Revista Cultura y Ocio

El vacío que penetra todos los seres

Publicado el 24 febrero 2013 por Javiermoreno
Os dejo un fragmento de 2020:
  La perfección es una línea recta. La excelencia, la autoexigencia, ambas forman parte de la voluntad de que la potencia devenga acto. La grasa es la potencia del cuerpo, materia que abastece el movimiento, fuerza revolucionaria sin líder ni programa. ‘Busco la perfección’ quiere decir soy solo acto, posibilidad acabada. La perfección es posicionamiento del hueso, prominencia del pómulo,  miembros descarnados, piel tumefacta. La perfección es el imperio de la talla cero. Gowan, sentado en la cama del hotel (distinto del de ayer y del de mañana), mira en la pantalla de su iPhone fotos de su hija. Josefina aparece delgada, terriblemente bella. Sus ojos, los de Josefina, tienen una cualidad herbívora, la de alguien acostumbrado a vivir tras un cristal blindado, como si el fotógrafo formara parte del paisaje y el mundo constituyese la pantalla plana de un videojuego parcheado donde nada ni nadie pudiera hacernos daño. Es la mirada de alguien que no tiene conciencia de su mortalidad. Gowan pasa las imágenes. Josefina aparece en la misma posición, de pie, vistiendo siempre unas mallas ajustadas que contrastan con el fondo blanco de la pared. La sucesión de imágenes muestra un paulatino distanciamiento de las caras internas de sus muslos, como si el objetivo final de aquella metamorfosis fuese la constitución anatómica de una muchacha preadolescente. Las perfecciones se encuentran en un solo punto. Gowan intenta averiguar cuál es ese punto. Hace un repaso somero del pasado sin lograr encontrarlo. No fue el momento del parto, no fue ninguno de los regalos, ningún beso. No fue su primer ingreso hospitalario. Sospecha que ese punto debe de estar aguardando en el futuro o que es un punto minúsculo, escondido en una de las infinitas capas del pasado. Daría lo que fuera por recuperarlo, por encontrar ese momento privilegiado: una sonrisa, una mirada, un aleteo del párpado. El encuentro de Gowan y Josefina. Le gustaría encontrar en su carpeta de imágenes una fotografía que ilustrase precisamente esa frase. Pero ve solo un cuerpo cada vez más delgado, ahora oculto bajo la tela del vestido que asciende sin sinuosidades hasta el cuello. La perfección, qué duda cabe, es una línea recta.
Siente una punzada en su vientre.
El cuerpo es una casa para huéspedes que peregrinaron durante millones de años antes de encontrar ese refugio hecho de oscuridad y silencio. A ninguno de ellos se le ocurriría salir  a la intemperie de donde proceden. Si alguno abandonara su lugar, entonces todo se resentiría. Significaría el fin de un precario equilibrio. El cuerpo es una intimidad y un secreto compartido, el de la atroz violencia y hostilidad del afuera al que alguna vez pertenecieron sus inquilinos. Toda señal lanzada al exterior es un síntoma, una traición a la comunidad silente que encuentra en él cobijo. Uno debería morir sin saber de la existencia de su hígado salvo por los manuales de anatomía, sin conocer nada de su estómago si exceptuamos el apremio del hambre. Un hueso debería ser un misterio impenetrable. Sería más fácil visitar Marte que la glándula pineal.  Gowan se encoge sobre la cama, como si buscase protegerse de una agresión externa, cuando en realidad el dolor viene de adentro. Sabe que su dolor es la vanguardia que anuncia un periodo definitivo de decadencia. Hay una parte en su interior que no le pertenece, que merece otro nombre distinto del suyo, y lo reclama. Siente que su cuerpo se rinde a un designio poético que consiste en la falta de identidad de todo ser consigo mismo, en la necesidad de que el exterior penetre la intimidad de todo lo que se cree cerrado y completo. Es algo que merece la pena explorar. Lo imagina como algo que se desenvuelve en el mundo, dotado de su propia geometría, obediente a protocolos desconocidos, moralmente irreprochable, que crece de acuerdo a un ímpetu  cifrado en una leve modificación de su código genético; un envío transmitido de generación en generación a través de los siglos para recordarle que la biología está por encima del carácter y del deseo.
Gowan se ha levantado de la cama para entrar en el baño. Toma de su neceser un pequeño frasco y se mete un par de pastillas en la boca. Mira su reflejo en el espejo. Los espejos de los baños de hotel incorporan pequeñas variantes de uno mismo. Uno no puede saber quién es si no se ha visto reflejado antes en todos los espejos de todas las habitaciones de hotel del mundo. Gowan ve en el espejo a un animal que exhibe con orgullo su herida. Luego, vacilante, regresa a la habitación. Pegado a la ventana echa un vistazo hacia el exterior. Contempla las estelas luminosas que los faros de los coches dejan en la oscuridad. A esta hora el tráfico es poco intenso.  Deja que su mente se acune en la monotonía del trazado rectilíneo de las luces. Al otro lado de la carretera se extiende la oscuridad de un descampado. Ve algo. Una presencia que solo aparece bajo la intermitencia de las luces de los automóviles. Gowan debe esperar a veces unos cuantos segundos para poder atisbar fugazmente la figura que se adivina en medio del descampado. Diría que se trata de una muchacha. Parece agitar algo sobre la cabeza. Un plástico o cualquier otra superficie que refleja la luz de los coches. Está bailando. Gowan piensa en  luciérnagas. En el misterio de su desaparición. Contempla su danza apenas un segundo. Cree que baila sola. No sabe que hay un espectador que asiste extasiado a su movimiento, por otra parte inexplicable. Desearía que un potente foco iluminase la escena. Pero debe resignarse al fogonazo de las luces de cruce que recortan y congelan la imagen durante un instante para devolverla de nuevo al olvido. Esa muchacha le parece una nota de color en un cosmos cuyos objetos posan para un bodegón inacabable. Era un accidente, aquella muchacha. Lo mismo que él. Tiene que luchar contra el deseo de salir de la habitación para acudir a su encuentro. Dos accidentes que se reúnen, dos fuerzas de la naturaleza. Un sol abrasador y una luciérnaga. Acabaría con ella. Se promete a sí mismo hacer investigaciones, comprar ese pedazo de terreno al precio que sea. Desea que ese pedazo de tierra asociado al recuerdo de la muchacha y de esa noche fluya  a través de los mercados, sentir la satisfacción de ver crecer su valor en una inversión del proceso del olvido. No le interesaba el dinero. Su actitud había sido siempre la de un artista. La pintura seguía siendo demasiado material. La pintura pertenecía al pasado. Sus adquisiciones carecían de valor real, eran chatarra, edificios y lugares en los que hubiese debido sentirse feliz, objetos supuestamente ligados a una intimidad que nunca disfrutó. Solo sentía algo al venderlos, al saber que alguien pagaba por ellos, tanto más fuerte el sentimiento cuanto mayor fuese esa cantidad. Era, suponía, un sentimiento opuesto a la melancolía de los poetas. Era la euforia de proyectar el pasado hacia el futuro. La redención de lo no vivido a través de un mesianismo financiero.
Cuando el pensamiento de Gowan se agota ya no queda nada de la sensación de triunfo sobre el malestar. Sin quitarse las botas se tumba sobre la cama, cierra los ojos y rastrea el dolor como una presa olfatea en busca de su enemigo. La medicación ha conseguido alejarlo temporalmente de la conciencia. Lo intuye agazapado, camuflado entre sus vísceras, un tirano que volverá más pronto que tarde a disputarle el dominio sobre su cuerpo.   El vacío que penetra todos los seres  

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