Revista Cultura y Ocio
Las campanas de la iglesia tocan las siete y media. Me gustaría ser capaz de transmitir en palabras la cadencia que marca las y media que es diferente de las en punto, del toque a muerto y de la llamada a misa. Es una sabiduría adquirida hace más de treinta años que a mis hijas y a mis sobrinos les fascina: ¿cómo sabes qué dicen las campanas? No recuerdo escucharlas cuando yo tenía seis o siete años y pasábamos los veranos en casa de mis abuelos, en La Rosaleda. Quizás allí no se escuchen. Los Molinos tiene un término municipal pequeño, el más pequeño de este valle. Las malas lenguas dicen que en una mítica reunión para decidir los términos municipales de los pueblos de la zona, los representantes molineros aparecieron en un estado de intoxicación alcohólica incompatible con el correcto desempeño de su tarea como próceres municipales y Los Molinos acabó teniendo un término municipal "recogido y acogedor". Sea por esta razón o por la configuración del valle, hay sonidos muy presentes en unas zonas que son imperceptibles en otras.
¿A qué sonaba La Rosaleda en verano? No recuerdo las campanas, no las necesitaba para marcar las horas porque tenía otra serie de sonidos que marcaban mi día. La Rosaleda sonaba a vasos duralex, al chirrido de la puerta verde de la bodega que me daba miedo abrir porque en su interior vivían (y viven) las arañas más enormes a este lado del Atlántico. Sonaba a la goma de la nevera antigua en la que guardábamos los botellines de mi abuelo para que estuvieran congelados, sonaba a ruedines de bici dando vueltas al jardín, a los goznes de la gran puerta verde del jardín y al roce de la puerta de la cocina al chocar con las baldosas del suelo. La Rosaleda y su rutina sonaba al crujir de las páginas del Ya de mi abuelo, y a las cartas sobre el tapete verde durante las partidas de canasta que mi abuela organizaba casi cada tarde. Los veranos de La Rosaleda sonaban al silencio desesperante de la hora de la siesta, el silencio que nos obligaban a mantener y que parecía ralentizar el paso del tiempo, hacer que las horas duraran ciento veinte minutos.
Acaban de dar las ocho. Esta casa suena distinto. El verano aquí suena a cortacésped, a vecinos con cero gusto musical, a aspersores a las siete y media de la mañana y a las doce de la noche. Suena a cortinas al viento y al chirrido del columpio de echar la siesta. Esta casa suena a pinocha en el suelo y al crujido que hacen las piñas en las ramas, un par de segundos antes de desgajarse del árbol y desplomarse sobre tu cabeza si no andas atento. Suena a niños corriendo y a perros ladrando. Suena al timbre ridículo al que solo llaman los desconocidos y al balón de fútbol pateado hora tras hora. Suena también a carreras y a escalones. A chapuzones. Por las noches, en julio suena a los campamentos de verano que se celebran en la ladera de la montaña y, por las tardes, al hombre que practica con la dulzaina. Suena también a burros rebuznando y a cabras. A veces, a caballos al paso.
Las campanas tocan las ocho y media.
Escucho a los pájaros. No recuerdo escucharlos cuando tenía seis o siete años pero como cada tarde, sé y siento que es exactamente igual que cuando tenía seis años. Lo llevo dentro. Los pájaros son mi magdalena.