Revista Arte
“Auschwitz empieza dondequiera que alguien mira un matadero y piensa: son sólo animales”. Theodor Adorno
No estamos solos en el Universo. Lo descubrí el sábado por la mañana, cuando vi a Glc, recién llegado de su remota galaxia, mirándome absorto desde el otro lado de la ventana. Me contemplaba con la más honda perplejidad, casi desprendido de su yo, sea cual fuere. Animado por mi sonrisa, sonrió también él y entró tranquilamente a través de la ventana. Su cara diáfana y su aspecto de niño resplandecían en el aire luminoso de la sala. Para acostumbrarme a su nombre tuve que repetirlo varias veces: Glc, Glc, Glc. Sonaba como un goteo o como pasos dados con galochas succionadas por un barro muy blando (creo que ya nadie usa galochas). Se parece a Mariano, mi hijo del medio, cuando tenía diez u once años. Recién llegado al mundo, a este mundo, Glc se extasió frente a la mesa, los almohadones, los libros, el jarrón azul. No se cansaba de admirar y tocar todos los objetos mientras sus ojos revelaban el encantamiento de los sueños realizados. Hasta la aparición de Glc, yo había estado solo, irremediablemente solo, dispuesto a atravesar lastimosamente el desierto fin de semana, con el lunes y mi jornada de trabajo todavía muy lejanos. Aunque sólo fuera una brizna de Vía Láctea, Glc era una compañía, de modo que me porté como un complaciente y cordial anfitrión. Respondí a todas sus preguntas y lo llevé de paseo por el centro, Recoleta y Puerto Madero. Mi rol, después de todo, era placentero y nada común: la oportunidad de mostrar el planeta a un extranjero no se presenta a menudo. Pronto comprendí que Glc era un ser de extraordinaria sensibilidad, y que le encantaba todo lo que veía: árboles, autos, carteles, bares y comercios. Todo le resultaba deslumbrante, pero nada lo atraía tanto como los seres vivos: la gente, los pájaros, las moscas, los perros y gatos. Una caravana de hormigas dedicadas al acarreo de hojas lo sumió en un arrobamiento tan completo que daba gusto verlo. La escena se repitió más adelante, frente al papagayo encaramado en el hombro de un vendedor callejero. Glc se quedó prendado de los vivos tonos verdes y azules del plumaje, el pico corvo, los ojos negros y brillantes y los veloces movimientos de cabeza del pajarraco. Lo examinó durante un largo rato desde su corta estatura, fascinado, sin hacer ningún gesto. Me pareció que el papagayo se sentía muy a gusto frente a él, aunque es posible que fuera así con todo el mundo. Después del papagayo, lo llevé al sitio donde los porteños llevamos a todos los visitantes extranjeros: un restaurante criollo, con su ternera embalsamada en la puerta y el asador a leña en la vidriera, rodeado por un tentador círculo de chivitos, pollos y costillares crucificados. En ese momento empezaron los problemas. Glc se plantó frente al animal embalsamado y lo estudió con la misma concentración que al papagayo, pero esta vez su expresión era distinta. Parecía hondamente preocupado. Mal parada, vagamente patética, la ternera no tenía mucho que agradecer al taxidermista. Glc extendió la mano hacia la pata delantera, la detuvo un momento a diez centímetros de la piel y la retiró sin tocarla. Volviendo la cabeza, me dirigió una mirada interrogante, en la que brillaban matices de alarma y desconfianza. –Vamos, Glc; es sólo una ternera embalsamada, dije con una sonrisa, y lo tomé de la mano para entrar al restaurante. –¿Embalsamada? ¿Qué es eso? Comencé una alegre explicación mientras nos sentábamos en una mesa próxima al asador. El olorcito era tan irresistible como siempre, de modo que pasé rápidamente de la taxidermia a nuestro pedido. ¿Qué comeríamos? ¿Pollo o chivito? ¿O un trozo de ternera, como esa que estaba de guardia en la entrada? Glc siguió mi ademán que señalaba los asadores, posó su mirada incrédula sobre las carnes que se doraban, gritó, lo sacudió una repentina convulsión y su cabeza cayó sobre el plato vacío. Después de pagar el agua mineral más cara de mi vida, salí del restaurante tan hambriento como al entrar, arrastrando a un Glc que parecía presa de un brote persecutorio, y seguido por miradas de reconvención y sospecha. Hasta tuve la sensación de que la estúpida ternera embalsamada esbozaba una fugaz sonrisita. Me sentía como un padre avergonzado e inquieto ante la extraña conducta de su hijo. Mientras caminábamos un rato sin decir palabra, lo miré varias veces de reojo. Seguía ensombrecido, como ensimismado en un horror indescifrable. –¿Se puede saber qué te pasa, Glc? ¿Por qué no quisiste comer? Silencio lastimado y espeso. –¿Me podés decir qué te hice? Después de otro largo y recargado silencio, siempre grave pero un poco más calmo, Glc me miró como se mira a un criminal compulsivo e incurable y preguntó: –¿Todos ustedes los comen? ¿Cómo los matan? Entonces empecé a comprender. Procurando ser comprensivo y didáctico, le expliqué que matamos para alimentarnos, obligados por la necesidad de subsistir, tal como lo hace el tigre que mata a la gacela, el pez grande que se come al pez chico o los pájaros que devoran gusanos e insectos. Le dije que la naturaleza tiene leyes terribles pero necesarias y que el supremo mandato moral es el cuidado de la propia vida. Glc me escuchaba como si estuviera tratando de venderle un remedio contra la calvicie. No quería frases; quería informaciones precisas, cifras y procedimientos. Tuve que seguirle la corriente: como introducción, diserté sobre nuestra necesidad de consumir proteínas. Luego le tracé un panorama general de todo el circuito: barcos pesqueros, criaderos, mataderos, frigoríficos y centros de comercialización. También señalé detalles curiosos: una religión prohíbe el consumo de cerdos, otra protege a las vacas; nuestra cultura rechaza el consumo de perros y gatos, pero en algunas regiones del mundo los saborean hasta el último huesito, así como en otros lugares se mastican y degluten monos, gusanos y hormigas. Como remate, tuve la desdichada inspiración de ilustrarlo con una visita a la carnicería, para que apreciara los higiénicos cortes de carnes rojas y blancas, provocativamente expuestas en mármoles y ganchos. Esta vez Glc no se desmayó, pero sus vómitos provocaron un bochornoso revuelo en el local. Un rato después nos instalamos en un bar, a distancia prudente del robusto carnicero, frente a dos tazas de café con leche y unas medialunas que mastiqué con desgano. Más tranquilo, pero tan implacable como un supremo juez del universo, Glc expuso sus conclusiones sobre el género humano. Nos ve, sin más vueltas, como una siniestra raza devoradora, cuya principal ocupación es organizar el crimen a escala universal. Desde su punto de vista, millones de individuos vivos y sensibles, de las especies más diversas, vacas, peces, pollos, cerdos, ballenas, patos, cebúes, ranas, caracoles, cocodrilos, calamares, pulpos serpientes, ciervos, gansos, tortugas, erizos, caballos y otra incontable serie de bichos son asesinados, despellejados, descuartizados, devorados y digeridos por una raza maldita que domina y asola al planeta: nosotros, los humanos. Sólo se salvaron los dinosauros, gracias a su prudente retirada, algunos millones de antes de nuestra aparición. Mientras lo escuchaba, comprendí que el azar me había otorgado el papel de defensor de la especie frente a un infinito tribunal cósmico, representado por ese ser hipersensible con apariencia de niño, quien, por cierto, razonaba como un niño. Sus emotivos arranques me hicieron caer, por un momento, en un breve bache sentimental. Imágenes que creía olvidadas volvieron desde el fondo de mi infancia. Mis hijos llorando desconsoladamente, en la fantasmal luminosidad del cine, cuando muere la madre de Bambi. El desgarramiento que sentí cuando vi al gran conejo blanco, tierno y amigable, que mi padre había traído a casa, desollado sobre una fuente poco antes de la cena de Navidad. El vacío inconsolable que me produjo la muerte de Sultán, aplastado por un automóvil… Pero enseguida me sobrepuse al bajón infantilista y me preparé, como un sagaz abogado espacial, para rebatir las absurdas opiniones de Glc. No era un caso fácil; el muy pérfido se empecinaba en aferrarse a su horror y su rechazo absoluto de cualquier atentado contra cualquier expresión de la vida. Al parecer, en su estúpido mundo a nadie se le ocurre atentar contra ninguna clase de ser vivo, sin importar cuántas patas, alas, plumas o escamas tenga el bicho en cuestión. De nada valieron mis argumentos, las apelaciones al sentido común, a las leyes de la naturaleza o al imperativo de vivir. De nada me sirvió repetir una y otra vez que “así es la vida”. Glc iba a retornar a su remoto mundo para pintarnos, a usted, a mí, a toda la humanidad, como una especie maldita de criminales sistemáticos, los exterminadores de todo lo que respira, los nazis del universo. Demás está decir que no podía permitirlo. Para evitar esa monstruosa difamación, tuve que estrangular a Glc y dejar su cuerpo en la plaza San Martín, debajo de unos matorrales.
Casi no se resistió; fue tan sencillo como retorcerle el cogote a una gallina. No diré que no me dolió, pero ahora puedo decir con orgullo que la suprema dignidad de la persona humana está a salvo.