(JUAN JESÚS DE CÓZAR).- Decía la escritora Flannery O’Connor (1925-64) que nuestra época se caracteriza por un aumento de la sensibilidad y una pérdida de la visión. Esta afirmación, cada vez más evidente en buena parte del cine actual, no puede aplicarse a Hayao Miyazaki (Tokio, 1941), un genio de la animación cuya visión ha ido creciendo con el tiempo.
Su última película –multipremiada y nominada al Oscar– es una maravilla de amor y de ensueño. Se estrenó en España hace dos semanas. El título elegido, El viento se levanta, hace alusión a unos versos de Paul Valéry: “Le vent se lève!... Il faut tenter de vivre!” (¡El viento se levanta!... ¡Es necesario intentar vivir!). Pero, sobre todo, responde a la pasión de Miyazaki por volar, por los aviones y por todo lo que mece el viento; algo comprensible siendo hijo de un fabricante de timones de cola para aviones de guerra.
En esta ocasión, Miyazaki se ha alejado de su deslumbrante cine de fantasía, lleno de simbolismos y originales logros visuales (basta recordar El viaje de Chihiro, que obtuvo el Oscar en 2002), para contarnos una historia realista dirigida a jóvenes y a adultos. Con un intencionado clasicismo, Miyazaki adapta libremente una novela corta de Tatsuo Hori en torno a la figura de Jirô Horikoshi (1903-1982), ingeniero aeronáutico nipón que diseñó el tristemente célebre avión de combate Mitsubishi A6M Zero, que fue usado en el bombardeo de Pearl Harbor.
Jirô es un joven apasionado por la aviación, ferviente admirador del ingeniero aeronáutico italiano Gianni Caproni (1886-1957), y cuyo sueño –a pesar de su miopía– es fabricar aviones hermosos que rasguen el cielo. A partir de aquí, Miyazaki hace su propia lectura de la historia de Japón, desde los primeros años de la década de 1920 hasta los inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, siempre desde la perspectiva de Jirô. Ciertamente, pasa de puntillas por el conflicto bélico –algo que no ha sentado bien en Japón– y centra el relato en dos aspectos concretos: la excelencia de la labor profesional de Horikoshi y la bellísima historia de amor que vive con Nahoko.
Técnicamente, el film es impresionante. Los colores, los fondos, los paisajes, los movimientos, la ambientación… Las imágenes tienen tal riqueza que al espectador le resulta imposible abarcar tanto con la mirada. Desde luego, ayuda mucho –como en sus anteriores filmes– la preciosa banda sonora de Joe Hisaishi: otro genio. Los personajes de Jirô y Nahoko están diseñados con una ternura exquisita, y su desbordante romanticismo remite a directores como Sirk, Borzage o Lean. Sus relaciones durante el noviazgo y en el matrimonio son de lo mejor que he visto en el cine en los últimos años, junto con las de “Up” (2009). La sutileza de la escena de la noche de bodas es antológica.
Algunos críticos han calificado esta película de “obra inferior”, opinión que no comparto en absoluto. Personalmente, pienso que Miyazaki se ha convertido en un sabio y El viento se levanta lo confirma. No con esa sabiduría del que acumula sólo conocimientos –“primero es la inspiración; la técnica viene después”, le dice Caproni a Jirô en una escena del film–, sino con esa sabiduría profunda capaz de ver dentro de la persona: sus ilusiones, sus sueños, su fragilidad y su grandeza. Miyazaki ha cultivado una mirada libre de obsesiones y prejuicios, que le permite proponernos la construcción de un mundo pacífico y lleno de belleza; y una visión positiva de la realidad, sin renunciar a un noble idealismo.
La película incluye muchos temas llenos de interés, que desbordan esta breve reseña: las relaciones familiares, la amistad, la generosidad... La última escena de la película me produjo un nudo en la garganta y unas cuantas lágrimas. Gracias a Dios, la sala se mantenía a oscuras y pude sorberlas mientras aparecían los títulos de crédito, a la vez que sonaba una hermosa canción japonesa subtitulada en castellano, que hablaba… ¿De qué iba a hablar? Del cielo, naturalmente.