del Sagrado Corazón para estudiar maestría en Creación Literaria. Actualmente realiza su tesis, mientras se desempeña laboralmente como gerente de ventas. Sueña con algún día publicar sus escritos y poder vivir del cuento.