Revista Arte

Elegía de la interrupción

Por Felipe Santos

Elegía de la interrupción

Der Rosenkavalier, de Richard Strauss
Anne Schwanewilms, Joyce DiDonato, Ofelia Sala, Franz Hawlata, Laurent Naouri, Ingrid Kaiserfeld, Peter Bronder.
Nueva producción del Teatro Real sobre una producción del Festival de Salzburgo, Herbert Wernicke (dir. escena).
Coro y Orquesta Titular del Teatro Real, Jeffrey Tate y Jonas Alber (dir.)
Teatro Real, Madrid, 6.12.10 y 11.12.10
Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914, de Philipp Blom
Traducción de Daniel Najmías
Anagrama, 2010, 677 páginas.
 

¡Bum!

El canto de un tenor es interrumpido por una discusión entre un notario y su cliente sobre la mejor forma de arreglar unos papeles matrimoniales. Un viejo recurso teatral ideado por Hofmannsthal, al que puso música Strauss, parte por la mitad el primer acto de Der Rosenkavalier, una ópera que cumple cien años desde que se estrenó en Dresde el 26 de enero de 1911. La pista de los cambios culturales que cristalizaron en aquella primera década y media del siglo XX podemos seguirla hasta hoy.

El carpetazo en el suelo unas veces, el manotazo en la mesa en otras, trunca una vieja canción sobre el ideal romántico del amor (ver a partir del minuto 6:00, aproximadamente).

―“A modo de una donación inter vivos o tal vez…”

―“Mas fui vencido en un instante/por dos miradas galantes/¡Ay que poco resiste un corazón de hielo/a una flecha de fuego!”.

―“¡Como prestación matrimonial!”.

Maria Teresa, la Mariscala, decide echar a todos de la antesala de su dormitorio, que se ha llenado en un abrir y cerrar de ojos de camareras, mayordomos, cotillas, cocineros, un cantante de ópera en busca de apadrinamiento y un viejo primo, el barón Ochs, que está a punto de salvar de la ruina su título mediante el casamiento concertado con Sophie, la hija de un nuevo rico que ansía, como sea, la posesión de un título nobiliario.

Elegía de la interrupción
Hugo von Hofmannsthal, en 1910

Aquella situación reflejaba algo bastante común entre la aristocracia centroeuropea de entonces. La importación de productos agrícolas, merced a los adelantos que se produjeron en los medios de transporte ―que permitían enviar mercancías cada vez más lejos a un menor coste― terminó por hacer entrar en bancarrota las pequeñas explotaciones agrícolas de aquellos terratenientes. Sin ingresos suficientes, el simple hecho de heredar, con los impuestos que se pagaban, convertía la muerte del pater familias en una espada de Damocles para el resto de la familia. El título nobiliario se convirtió hacia 1900 en algo paradójico. “Da posición e impide mantenerla”, dice Lady Bracknell en La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde. Emparentar con las nuevas fortunas burguesas se convirtió en el afán de los aristócratas de entonces, preparados para la gran transacción que suponía intercambiar la alta alcurnia por dinero. El choque cultural entre esos dos mundos alimentó la literatura de ese periodo, con historias como Alteza Real, de Thomas Mann, una divertida novela sobre el compromiso de un príncipe alemán con una rica heredera norteamericana.

En el fondo, aquel gesto no se podía hacer sin una cierta resistencia al signo de los tiempos, la eclosión definitiva de una nueva clase social, la burguesa, a través de un sistema, el capitalista, que conllevó el surgimiento de las clases medias y la sociedad de consumo. Los primeros grandes almacenes de la historia abrieron sus puertas en las grandes ciudades occidentales en aquellos primeros años del siglo. En el terreno cultural apareció un nuevo arte eminentemente urbano, que se consagró como el gran entretenimiento de esas nuevas clases: el cine.

La mezcla del canto romántico con los tejemanejes de la boda ilustra como ningún otro en Der Rosenkavalier ese momento en que lo material impregna el aura de lo inmaterial, la modernidad invade el tiempo y termina por fragmentarlo, hasta el punto de que nuestro tiempo se caracteriza hoy por un vivir plagado de interrupciones encadenadas. El siglo irrumpe en 1900 de manera tan zafia como Ochs lo hace en la antecámara de su prima María Teresa cada vez que se representa esta ópera. Esta abrupta entrada termina de yugular la noche de amor entre la Mariscala y Octavian, su joven amante.

¡Bum!

Hugo von Hoffmannsthal encontró en aquella historia la manera de cambiar el registro impuesto tras su primera colaboración con Strauss. La ópera Elektra constituyó un nuevo aldabonazo en la sensibilidad de la época, en busca de nuevos medios de expresión ante una modernidad que iba cambiando todo cuanto tocaba. “El carácter de nuestra época ―escribió en 1905― está regido por la multiplicidad y la indeterminación. Sólo puede apoyarse sobre Das Gleitende (lo resbaladizo)”. Un cierto irracionalismo que paradójicamente venía de los cambios de la ciencia, como la aparición de la segunda ley de la termodinámica y la física cuántica de Max Planck. “Todo se ha roto en múltiples pedazos ―dice Hoffmannsthal― y estos pedazos han vuelto a romperse en más pedazos, de manera que ya no queda nada susceptible de abarcarse mediante conceptos”. Un caos que el arte debía tratar de explicar y contrarrestar.

Der Rosenkavalier no quería ser más que el intento de dos creadores deseosos de probarse a sí mismos y ser capaces de hacer otra gran ópera en un registro situado en las antípodas: la comedia. Pero lo que resulta es una bufonada flanqueada por un gigantesco drama interior, una tragedia que la Mariscala es la única que parece advertirla. Todo el castillo de naipes de su mundo, que parecía hecho de gruesa piedra, en realizad amenazaba ruina en aquella Viena finisecular, atrapada entre una mentira deliciosa y una realidad decepcionante.

“Mi querido Hipólito ―dice la Mariscala mientras se mira en un pequeño espejo, justo después de que Ochs guillotinara el romanticismo de aquella canción― hoy habéis hecho de mí una mujer vieja”.

Elegía de la interrupción
La Mariscala (Anne Schwanewilms) en el Acto I. Foto: Javier del Real.

En la imagen que devuelve ese espejo está inspirada la puesta en escena de Herbert Wernicke que estrenó en Salzburgo hace una década y llegó a Madrid el pasado mes de diciembre. Todas las escenas transcurren entre el movimiento y el reflejo de grandes espejos que delimitan la acción de los personajes. Todo el conjunto tiene un gran efecto, pero la iluminación sin matices que se proyecta sobre el escenario le dota de cierto artificio, casi como ese lujo hecho a base de espejos de cualquier hotel con pretensiones. Este gigantesco simbolismo hace que la intensidad emocional se confíe al trabajo actoral de los cantantes.

Joyce di Donato, Ofelia Sala y Franz Hawlata respondieron a esa exigencia, aunque éste último la hiciera prevalecer sobre un canto descuidado. No hay duda de que la soprano Anne Schwanewilms es vocalmente una Mariscala de gran altura, pero su frialdad en escena, en medio de un concepto como el de Wernicke, amenazaba con dejar en nada su enorme capacidad canora. Al final, se escurre entre los dedos la interpretación del conflicto interior en el monólogo que inicia tras mirarse en aquel diminuto espejo. “Cuando veo lo frágiles que son las cosas/tengo la impresión de que/no seremos capaces de retener nada/y de que nada podremos conseguir/Todo se nos escapa entre los dedos/Cualquier cosa se esfuma/Es como si todas las cosas/no fueran sino una nube o un sueño”.

Cuando evocamos aquella época, tendemos a circunscribir el punto de inflexión al inicio de la Primera Guerra Mundial. Pero lo cierto es que la nebulosa había empezado a inundarlo todo desde al menos diez años antes. A su estudio ha consagrado el historiador Philipp Blom su último libro, Años de vértigo (Anagrama, 2010), que estudia con perspectiva multidisciplinar el discurrir de aquella década inexacta. Es divertido comprobar cómo Estados Unidos empezó el siglo encontrando a duras penas un hueco en la Exposición Universal de París, y cómo Francia tuvo que compartir a regañadientes su hegemonía mundial con Londres y Berlín. La reacción ante aquellas amenazas se trufó de un proteccionismo político, cultural, en incluso racial, que terminarían catalizando los dos grandes enfrentamientos mundiales. “Alrededor de diciembre de 1910, la naturaleza humana cambió ―dijo Virginia Woolf a un grupo de estudiantes de Cambridge en 1923― no fue repentino ni tan claro (…) Todas las relaciones humanas cambiaron… las relaciones entre amos y sirvientes, entre maridos y esposas, entre padres e hijos. Y cuando las relaciones humanas cambian, se produce a la vez un cambio en la religión, en el comportamiento, en la política y la literatura”.

¡Bum!

El manotazo de Ochs hace saltar el tiempo en pedazos, hasta el punto de que todavía cien años después, el hombre moderno porfía por unirlos y dotarles de sentido. Unos golpes que hacen pedazos los árboles en El jardín de los cerezos (1903) de Anton Chéjov y marcan el destino en la Sexta Sinfonía (1906) de Gustav Mahler. Mientras el barón se adapta a las circunstancias y busca en su casamiento con Sophie la pervivencia de la casa Lerchenau, la Mariscala adoptará una actitud eminentemente habsbúrgica, aquella que en 1936 refirió Franz Werfel, para quien el austriaco de entonces “no quería aprovechar el tiempo para ganar dinero, sino ganar dinero para aprovechar el tiempo, porque en el tiempo de vida que se le concedía estaban los únicos bienes de su pobreza: ver, oír, oler, gustar, tocar, pensar y sentir y amar”. Esta “concepción precapitalista del dinero”, como dice Claudio Magris, terminará por despeñarse en los años en que se estrena Der Rosenkavalier.

Elegía de la interrupción

Con el bellísimo trío del tercer acto, María Teresa precipitará su propio fracaso, su caída; “adelgazará en todas direcciones”, como dirá Kafka de él mismo en aquellos años. Al igual que el Santo Bebedor de Joseph Roth, para evitar la hipertrofia del yo al que aboca la modernidad, terminará huyendo, física y psíquicamente, consciente o inconscientemente, ante el avance inexorable del Streben de Fausto, ese empeño por hacer y producir, que busca casi desde su comienzo un “haber hecho” ya, relegando al individuo a ser un mero principio ejecutor. Ahí, la mirada de la Mariscala de Hofmannsthal y Strauss se encuentra en el trayecto existente entre la Lady Peel de Sir Thomas Lawrence de 1827 y la Judith que pintará Gustav Klimt en 1901.

“El carácter de este nuevo lujo reside en que es banal ―decía por aquel tiempo el historiador francés George d’Avenel―. No nos quejemos demasiado, por favor; antes no había nada banal, sólo había miseria. No caigamos en la contradicción infantil, aunque común, consistente en saludar el desarrollo de la industria mientras deploramos los resultados del industrialismo”. Un siglo después la perspectiva del tiempo se ha fragmentado aún más. Si luego fue la radio, la televisión y el teléfono, hoy es la inmediatez del correo electrónico y el diálogo virtual de Twitter y Facebook. La imposibilidad de unir todos esos fragmentos obliga a una vida en suspensión fractal.

“Lo que gana seguidores es cultivar la más grande banalidad dentro de una atmósfera familiar” confesaba hace poco en su Twitter un conocido showman de la televisión. Parece como si las nuevas formas de comunicación, de conocimiento, no pudieran dispensarnos más que una forma superficial de hacer frente a la realidad. Un fenómeno que se comprueba con lástima cada día en las aulas universitarias. “Naturalmente, esto es lo descorazonador para los veteranos ilustrados ―escribe enorme tino el escritor y profesor universitario Rafael Argullol― quienes, tras los ojos ausentes de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría. Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de la posesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima anti-ilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor”.

¡Bum!

 
 


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