Texto publicado originalmente en Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2016.
Rostros y rastros de Sherlock Holmes en la pantalla
Nuevamente asoma por aquí Phillip Noyce, director australiano de corto alcance en cuya filmografía lo más estimable resulta ser Calma total, la primera aparición relevante de Nicole Kidman en el cine, la continuación de la saga del agente Jack Ryan (Juego de patriotas, Peligro inminente) con Harrison Ford sustituyendo a Alec Baldwin, y la adaptación del best-seller de Grahan Greene El americano impasible, destacando su tripleta de truños El santo, ya reseñada aquí, El coleccionista de huesos, que no tardará mucho, y esta Sliver (Acosada), una de las peores cintas norteamericanas de los noventa y probablemente la peor de 1993.
Nada peor, comercialmente hablando, que pretender exprimir una fórmula de éxito surgida por casualidad para intentar llenarse los bolsillos con toda la facilidad y el menor trabajo posible. Aprovechando el pelotazo que supuso Instinto básico, y a partir de una novela de Ira Levin, Noyce (sustituto de un Roman Polanski que salió por patas en cuanto se olió la tostada), el guionista Joe Eszterhas y la ínclita Sharon Stone se embarcaron en este bodrio insufrible de nuevo con la intriga y el erotismo como pilares de un argumento ridículo y tonto hasta lo risible, defecto sólo superado por el aburrimiento y la estupidez de unos diálogos escritos a oscuras: la atractiva Carly (Stone) es una mujer que acaba de dejar atrás un matrimonio infeliz, y, como está forrada, se muda a un lujoso edificio de una de las zonas más ricas de Nueva York (porque es Sharon Stone, no se a va ir a una ratonera de Queens…). Pero resulta que el edificio tiene tela marinera, porque en él se han sucedido una serie de extraños accidentes que han provocado unas cuantas muertes peliagudas. Aunque de momento no le ha tocado el turno a los dos vecinitos que el pibón se encuentra al llegar allí, Zeke (William Baldwin), presunto guaperas soltero y dispuesto a hacerle un boquete a Carly a la menor ocasión, y Jack (Tom Berenger), escritorzuelo de novelas de misterio que está obsesionado con lo que pasa por su casa.
Y para de contar. Así dicho, hasta puede tener su aquel, pero ni flowers. Empezando por el reparto, pésimamente escogido y de una calidad ínfima. Sharon Stone, cuyo coeficiente intelectual parece ser escandalosamente algo, no suele aplicarlo a la elección de sus personajes, y atesora una filmografía tan pobre como sonrojante. Aquí, desde luego, se lució, y la búsqueda del éxito derivó en ridículo, no ya sólo por un personaje que no hay por dónde cogerlo, sino porque su aporte interpretativo se limita a menear el pandero e insinuar la holgura de sus glándulas mamarias, dentro de un orden mínimo de ropa (porque en América lo erótico tiene que mantenerse dentro de los estrictos cánones de la hipocresía y la doble moral generales). Por otro lado, a los tíos no les va mucho mejor: si Tom Berenger es un actor plano con poco lugar para los matices, aunque más de una vez haya conseguido salirse de su percha, encontrándose aquí perdido y desesperado en una ambigüedad creada a martillazos, William Baldwin (y de paso toda su familia, saga en verdad nefasta para esto de la pantalla) bien podría haberse ganado la deportación, no ya sólo por el repulsivo careto facial y el peinado que le han puesto, sino porque es, sencillamente, de un patetismo que deja perplejo.
La dirección de Noyce, si la hay, esfumada entre la ambiciosa y “exótica” fotografía de tres directores distintos (Vilmos Zsigmond, Laszlo Kovacs y Michael A. Benson), está plagada de equivocaciones y elecciones erróneas, pero lo peor de todo es que esta presunta intriga montada sobre el fenómeno del voyeurismo ni intriga, ni seduce, ni provoca ningún bajo -ni básico- instinto. Quizá por el clima de continuos problemas que reinó en un rodaje en el que los protagonistas no podían ni verse, afectando por tanto a la química final entre ellos vista en pantalla, puede que por el horripilante montaje y un guión constantemente reescrito sobre la marcha, el caso es que la trama no hay por dónde cogerla, no tiene lógica, sentido ni aparente finalidad más allá de que la Stone presuma de glúteos y perder al espectador en el ya habitual juego de dobles intenciones a fin de mantener en secreto hasta el final la identidad del malo maloso. Aun a costa, eso sí, de que actores, director y guionista se pierdan igualmente y, cansados de dar vueltas de tuerca, no sepan cómo acabar de una vez.
Película que seguramente encantará a los adolescentes hormonados, la mezcla de suspense y continuos coitos no va más allá de un mal intento por sumarse a eso de los thrillers eróticos (que tanta morralla ha producido, como la saga Juegos salvajes, por ejemplo), sin que ningún aspecto técnico o artístico, ni siquiera los encantos anatómicos de la protagonista, puedan salvar el conjunto de una merecida quema.
Acusados: todos
Atenuantes: la banda sonora de Howard Shore no está mal
Agravantes: William Baldwin
Sentencia: culpables
Condena: Mandingo para todos menos para la Stone, que a esa le gustaría…


Siempre he supuesto que algunas estancias del Kremlin tendrán las paredes repletas de hoyos por los cabezazos que se habrán dado muchos mandatarios soviéticos y rusos maldiciendo a sus antecesores los zares por haber vendido Alaska a los Estados Unidos, con lo bien que les hubiera venido en la Guerra Fría, e incluso ahora.
Precisamente este hecho histórico, la compra de Alaska por los Estados Unidos al zar de todas las Rusias es el que sirve como marco para la historia que retrata esta gloriosa película de aventuras en el mar, dirigida en 1952 por el maestro Raoul Walsh, cineasta todoterreno hijo de irlandés y española, a todas luces combinación magnífica. Gregory Peck interpreta al capitán Jonathan Clark, “El hombre de Boston”, que con su goleta, La peregrina de Salem, vive navegando junto a su pendenciera tripulación entre el Mar de Bering (donde se dedican a la criminal actividad del asesinato indiscriminado de focas, todo hay que decirlo) y la ciudad de San Francisco. En uno de esos viajes a la ciudad conoce a Marina, una joven rusa que acompaña al séquito de una condesa que está de paso por la ciudad, y que en realidad es ella misma intentando ocultar su identidad. El preceptor que la acompaña vela porque llegue cuanto antes junto a la compañía de un altivo príncipe ruso que está enamorado de ella y hará todo lo posible por impedir su relación con el americano. Cuando Clark ponga en marcha su plan de comprar Alaska a Rusia, teniendo que vérselas con el príncipe no sólo en el terreno de la rivalidad amorosa, sino también diplomática, el enfrentamiento será inevitable.
Nos encontramos ante una película de aventuras sin pretensiones historicistas o intelectuales. Sólo cine para disfrutar de las imágenes y de la acción. Gregory Peck, en su línea correcta e inexpresiva, da vida al “bueno” de la película, apuesto, osado, atractivo, honrado y astuto, y el veterano John McIntire es su lugarteniente. Una jovencísima Ann Blyth como condesa, y sobre todo, el grandioso, enorme, gigante, maravilloso, fascinante Anthony Quinn como marinero competidor de Clark, astuto, bebedor, adulador, hipócrita, juerguista, voluble como el viento, pero en el fondo tan honrado o más que Clark cuando una alta ocasión lo merece, apodado “El portugués”, completan el reparto.
Peleas, mamporros, camaradería, romance, la foca amaestrada que es la mascota de la tripulación y que deambula a sus anchas por los hoteles y palacios, juergas de alcohol y música y un sentido del humor que suelta pinceladas de principio a fin, pero sobre todo las inolvidables escenas en el mar con la mítica carrera de veleros en la que “El hombre de Boston” y “El portugués” se lo juegan todo a cara o cruz, hacen que el visionado de esta película merezca la pena y que nos deje buena sensación, aunque el romanticismo blandorro que la impregna a ratos nos sonroje un poco por su simpleza e ingenuidad y que el trasfondo de todo sea la caza de animales para obtener su piel (afortunadamente, no hay escenas al respecto).
Estados Unidos, como buenos herederos y discípulos del Imperio Británico, hicieron acopio de todas sus artes filibusteras y piratas para, saltándose los preceptos de su propia Declaración de Derechos, forjarse un imperio colonial al estilo europeo que todavía hoy perdura. Tras la independencia obtenida de Gran Bretaña gracias a la ayuda militar de Francia y España, compraron a Napoleón en 1802 el gran territorio de Luisiana. En 1819 España vendió Florida a Estados Unidos por cuatro perras (claro, no había hoteles todavía ni la moda de Miami Vice). En 1848 decidieron que no comprarían nada a México, sino que lo robarían por la fuerza, y así, tras una guerra iniciada con débiles pretextos, arrebataron a México más de la mitad de su territorio: las actuales Texas, Nuevo México, Arizona, Nevada, California, Colorado, Utah, etc., etc. Fue en 1867 cuando adquirieron Alaska a Rusia, y en 1898 cuando arrebataron a España Puerto Rico, Cuba y Filipinas, abriendo así la expansión hacia el Pacífico que le ha llevado a dominar casi cada islote entre Hawai y Japón, llenándolo de bases aéreas y acabando con los pueblos autóctonos de la zona. Y todo ello, añadido al genocidio de los pueblos indígenas de Norteamérica que Estados Unidos promovió entre 1783 y 1902. Parece que el título de la cinta se refiera más a Usamérica que a Jonathan Clark.
La visión de Walsh no es en absoluto política ni histórica. Le interesa la acción y el romance, aunque el resultado sólo es plenamente aceptable en el primer caso, quedando la historia de amor reducida a unos clichés romanticones demasiado almirabarados y tópicos. Aun así, la película deja un buen rollo que perdura, y el gran beneficiado de ella es Anthony Quinn, que despliega su arte habitual como siempre, en verdadero estado de gracia. Sólo por verle a él, merece la pena ver El mundo en sus manos.
" />En uno de esos viajes a la ciudad conoce a Marina, una joven rusa que acompaña al séquito de una condesa que está de paso por la ciudad, y que en realidad es ella misma intentando ocultar su identidad. El preceptor que la acompaña vela porque llegue cuanto antes junto a la compañía de un altivo príncipe ruso que está enamorado de ella y hará todo lo posible por impedir su relación con el americano. Cuando Clark ponga en marcha su plan de comprar Alaska a Rusia, teniendo que vérselas con el príncipe no sólo en el terreno de la rivalidad amorosa, sino también diplomática, el enfrentamiento será inevitable.</p> <p>Nos encontramos ante una película de aventuras sin pretensiones historicistas o intelectuales. Sólo cine para disfrutar de las imágenes y de la acción. Gregory Peck, en su línea correcta e inexpresiva, da vida al “bueno” de la película, apuesto, osado, atractivo, honrado y astuto, y el veterano John McIntire es su lugarteniente. Una jovencísima Ann Blyth como condesa, y sobre todo, el grandioso, enorme, gigante, maravilloso, fascinante Anthony Quinn como marinero competidor de Clark, astuto, bebedor, adulador, hipócrita, juerguista, voluble como el viento, pero en el fondo tan honrado o más que Clark cuando una alta ocasión lo merece, apodado “El portugués”, completan el reparto.</p> <p>Peleas, mamporros, camaradería, romance, la foca amaestrada que es la mascota de la tripulación y que deambula a sus anchas por los hoteles y palacios, juergas de alcohol y música y un sentido del humor que suelta pinceladas de principio a fin, pero sobre todo las inolvidables escenas en el mar con la mítica carrera de veleros en la que “El hombre de Boston” y “El portugués” se lo juegan todo a cara o cruz, hacen que el visionado de esta película merezca la pena y que nos deje buena sensación, aunque el romanticismo blandorro que la impregna a ratos nos sonroje un poco por su simpleza e ingenuidad y que el trasfondo de todo sea la caza de animales para obtener su piel (afortunadamente, no hay escenas al respecto).</p> <p>Estados Unidos, como buenos herederos y discípulos del Imperio Británico, hicieron acopio de todas sus artes filibusteras y piratas para, saltándose los preceptos de su propia Declaración de Derechos, forjarse un imperio colonial al estilo europeo que todavía hoy perdura. Tras la independencia obtenida de Gran Bretaña gracias a la ayuda militar de Francia y España, compraron a Napoleón en 1802 el gran territorio de Luisiana. En 1819 España vendió Florida a Estados Unidos por cuatro perras (claro, no había hoteles todavía ni la moda de <em>Miami Vice</em>). En 1848 decidieron que no comprarían nada a México, sino que lo robarían por la fuerza, y así, tras una guerra iniciada con débiles pretextos, arrebataron a México más de la mitad de su territorio: las actuales Texas, Nuevo México, Arizona, Nevada, California, Colorado, Utah, etc., etc. Fue en 1867 cuando adquirieron Alaska a Rusia, y en 1898 cuando arrebataron a España Puerto Rico, Cuba y Filipinas, abriendo así la expansión hacia el Pacífico que le ha llevado a dominar casi cada islote entre Hawai y Japón, llenándolo de bases aéreas y acabando con los pueblos autóctonos de la zona. Y todo ello, añadido al genocidio de los pueblos indígenas de Norteamérica que Estados Unidos promovió entre 1783 y 1902. Parece que el título de la cinta se refiera más a Usamérica que a Jonathan Clark.</p> <p>La visión de Walsh no es en absoluto política ni histórica. Le interesa la acción y el romance, aunque el resultado sólo es plenamente aceptable en el primer caso, quedando la historia de amor reducida a unos clichés romanticones demasiado almirabarados y tópicos. Aun así, la película deja un buen rollo que perdura, y el gran beneficiado de ella es Anthony Quinn, que despliega su arte habitual como siempre, en verdadero estado de gracia. Sólo por verle a él, merece la pena ver <em>El mundo en sus manos</em>.</p> " data-orig-size="" data-image-title="Obra maestra del cine de aventuras: El mundo en sus manos" data-orig-file="" height="12" width="300" data-medium-file="" data-permalink="https://39escalones.wordpress.com/2007/09/04/obra-maestra-del-cine-de-aventuras-el-mundo-en-sus-manos/" data-image-meta="[]" alt="separador_25" class="aligncenter wp-image-413 size-medium" data-large-file="">El cine ha sido al mismo tiempo fiel e infiel a Conan Doyle a la hora de trasladar el universo holmesiano a la pantalla. Infiel, por ejemplo, en cuanto al retrato de la figura del doctor Watson, al que se representa habitualmente como poco diligente, despistado, torpe, ingenuo y en exceso amante de las faldas, de la buena comida y de la mejor bebida, cualidades que no parecen propias, y así queda demostrado en la obra de Conan Doyle, de un hombre que ha cursado una carrera meritoria, que se ha especializado en cirugía y ha sobrevivido como oficial del ejército a complicados escenarios militares como Afganistán, lugar de algunas de las más dolorosas y sangrientas derrotas del imperialismo británico. Un hombre muy culto, que ha leído a los clásicos, sensible a las artes, en especial a la música, que lleva un pormenorizado registro de los casos de su compañero y mantiene al día álbumes de recortes con las principales noticias que contienen los diarios. Un hombre que se ha casado y enviudado tres veces, que participa activamente y cada vez de manera más decisiva en las investigaciones de su colega, y que trata a Holmes con la misma ironía con que su amigo se refiere a él en todo momento. Tampoco el cine se ha mostrado especialmente afortunado al aceptar en demasiadas ocasiones esa reconocible estética de Holmes, ese vestuario tan característico que en ningún caso nace de la pluma de Conan Doyle: su cubrecabezas y su capa de Inverness provienen de una de las ediciones de El misterio del valle del Boscombe en la que el ilustrador Sidney Paget convirtió en gorra de cazador lo que el autor describía como una gorra de paño; respecto a su famosa pipa se le atribuyen dos modelos, una meerschaum o espuma de mar que no existió hasta bien entrado el siglo XX y una calabash utilizada por el actor William Gillette (junto con la lupa y el violín) en las versiones teatrales a partir de 1899, cuando lo cierto es que el Holmes de Conan Doyle posee al menos tres pipas para fumar su tabaco malo y seco, una de brezo, una de arcilla y otra de madera de cerezo.

En lo que el cine sí se ha esmerado ha sido en la elección de intérpretes que pudieran encarnar a un héroe tan atípico como Holmes, atractivo, contradictorio, cautivador e irritantemente egomaníaco. Un adicto al tabaco de la peor calidad (célebre su enciclopédico opúsculo literario que cataloga y distingue entre los diferentes tipos de ceniza existentes en función del cigarro o cigarrillo del que provienen) y a la droga en la que busca salvarse del aburrimiento de la monotonía. Un virtuoso del violín, con preferencia por los compositores germanos e italianos, un melómano que conoce los recovecos más oscuros de la historia de la música lo mismo que se especializa en el dominio de una antigua y enigmática modalidad de lucha japonesa, un arte marcial olvidado denominado bartitsu. Un ser que expone abiertamente una atrevida ignorancia sobre conocimientos generales al alcance de cualquiera pero capaz de alardear de erudición de la manera más pedante cuando lo posee el aguijón de la deducción, que se tumba indolente durante semanas o se embarca en una investigación sin comer ni dormir en varios días. Un individuo cerebral que relega al mínimo la importancia de los sentimientos pero que es dueño de una vida interior inabarcable, con un elevadísimo sentido de la moral, no siempre coincidente con el imperante, gracias al que puede aplicar su particular concepto de la justicia si encuentra que la ley, utilizada con propiedad, choca moralmente con él (si, por ejemplo, una mujer asesina al causante de su dolor o si un ladrón roba a otro ladrón que arrastra un delito mucho más censurable, como alguien que ha asesinado previamente para robar). Y, no obstante, un hombre que falla, que puede salir derrotado, en lucha continua contra sus límites, que llega tarde, que piensa despacio o al menos no siempre con la rapidez necesaria, y que también puede ser víctima del amor. Un héroe que sabe ser humilde, ponerse del lado de los más desfavorecidos, ganarse la confianza de la gente porque no ejerce los métodos autoritarios y amenazantes de la policía, que en el criminal ve el mal pero también un producto social, la pobreza y la carestía que gobierna la vida de la mayor parte de la población bajo la alfombra del falso esplendor victoriano, que da una oportunidad al arrepentimiento y a la redención de los delincuentes menores pero que no duda en resultar implacable conforme a su privada idea de justicia, incluso de manera letal si es preciso, cuando no hay opción para la recuperación de la senda de la rectitud. En resumen, un héroe profundamente humano, alejado de cualquier tipo de poder superior.
Nuevamente asoma por aquí Phillip Noyce, director australiano de corto alcance en cuya filmografía lo más estimable resulta ser Calma total, la primera aparición relevante de Nicole Kidman en el cine, la continuación de la saga del agente Jack Ryan (Juego de patriotas, Peligro inminente) con Harrison Ford sustituyendo a Alec Baldwin, y la adaptación del best-seller de Grahan Greene El americano impasible, destacando su tripleta de truños El santo, ya reseñada aquí, El coleccionista de huesos, que no tardará mucho, y esta Sliver (Acosada), una de las peores cintas norteamericanas de los noventa y probablemente la peor de 1993.
Nada peor, comercialmente hablando, que pretender exprimir una fórmula de éxito surgida por casualidad para intentar llenarse los bolsillos con toda la facilidad y el menor trabajo posible. Aprovechando el pelotazo que supuso Instinto básico, y a partir de una novela de Ira Levin, Noyce (sustituto de un Roman Polanski que salió por patas en cuanto se olió la tostada), el guionista Joe Eszterhas y la ínclita Sharon Stone se embarcaron en este bodrio insufrible de nuevo con la intriga y el erotismo como pilares de un argumento ridículo y tonto hasta lo risible, defecto sólo superado por el aburrimiento y la estupidez de unos diálogos escritos a oscuras: la atractiva Carly (Stone) es una mujer que acaba de dejar atrás un matrimonio infeliz, y, como está forrada, se muda a un lujoso edificio de una de las zonas más ricas de Nueva York (porque es Sharon Stone, no se a va ir a una ratonera de Queens…). Pero resulta que el edificio tiene tela marinera, porque en él se han sucedido una serie de extraños accidentes que han provocado unas cuantas muertes peliagudas. Aunque de momento no le ha tocado el turno a los dos vecinitos que el pibón se encuentra al llegar allí, Zeke (William Baldwin), presunto guaperas soltero y dispuesto a hacerle un boquete a Carly a la menor ocasión, y Jack (Tom Berenger), escritorzuelo de novelas de misterio que está obsesionado con lo que pasa por su casa.
Y para de contar. Así dicho, hasta puede tener su aquel, pero ni flowers. Empezando por el reparto, pésimamente escogido y de una calidad ínfima. Sharon Stone, cuyo coeficiente intelectual parece ser escandalosamente algo, no suele aplicarlo a la elección de sus personajes, y atesora una filmografía tan pobre como sonrojante. Aquí, desde luego, se lució, y la búsqueda del éxito derivó en ridículo, no ya sólo por un personaje que no hay por dónde cogerlo, sino porque su aporte interpretativo se limita a menear el pandero e insinuar la holgura de sus glándulas mamarias, dentro de un orden mínimo de ropa (porque en América lo erótico tiene que mantenerse dentro de los estrictos cánones de la hipocresía y la doble moral generales). Por otro lado, a los tíos no les va mucho mejor: si Tom Berenger es un actor plano con poco lugar para los matices, aunque más de una vez haya conseguido salirse de su percha, encontrándose aquí perdido y desesperado en una ambigüedad creada a martillazos, William Baldwin (y de paso toda su familia, saga en verdad nefasta para esto de la pantalla) bien podría haberse ganado la deportación, no ya sólo por el repulsivo careto facial y el peinado que le han puesto, sino porque es, sencillamente, de un patetismo que deja perplejo.
La dirección de Noyce, si la hay, esfumada entre la ambiciosa y “exótica” fotografía de tres directores distintos (Vilmos Zsigmond, Laszlo Kovacs y Michael A. Benson), está plagada de equivocaciones y elecciones erróneas, pero lo peor de todo es que esta presunta intriga montada sobre el fenómeno del voyeurismo ni intriga, ni seduce, ni provoca ningún bajo -ni básico- instinto. Quizá por el clima de continuos problemas que reinó en un rodaje en el que los protagonistas no podían ni verse, afectando por tanto a la química final entre ellos vista en pantalla, puede que por el horripilante montaje y un guión constantemente reescrito sobre la marcha, el caso es que la trama no hay por dónde cogerla, no tiene lógica, sentido ni aparente finalidad más allá de que la Stone presuma de glúteos y perder al espectador en el ya habitual juego de dobles intenciones a fin de mantener en secreto hasta el final la identidad del malo maloso. Aun a costa, eso sí, de que actores, director y guionista se pierdan igualmente y, cansados de dar vueltas de tuerca, no sepan cómo acabar de una vez.
Película que seguramente encantará a los adolescentes hormonados, la mezcla de suspense y continuos coitos no va más allá de un mal intento por sumarse a eso de los thrillers eróticos (que tanta morralla ha producido, como la saga Juegos salvajes, por ejemplo), sin que ningún aspecto técnico o artístico, ni siquiera los encantos anatómicos de la protagonista, puedan salvar el conjunto de una merecida quema.
Acusados: todos
Atenuantes: la banda sonora de Howard Shore no está mal
Agravantes: William Baldwin
Sentencia: culpables
Condena: Mandingo para todos menos para la Stone, que a esa le gustaría…
De ello queda constancia en la primera aproximación del cine al personaje de Conan Doyle, Sherlock Holmes baffled, breve cinta de apenas treinta segundos dirigida por Arthur Marvin en 1900 (perdida durante años, se recuperó en 1968 y sus fotogramas, impresos en papel, se conservan en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos) en la que un ladrón con la capacidad de hacerse invisible a voluntad sustrae una serie de objetos del gabinete de Holmes sin que el detective pueda hacer nada para impedirlo. Más allá de este tanteo inicial, la complejidad y diversidad del personaje y la extremada amplitud de sus conocimientos, habilidades e intereses ha posibilitado aproximaciones del cine a la figura de Holmes bajo ópticas muy distintas y con diferentes grados de calidad, en busca tanto de una traslación ortodoxa del personaje al celuloide como de la introducción de novedades y variaciones a veces tan curiosas, enriquecedoras y estimables como en ocasiones extravagantes, decepcionantes o gratuitas.

Como se ha visto, Sherlock Holmes está presente en el cine desde sus comienzos y, ya en la etapa muda, se convierte en el personaje literario más adaptado a la pantalla. Se conservan referencias de una docena y media larga de títulos con Holmes como protagonista entre 1900 y 1927, año de la irrupción del cine sonoro, repartidas por las filmografías francesa, británica, norteamericana y alemana, con predominio de versiones de El perro de Baskerville. En estas primeras películas se dan varias notas interesantes. En primer lugar, que el ya mencionado William Gillette, el actor que dio vida a Holmes en los escenarios londinenses con el cambio de siglo, fue también el elegido en 1916 para interpretarlo (y coescribir el guión) en el primer largometraje norteamericano sobre el personaje; en segundo término, que la cinematografía alemana adaptó, con inmenso éxito y acabado excelente, los relatos de Conan Doyle para varias producciones entre 1914 y 1920, es decir, en plena Primera Guerra Mundial y durante la negociación y firma del humillante Tratado de Versalles, con Alwin Neuß y Friedrich Kühne repitiendo como Holmes y Watson; por último, la cinta protagonizada nada menos que por John Barrymore en 1922. La prueba, empero, más palpable de la popularidad de Holmes en el cine y entre el público de aquel tiempo no es una adaptación de los relatos de Conan Doyle sino una de las grandes obras maestras del genial Buster Keaton, El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924), la historia de un proyeccionista de cine que sueña con ser como el detective de una de las películas que proyecta y que milagrosamente se ve introducido en una de ellas. Este título servirá de inspiración seis décadas más tarde para una de las obras esenciales de uno de los más grandes admiradores de Keaton, La rosa púrpura de El Cairo de Woody Allen.
En la década de los treinta continúa la misma tónica, con adaptaciones, ya en sonoro, de conocidas aventuras de Sherlock Holmes como la británica El signo de los cuatro (1932), la norteamericana Estudio en escarlata (1933) o la alemana El perro de Baskerville (1937). De estos años cabe destacar dos circunstancias que condicionarán en buena parte futuras traducciones del universo holmesiano a la pantalla. En primer lugar, y siguiendo la fórmula alemana empleada durante la década de los diez, la del serial de títulos protagonizados por los mismos intérpretes, los actores Arthur Wontner e Ian Fleming (nada que ver con el creador de James Bond) darán vida a Holmes y Watson, además de en la citada El signo de los cuatro, en otros títulos como El valle del miedo (The triumph of Sherlock Holmes, Leslie S. Hiscott, 1935) o Estrella de plata (Silver blaze / Murder at the Baskervilles, Thomas Bentley, 1937). Por otra parte, se introduce ya lo que será una constante en paralelo a la adaptación respetuosa de los casos de Holmes y Watson al cine: la innovación, el juego, la variación del planteamiento original de Conan Doyle para crear productos sólo estéticamente holmesianos, abiertamente cómicos, paródicos o incluso satíricos. Así, la alemana El hombre que fue Sherlock Holmes (Der Der Mann, der Sherlock Holmes war, Karl Hartl, 1937) parte de una trama de equívocos: llegada a París una pareja de detectives erróneamente tomada por los célebres Holmes y Watson, deciden no deshacer la confusión e investigar la desaparición de un valiosísimo sello. Todo ello anuncia ya la primera gran huella de Conan Doyle y Sherlock Holmes en la historia del cine, la serie de catorce películas protagonizadas por Basil Rathbone y Nigel Bruce entre 1939 y 1946.
Quien escribe no ha hecho la prueba, pero sin duda, si pudiera hacerse como con los antiguos discos de vinilo y poder proyectar al revés un DVD de Piratas del Caribe y el resto de su vomitiva saga, cuya cuarta parte se va a honrar además con la presencia de Penélope Cruz, siempre dispuesta a revolcarse en el cine-mierda para conseguir cuatro portadas y un titular, seguramente obtendríamos signos, palabras entrecortadas e imágenes diabólicas procedentes del mismísimo Satán. O en su defecto, de cualquier mamarracho de los que han convertido a Hollywood en la mayor fábrica de cine basura del mundo. Y no diremos que la cinta no contiene acción en dosis y formas estimables, efectos visuales muy trabajados y conseguidos e incluso una dirección artística, computadora aparte, que merezca no sólo el aprobado sino incluso nota. Pero la perversa y asquerosa concepción de la cinta, unida la desfachatez con la cual es vendida y promocionada cada vez que una de sus repugnantes secuelas es regurgitada o proyectada en televisión es tal, que se ha ganado a pulso un lugar de honor en el escaparate de la tienda de los horrores.
Y no puede ser de otra forma si atendemos a la ecuación, a la espina dorsal que recorre el proyecto de principio a fin: Disney, una atracción de parque temático, Jerry Bruckheimer y Gore Verbinski. Es decir, cuatro pilares del mayor de los estercoleros del cine concebido como pasatiempo (que no entretenimiento, cosa que productores y público intentan o insisten en confundir). La cosa, andando Disney de por medio, es un compendio de hipocresías y dólares, de falsedades y vergonzosas componendas. La película se vendió -y se vende- como la recuperación con los medios técnicos actuales y la actualización visual que permiten, del antiguo género del cine de piratas que tantos y tan buenos momentos proporcionó a varias generaciones de espectadores que lo usaban a edades tempranas, junto con el western, el peplum o el cine negro como puerta de entrada al planeta del cine. Para ello se partía de un presupuesto millonario, de un ingente esfuerzo de producción y de un largo proceso de escritura y reescritura de guiones que derivaría, junto a la contratación de un estelar reparto de nombres de primera fila, en un apoteósico retorno de las antiguas historias de tesoros escondidos, galeones de decenas de cañones, y duelos a espada en el puente de mando. Es decir, mucho aparato publicitario generando falsas esperanzas para un público que hacía décadas que no oía hablar del género más allá del fracaso de la cinta de Polanski en los años ochenta o esa cosa concebida para el lucimiento de Geena Davis llamada La isla de las cabezas cortadas, producto mediocre pero más digno que esta bazofia caribeño-digitaloide.
Andando en el ajo semejante retahíla de impresentables, el producto no podía resultar de otro modo: una estupidez sonrojante sólo apta para cerebros desconectados. Primero, el productor, Jerry Bruckheimer, célebre inspirador de subproductos cinematográficos únicamente medibles en la cantidad de chapa, pintura y cristales que cuestan, generalmente tenidos por cine de acción, no era el más indicado para hacer nada que pudiera contener algo de inteligencia, buen gusto o sabor a las viejas historias de piratas, sino que propiciaba más bien un cóctail de chistes baratos, escenas de acción coreografiadas y efectos especiales gratuitos. Sus socios, Disney, pusieron la materia prima, esto es, una atracción de feria en la que inspirarse (¡¡¡una atracción de feria!!! No un libro, una obra de teatro, un guión original, una biografía, ni siquiera un tebeo o un puto videojuego de mierda) y la correspondiente, innecesaria e imbécil dosis de fantasía que una buena película de piratas jamás ha contenido (porque le hacía maldita la falta): la recurrente, manida, zafia, hastiante, estúpida y ridícula apelación a lo sobrenatural, a los fantasmas, espectros y demás criaturas del más allá, que hace que todo se desvirtúe y se vaya por el sumidero, y la tan cacareada película de piratas se convierta en una memez para pedorros inmaduros, para mentes sin desarrollar, para primates que se tragan cualquier cosa que les sea envuelta en efectos especiales.
Lo de menos en semejante bodrio, fantasmones aparte, es la historia: En el Caribe del XVIII, el capitán Jack Sparrow (Johnny Depp), en una actuación horrorosa, estimable en lo cómico, detestable en lo inconsistente y patético de su personaje, pierde su barco, La Perla Negra, a manos del Capitán Barbossa (Geoffrey Rush, ¿pero cómo llegó a caer en esto?). Barbossa ataca la ciudad de Port Royal y secuestra a Elizabeth Swann (Keira Knightley, a la que no le vendrían mal un par de cocidos como mujer, y tres o cuatro como actriz), hija del Gobernador británico (Jonathan Pryce), único aporte histórico contextualizador que se emplea en la película, aparte de algún que otro nombre español y ciertas referencias geográficas. Will Turner (Orlando Bloom, un individuo que ha terminado siendo actor por pura casualidad, carente de cualquier virtud interpretativa o expresiva que no provenga de su fotogenia en los pósters de las adolescentes), enamorado de Elizabeth, se une a Jack para rescatarla y recuperar de paso el barco. Pero el prometido de Elizabeth, Norrington (Jack Davenport), en contra de la voluntad de ella, claro está, porque Disney también obliga a convertir cualquier historia en la que pudiera caber algo de seso (o de sexo) en un folletín para idiotas, los persigue en un barco de la Armada. Hasta ahí, podría considerarse una trama demasiado esquemática, tonta y simplona para la tan prestigiada vuelta del cine de piratas.
El problema es que además Barbossa y su tripulación de piratas son, tatatachááááán, ¡¡¡¡víctimas de un conjuro por el que están condenados a vivir eternamente y a transformarse cada noche en esqueletos vivientes!!!!, menos el capitán, que se le queda cara de pulpo a la gallega, más o menos en plan Holandés Errante. Pero claro, el conjuro tiene una forma de romperse: devolver una pieza de oro mexicano que robaron en su día y pagar un pacto de sangre… Y claro, Sparrow y Will se las tienen que ver con unos tíos que ya están muertos: ¿cómo vencerles entonces?
Pues eso, una chochez. Una película de piratas sin violencia, sin sangre, sin palabrotas, incluso casi sin piratas (los muertos vivientes entran en la categoría de zombis, se siente…), en la que cuatro elementos del género, los barquitos, los doblones de a ocho, los sables y los cañones, son mezclados con escenas de acción a la hongkonesa, humor blanco típico de Disney, falta total de ambición por querer contar algo e interpretaciones entre irrelevantes y olvidables, las más de las veces debidas más a bustos parlantes que a algo que pueda llamarse actores (excepto Rush, el único que se mueve con algo parecido a la dignidad en todo este despropósito). Pero lo que es más grave, sin cerebro. Vacía, estúpida, risible, la película funciona por su aparato propagandístico, por su asepsia (de hecho rebaja tanto el nivel, es tan plana, que es válida para cualquier tipo de público, incluso para las ranas), y por el amplio y seductor (para quien no sabe ver cine) catálogo de efectismos con el que se pretende paliar la ausencia de guión, de historia y de inteligencia, y sin que su supuesto ritmo vibrante sirva de excusa: quien escribe no pudo aguantar, por aburrimiento, ni un segundo visionado de la primera parte ni más allá de veinte minutos de sus continuaciones; demasiada imbecilidad exhibida sin pudor.
Diseñado para la taquilla, obtuvo lo que buscaba, el éxito de taquilla. Imposible de considerar de otro modo que no sea como comedia, y ni para eso vale (en eso Sparrow sí sale airoso), mientras Bruckheimer, Disney y Depp hacen caja aprovechándose del analfabetismo cinematográfico de los consumidores (que no espectadores) de blockbusters, el cine de piratas sigue esperando que en el nuevo signo alguien con capacidad y cerebro diseñe y construya una buena película de piratas que le haga la competencia a Russell Crowe y su capitán Aubrey. Mientras tanto, cuarta entrega, cuarto zurullo, esta vez hispanizado, con el que Disney, Bruckheimer, Verbinski y Depp prometen acogotarnos de nuevo con su sarta de imbecilidades. Otros, más dignos (Rush, Kneightly, incluso Bloom, quién lo diría de un tipo que jamás valdrá para otra cosa que no sea participar en estas memeces) abandonaron el barco cuando su vergüenza se lo dictó. Bien por ellos; más vale tarde que nunca. Mientras, otras pierden las bragas para que bodrios como estos le permitan grabar más publirreportajes de tintes para el pelo…
Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: la ostentación consciente, interesada, grandilocuente, casi orgullosa, de la estupidez
Condena: culpables
Sentencia: colocar La Perla Negra en una pocilga del tamaño de veinte piscinas olímpicas y pasar por la quilla a todo el que tenga que ver con esto…
Basil Rathbone era una actor consagrado especializado en dramas históricos, versiones de clásicos de la literatura, películas de intriga y de terror y, especialmente, en interpretar a villanos carismáticos en algunas populares películas de aventuras como El capitán Blood (Michael Curtiz, 1935) o Robín de los bosques (Michael Curtiz y William Keighley, 1938). El cine historicista de los hermanos Korda y el drama romántico eran igualmente los géneros habituales de Nigel Bruce, aunque sus interpretaciones dejaban un amplio espacio a la ironía y el humor visual. Al mismo tiempo y con posterioridad a sus intervenciones como Watson en esta serie de películas británicas, Bruce trabajaría a las órdenes de Alfred Hitchcock en Sospecha (Suspicion, 1941) o de Charles Chaplin en Candilejas (Limelight, 1952). De las catorce películas que compartieron como Holmes y Watson, en las tres primeras (Sherlock Holmes contra Moriarty, El perro de los Baskerville y La voz del terror) hubo cambio de director (Alfred L. Werker, Sidney Lanfield y John Rawlins, respectivamente), pero desde la cuarta entrega, filmada tres años después, en 1942, hasta el final de la saga en 1946 el director fue el mismo, un curioso personaje llamado Roy William Neill. Nacido en un barco en alta mar pero considerado irlandés, Neill dirigió más de un centenar de películas entre 1917 y 1946, el año de su muerte, casi siempre en los márgenes de la serie B de bajos, bajísimos presupuestos, rodando en diez o quince días películas de metrajes breves (entre 60 y 80 minutos) y narrativa concentrada pero con especial talento para la puesta en escena, el diseño de ambientes y la creación y el aprovechamiento de atmósferas de misterio y suspense. Su eficacia le valió a Neill ser inicialmente escogido para filmar Alarma en el expreso (The lady vanishes, 1938), que terminaría dirigiendo Alfred Hitchcock.
La serie de películas de Holmes y Watson dirigidas por Neill y sus antecesores y protagonizadas por Basil Rathbone y Nigel Bruce se caracterizan por la simplificación psicológica de los personajes, especialmente la de Watson, al que se reduce a la caricatura popular, la de una mente sencilla, llana, destinada únicamente a admirar la capacidad de deducción de su amigo y a ofrecerle ayuda material, contribuyendo así decisivamente a que la memoria colectiva de millones de lectores y espectadores haya identificado a Watson con sus atributos y estética cinematográficos. Neill, además de dotar a las historias del consabido humor inglés, repleto de sarcasmos, ironías y diálogos y réplicas chispeantes, suele conservar el hilo general de los relatos de Conan Doyle si bien introduce notables variaciones, en ocasiones de tipo narrativo por mera eficiencia cinematográfica y siempre, en otra de sus características como adaptador holmesiano, retrasando el contexto temporal victoriano en que tienen lugar las aventuras de sus protagonistas para acercarlos a la actualidad de los años treinta y cuarenta del siglo XX. De hecho, a menudo el cuerpo central del relato literario se altera convenientemente para ajustarlo a la realidad histórica y política del momento del rodaje, introduciendo tramas de espionaje o resonancias bélicas propias de la Segunda Guerra Mundial. Como resultado de este proceso de traslación que, sin embargo, captura y mantiene la esencia de la creación de Conan Doyle, en especial en cuanto a la personificación escrupulosamente respetuosa con su descripción literaria que del detective hace Rathbone, hay de todo, cintas coyunturales y modestas, películas brillantes alejadas por completo del contexto bélico –como la última de la serie, Vestida para matar (Dressed to kill, 1946)- pero también títulos excelentes como Sherlock Holmes frente a la muerte (también llamada Sherlock Holmes desafía a la muerte o, simplemente, Desafiando a la muerte), de 1943, adaptación del relato El ritual de los Musgrave, La garra escarlata (Sherlock Holmes and the scarlet claw, 1944) o El caso de los dedos cortados, también titulada Sherlock Holmes y la mujer de verde (The woman in green, 1945), importante además porque supone la culminación –por completo alejada del original literario– de la relación Holmes-Moriarty. No obstante, en plena Segunda Guerra Mundial, y como ocurre con otros clásicos contemporáneos (el caso más llamativo y exitoso pero en modo alguno único es sin duda Casablanca, de 1942), resultan prácticamente inevitables los mensajes de índole patriótica o intervencionista (dirigidos estos últimos al espectador norteamericano en el contexto del debate entre aislacionismo e intervencionismo) que contienen varias de estas películas. Así, en la citada La garra escarlata, cuya trama se desarrolla en Canadá, se alude explícitamente a este país como necesario eslabón geográfico, moral y espiritual en el entendimiento angloamericano; por otra parte, en Sherlock Holmes en Washington (1943) se aplaude abiertamente la participación norteamericana en el bando aliado, con manifiesta exaltación de los valores y principios que la democracia americana dice proclamar y defender. Tan burdo ejercicio de propaganda, hoy ridículo, no cabe ser considerado en absoluto banal. Ante un caso similar al de Casablanca, el de La señora Miniver (Mrs. Miniver, William Wyler, 1942), Winston Churchill llegó a afirmar que la película había hecho más por el esfuerzo bélico británico que toda una flotilla de destructores. Por otro lado, en un plano ajeno a la guerra, hay una nota curiosa que une la obra maestra de Michael Curtiz con la figura de Sherlock Holmes: de la misma manera que en Casablanca nunca se pronuncian dos frases que han pasado a la posteridad como propias de la película (“tócala otra vez, Sam” y “siempre nos quedará París”), el Sherlock Holmes de Conan Doyle nunca llega a decir una expresión que el cine ha convertido en personal e intransferible, su famoso “elemental, querido Watson”; sólo en dos ocasiones, al comienzo de El perro de Baskerville y en el relato La aventura del jorobado, Holmes recurre al término “elemental” en una formulación aproximada, pero no exacta.
Nuevamente asoma por aquí Phillip Noyce, director australiano de corto alcance en cuya filmografía lo más estimable resulta ser Calma total, la primera aparición relevante de Nicole Kidman en el cine, la continuación de la saga del agente Jack Ryan (Juego de patriotas, Peligro inminente) con Harrison Ford sustituyendo a Alec Baldwin, y la adaptación del best-seller de Grahan Greene El americano impasible, destacando su tripleta de truños El santo, ya reseñada aquí, El coleccionista de huesos, que no tardará mucho, y esta Sliver (Acosada), una de las peores cintas norteamericanas de los noventa y probablemente la peor de 1993.
Nada peor, comercialmente hablando, que pretender exprimir una fórmula de éxito surgida por casualidad para intentar llenarse los bolsillos con toda la facilidad y el menor trabajo posible. Aprovechando el pelotazo que supuso Instinto básico, y a partir de una novela de Ira Levin, Noyce (sustituto de un Roman Polanski que salió por patas en cuanto se olió la tostada), el guionista Joe Eszterhas y la ínclita Sharon Stone se embarcaron en este bodrio insufrible de nuevo con la intriga y el erotismo como pilares de un argumento ridículo y tonto hasta lo risible, defecto sólo superado por el aburrimiento y la estupidez de unos diálogos escritos a oscuras: la atractiva Carly (Stone) es una mujer que acaba de dejar atrás un matrimonio infeliz, y, como está forrada, se muda a un lujoso edificio de una de las zonas más ricas de Nueva York (porque es Sharon Stone, no se a va ir a una ratonera de Queens…). Pero resulta que el edificio tiene tela marinera, porque en él se han sucedido una serie de extraños accidentes que han provocado unas cuantas muertes peliagudas. Aunque de momento no le ha tocado el turno a los dos vecinitos que el pibón se encuentra al llegar allí, Zeke (William Baldwin), presunto guaperas soltero y dispuesto a hacerle un boquete a Carly a la menor ocasión, y Jack (Tom Berenger), escritorzuelo de novelas de misterio que está obsesionado con lo que pasa por su casa.
Y para de contar. Así dicho, hasta puede tener su aquel, pero ni flowers. Empezando por el reparto, pésimamente escogido y de una calidad ínfima. Sharon Stone, cuyo coeficiente intelectual parece ser escandalosamente alto, no suele aplicarlo a la elección de sus personajes, y atesora una filmografía tan pobre como sonrojante. Aquí, desde luego, se lució, y la búsqueda del éxito derivó en ridículo, no ya sólo por un personaje que no hay por dónde cogerlo, sino porque su aporte interpretativo se limita a menear el pandero e insinuar la holgura de sus glándulas mamarias, dentro de un orden mínimo de ropa (porque en América lo erótico tiene que mantenerse dentro de los estrictos cánones de la hipocresía y la doble moral generales). Por otro lado, a los tíos no les va mucho mejor: si Tom Berenger es un actor plano con poco lugar para los matices, aunque más de una vez haya conseguido salirse de su percha, encontrándose aquí perdido y desesperado en una ambigüedad creada a martillazos, William Baldwin (y de paso toda su familia, saga en verdad nefasta para esto de la pantalla) bien podría haberse ganado la deportación, no ya sólo por el repulsivo careto facial y el corte de pelo que le han puesto, sino porque es, sencillamente, de un patetismo que deja perplejo.
La dirección de Noyce, si la hay, esfumada entre la ambiciosa y “exótica” fotografía de tres directores distintos (Vilmos Zsigmond, Laszlo Kovacs y Michael A. Benson), está plagada de equivocaciones y elecciones erróneas, pero lo peor de todo es que esta presunta intriga montada sobre el fenómeno del voyeurismo ni intriga, ni seduce, ni provoca ningún bajo -ni básico- instinto. Quizá por el clima de continuos problemas que reinó en un rodaje en el que los protagonistas no podían ni verse, afectando por tanto a la química final entre ellos vista en pantalla, puede que por el horripilante montaje y un guión constantemente reescrito sobre la marcha, el caso es que la trama no hay por dónde cogerla, no tiene lógica, sentido ni aparente finalidad más allá de que la Stone presuma de glúteos y perder al espectador en el ya habitual juego de dobles intenciones a fin de mantener en secreto hasta el final la identidad del malo maloso. Aun a costa, eso sí, de que actores, director y guionista se pierdan igualmente y, cansados de dar vueltas de tuerca, no sepan cómo acabar de una vez.
Película que seguramente encantará a los adolescentes hormonados, la mezcla de suspense y continuos coitos no va más allá de un mal intento por sumarse a eso de los thrillers eróticos (que tanta morralla ha producido, como la saga Juegos salvajes, por ejemplo), sin que ningún aspecto técnico o artístico, ni siquiera los encantos anatómicos de la protagonista, puedan salvar el conjunto de una merecida quema.
Acusados: todos
Atenuantes: la banda sonora de Howard Shore no está mal
Agravantes: William Baldwin
Sentencia: culpables
Condena: Mandingo para todos menos para la Stone, que a esa le gustaría…
Nuevamente asoma por aquí Phillip Noyce, director australiano de corto alcance en cuya filmografía lo más estimable resulta ser Calma total, la primera aparición relevante de Nicole Kidman en el cine, la continuación de la saga del agente Jack Ryan (Juego de patriotas, Peligro inminente) con Harrison Ford sustituyendo a Alec Baldwin, y la adaptación del best-seller de Grahan Greene El americano impasible, destacando su tripleta de truños El santo, ya reseñada aquí, El coleccionista de huesos, que no tardará mucho, y esta Sliver (Acosada), una de las peores cintas norteamericanas de los noventa y probablemente la peor de 1993.
Nada peor, comercialmente hablando, que pretender exprimir una fórmula de éxito surgida por casualidad para intentar llenarse los bolsillos con toda la facilidad y el menor trabajo posible. Aprovechando el pelotazo que supuso Instinto básico, y a partir de una novela de Ira Levin, Noyce (sustituto de un Roman Polanski que salió por patas en cuanto se olió la tostada), el guionista Joe Eszterhas y la ínclita Sharon Stone se embarcaron en este bodrio insufrible de nuevo con la intriga y el erotismo como pilares de un argumento ridículo y tonto hasta lo risible, defecto sólo superado por el aburrimiento y la estupidez de unos diálogos escritos a oscuras: la atractiva Carly (Stone) es una mujer que acaba de dejar atrás un matrimonio infeliz, y, como está forrada, se muda a un lujoso edificio de una de las zonas más ricas de Nueva York (porque es Sharon Stone, no se a va ir a una ratonera de Queens…). Pero resulta que el edificio tiene tela marinera, porque en él se han sucedido una serie de extraños accidentes que han provocado unas cuantas muertes peliagudas. Aunque de momento no le ha tocado el turno a los dos vecinitos que el pibón se encuentra al llegar allí, Zeke (William Baldwin), presunto guaperas soltero y dispuesto a hacerle un boquete a Carly a la menor ocasión, y Jack (Tom Berenger), escritorzuelo de novelas de misterio que está obsesionado con lo que pasa por su casa.
Y para de contar. Así dicho, hasta puede tener su aquel, pero ni flowers. Empezando por el reparto, pésimamente escogido y de una calidad ínfima. Sharon Stone, cuyo coeficiente intelectual parece ser escandalosamente algo, no suele aplicarlo a la elección de sus personajes, y atesora una filmografía tan pobre como sonrojante. Aquí, desde luego, se lució, y la búsqueda del éxito derivó en ridículo, no ya sólo por un personaje que no hay por dónde cogerlo, sino porque su aporte interpretativo se limita a menear el pandero e insinuar la holgura de sus glándulas mamarias, dentro de un orden mínimo de ropa (porque en América lo erótico tiene que mantenerse dentro de los estrictos cánones de la hipocresía y la doble moral generales). Por otro lado, a los tíos no les va mucho mejor: si Tom Berenger es un actor plano con poco lugar para los matices, aunque más de una vez haya conseguido salirse de su percha, encontrándose aquí perdido y desesperado en una ambigüedad creada a martillazos, William Baldwin (y de paso toda su familia, saga en verdad nefasta para esto de la pantalla) bien podría haberse ganado la deportación, no ya sólo por el repulsivo careto facial y el peinado que le han puesto, sino porque es, sencillamente, de un patetismo que deja perplejo.
La dirección de Noyce, si la hay, esfumada entre la ambiciosa y “exótica” fotografía de tres directores distintos (Vilmos Zsigmond, Laszlo Kovacs y Michael A. Benson), está plagada de equivocaciones y elecciones erróneas, pero lo peor de todo es que esta presunta intriga montada sobre el fenómeno del voyeurismo ni intriga, ni seduce, ni provoca ningún bajo -ni básico- instinto. Quizá por el clima de continuos problemas que reinó en un rodaje en el que los protagonistas no podían ni verse, afectando por tanto a la química final entre ellos vista en pantalla, puede que por el horripilante montaje y un guión constantemente reescrito sobre la marcha, el caso es que la trama no hay por dónde cogerla, no tiene lógica, sentido ni aparente finalidad más allá de que la Stone presuma de glúteos.
" data-medium-file="" data-large-file="" class="wp-image-4869 size-medium" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes_billywilder_pacc81rrafo10.jpg?w=300&h=169" alt="sherlock_holmes_billyWilder_párrafo10" />Los setenta son muy importantes en el ciclo de adaptaciones de las aventuras de Sherlock Holmes. Comienzan con la accidentada aunque espléndida aproximación al personaje que filma Billy Wilder, La vida privada de Sherlock Holmes (The private life of Sherlock Holmes, 1970), escrita por Wilder y su compinche I.A.L. Diamond a partir de la refundición de varias historias de Holmes y Watson y de cierta reinterpretación popular de los personajes, de sus aventuras y de su relación. Así, al mismo tiempo que resulta una versión canónica de las andanzas de la pareja en el Londres victoriano (en particular, se trata probablemente del mejor trabajo de dirección artística de cualquiera de las historias holmesianas en el cine; su recreación del 221B de Baker Street es para descubrirse), introduce a Mycroft (de nuevo Christopher Lee), el hermano de Holmes que trabaja para el gobierno británico bajo la tapadera del Club Diógenes, y reproduce con milimétrica exactitud la atmósfera, el ambiente y la caracterización interior y exterior de los inmortales personajes de Conan Doyle, ofrece una historia plenamente original en el marco del espionaje prebélico de la incipiente Gran Guerra que destaca por el empleo sin cortapisas del vitriólico humor wilderiano para mofarse de los tópicos más extendidos en torno a la caracterización del personaje. Unos lugares comunes de los que se queja airadamente el propio Holmes como si de un personaje real caricaturizado en los relatos de su amigo Watson se tratara; de hecho, habla amargamente del vestuario, de la pipa y de los experimentos químicos, de su rebajada solución de cocaína al siete por ciento y de la afición al violín con los que le identifican los lectores de Watson en el Strand Magazine, y que se ve obligado a utilizar para no decepcionar a sus seguidores. Wilder y Diamond ironizan sobre la relación de Holmes con las mujeres a través de la espía alemana que interpreta Geneviéve Page, e incluso sobre la presunta homosexualidad de Holmes y Watson en la excepcionalmente humorística apertura del filme en el ballet ruso y a las pretensiones de una célebre y entrada en años bailarina rusa por utilizar a Sherlock como donante de esperma. Comedia, una excepcional partitura de Miklós Rózsa, diálogos llenos de sarcasmo y un misterio a resolver de primer nivel y con una conclusión igualmente irónica y romántica (brillante colofón en el lago Ness, encadenando el mito holmesiano a la leyenda del famoso monstruo, haciendo de paso escarnio de algunas de las supuestas virtudes del carácter británico y mostrando cierta sensibilidad amorosa del detective) se unen en una película cuya realización fue largamente perseguida por Wilder pero que, salpicada de incidencias (por ejemplo la incapacidad del protagonista, Robert Stephens, actor de teatro, para adecuarse al ritmo de trabajo de un rodaje, su desánimo y su afición al alcohol) e inacabada en cuanto a resultado final (diversos problemas de montaje, abandonado sin más explicaciones por Wilder, con pérdida de tomas y de bandas de sonido han hecho que la versión conservada esté seriamente mutilada), constituyó una de sus mayores decepciones y abrió la puerta a una decadencia de varios (e injustificados) fracasos de crítica y público arrastrados durante la década que desembocaron en una prematura retirada del cine a principios de los ochenta. Sin embargo, vista hoy no es sólo seguramente la mejor adaptación a la pantalla del universo de Holmes y Watson en toda la historia del cine y la televisión (a pesar de o tal vez precisamente gracias a su intención irreverente), sino que también se trata de una de las mejores películas de la espléndida filmografía de Billy Wilder, repleta de películas notables y con un buen puñado de obras maestras en su haber.
La importancia añadida de la obra de Wilder radica en que, desde este momento, las adaptaciones de la obra de Conan Doyle transitarán por una de estas dos vías: la voluntad de fidelidad al texto literario y a la imagen tradicional del personaje o la introducción con mayor o menor fortuna de novedades, variantes, nuevas vertientes narrativas y reinvenciones de todo tipo.
" data-medium-file="" data-large-file="" class="wp-image-4866 size-medium" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes_asesinatopordecreto_pacc81rrafo11.jpg?w=300&h=169" alt="sherlock_holmes_asesinatopordecreto_párrafo11" />Así, en El detective y la doctora (They might be giants, Anthony Harvey, 1971) un paciente desequilibrado (George C. Scott) que se cree Sherlock Holmes arrastra a su psiquiatra, Mildred Watson (Joanne Woodward), por todo Manhattan tras las huellas de un supuesto profesor Moriarty; en El hermano más listo de Sherlock Holmes (The adventure of Sherlock Holmes’ smarter brother, Gene Wilder, 1975), un inventado Sigerson Holmes, después de treinta años a la sombra de su famoso hermano, se ve envuelto en un extraño juego de pistas, identidades falsas y líos de alcoba en una disparatada y absurda aventura en la que Gene Wilder está acompañado de Marty Feldman, Madeline Kahn y Don DeLuise; en Elemental, doctor Freud (The seven-per-cent solution, Herbert Ross, 1976), la historia juega con un hipotético encuentro entre Holmes, Watson y Sigmund Freud en el marco de un tratamiento para superar la adicción del detective a la cocaína, interrumpido por un extraño caso en el que está involucrada una de las pacientes del médico vienés; en The strange case of the end of the civilization as we know it (Joseph McGrath, 1977), protagonizada por el Monty Python John Cleese, lo que se produce es un enfrentamiento entre los nietos de Holmes y Moriarty. Paralelamente, también en este marco innovador pero más próximas al tratamiento literario del personaje, encontramos la película para televisión Sherlock Holmes en Nueva York (Sherlock Holmes in New York, Boris Sagal, 1976), con un reparto de lujo encabezado por Roger Moore, el cineasta John Huston, Patrick Macnee y Charlotte Rampling que no logra dignificar el conjunto; una enésima versión de El perro de los Baskerville (1978) con Peter Cook y el cómico Dudley Moore; y, fundamentalmente, una de las más efectivas adaptaciones del universo de Conan Doyle a la pantalla, Asesinato por decreto (Murder by decree, Bob Clark, 1979), por más que sorprenda aunando las aventuras de Holmes y Watson con los célebres crímenes de Jack el Destripador. Situada en 1888, Scotland Yard no tiene más remedio que acudir a Sherlock Holmes y al doctor Watson para esclarecer la identidad del famoso asesino de prostitutas de Whitechapel, en una investigación que comienza en lo ya conocido y se va complicando hasta involucrar a la alta sociedad londinense, la masonería y ciertos elementos de la familia real en una misteriosa conspiración. Christopher Plummer, James Mason, Susan Clark, David Hemmings, Anthony Quayle, John Gielgud, Donald Sutherland, Frank Finlay y Geneviève Bujold componen el excelente reparto de una película prometedora pero irregular, en última instancia fallida.
El Sherlock Holmes más tradicional queda para la televisión. Súbitamente, el inmortal detective de Arthur Conan Doyle parece abandonar definitivamente la gran pantalla para meterse en el salón

– ¿No lo extrañás? ¿Nunca te dieron ganas de volver?
– Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña un barrio en todo caso pero también lo extrañás si te mudás a 10 cuadras. El que se siente patriota, el que se cree que pertenece a un país es un tarado mental. La patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salceño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Son estadísticas, números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente, tu país son tus amigos y eso sí se extraña. Pero se pasa.
—————————————-
– ¿Te gustan más los hombres que las mujeres?
– ¿En general dices? ¡No! De qué sexo sean en realidad me da igual, es lo que menos me importa. Me puede gustar un hombre tanto como una mujer. El placer no está en follar, es igual que con las drogas. A mí no me atrae un buen culo, un par de tetas o una polla así de gorda. Bueno, no es que no me atraigan, claro que me atraen, me encantan, pero no me seducen. Me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve y que vale la pena conocer. Conocer, poseer, admirar. La mente, Hache, yo hago el amor con las mentes. Hay que follarse a las mentes.
Martín (Hache). Adolfo Aristarain (1997).
" data-medium-file="" data-large-file="" class="alignright wp-image-4872 size-medium" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes_granadatv_pacc81rrafo12.png?w=300&h=225" alt="sherlock_holmes_granadatv_párrafo12" />ver a Frank Langella interpretando a Holmes en un telefilme de 1981. En este apartado destaca la producción británica de Granada TV protagonizada por Jeremy Brett y Edward Hardwicke, que durante diez años (1984-1994) ofrecerá más de veinte capítulos de sesenta minutos con adaptaciones de los relatos de Conan Doyle y una serie de capítulos especiales con duración de largometraje con los principales títulos protagonizados por Holmes y Watson. El respeto a la fuente literaria y la perfección británica en el tratamiento y traslado de clásicos de época a la pantalla hacen de la serie uno de los vehículos más fiables y disfrutables en el acercamiento a la figura de Sherlock Holmes desde la televisión. En el mismo año (1984), sin embargo, irrumpe en las pantallas occidentales la serie animada sobre Sherlock Holmes creada por el maestro japonés de la animación , y que hoy es casi un producto de culto para quienes eran niños a mediados de los ochenta. A lo largo de veintiséis capítulos, con los personajes encarnados en perros, los fascinantes casos creados por Conan Doyle venían salpicados de mucho humor, trepidante acción, finales sorprendentes y un estrafalario profesor Moriarty que anticipaba por mucho la actual moda del steampunk.Dante Bertini, camarada de la red, lúcido cronista de la realidad, encarnación de ese idilio hispanoargentino de estas últimas décadas que, entre otras cosas, ha posibilitado que vea la luz un buen puñado de estupendos filmes en los que lo argentino y lo español andan mezclados, superpuestos, mimetizados.
– MARTÍN (HIJO): ¿No lo extrañás? ¿Nunca te dieron ganas de volver?
– MARTÍN (PADRE): Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña un barrio en todo caso pero también lo extrañás si te mudás a diez cuadras. El que se siente patriota, el que se cree que pertenece a un país, es un tarado mental. La patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salceño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Son estadísticas, números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente. Tu país son tus amigos y eso sí se extraña. Pero se pasa.
—————————————-
– MARTÍN (HIJO): ¿Te gustan más los hombres que las mujeres?
– DANTE: ¿En general dices? ¡No! De qué sexo sean en realidad me da igual, es lo que menos me importa. Me puede gustar un hombre tanto como una mujer. El placer no está en follar, es igual que con las drogas. A mí no me atrae un buen culo, un par de tetas o una polla así de gorda. Bueno, no es que no me atraigan, claro que me atraen, me encantan, pero no me seducen. Me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve y que vale la pena conocer. Conocer, poseer, admirar. La mente, Hache, yo hago el amor con las mentes. Hay que follarse a las mentes.
Martín (Hache). Adolfo Aristarain (1997).
" data-medium-file="" data-large-file="" class="aligncenter wp-image-4873" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes_miyazaki_pacc81rrafo12.jpg?w=350&h=215" alt="sherlock_holmes_miyazaki_párrafo12" />Quien escribe no ha hecho la prueba, pero sin duda, si pudiera hacerse como con los antiguos discos de vinilo y poder proyectar al revés un DVD de Piratas del Caribe y el resto de su vomitiva saga, cuya cuarta parte se va a honrar además con la presencia de Penélope Cruz, siempre dispuesta a revolcarse en el cine-mierda para conseguir cuatro portadas y un titular, seguramente obtendríamos signos, palabras entrecortadas e imágenes diabólicas procedentes del mismísimo Satán. O en su defecto, de cualquier mamarracho de los que han convertido a Hollywood en la mayor fábrica de cine basura del mundo. Y no diremos que la cinta no contiene acción en dosis y formas estimables, efectos visuales muy trabajados y conseguidos e incluso una dirección artística, computadora aparte, que merezca no sólo el aprobado sino incluso nota. Pero la perversa y asquerosa concepción de la cinta, unida la desfachatez con la cual es vendida y promocionada cada vez que una de sus repugnantes secuelas es regurgitada o proyectada en televisión es tal, que se ha ganado a pulso un lugar de honor en el escaparate de la tienda de los horrores.
Y no puede ser de otra forma si atendemos a la ecuación, a la espina dorsal que recorre el proyecto de principio a fin: Disney, una atracción de parque temático, Jerry Bruckheimer y Gore Verbinski. Es decir, cuatro pilares del mayor de los estercoleros del cine concebido como pasatiempo (que no entretenimiento, cosa que productores y público intentan o insisten en confundir). La cosa, andando Disney de por medio, es un compendio de hipocresías y dólares, de falsedades y vergonzosas componendas. La película se vendió -y se vende- como la recuperación con los medios técnicos actuales y la actualización visual que permiten, del antiguo género del cine de piratas que tantos y tan buenos momentos proporcionó a varias generaciones de espectadores que lo usaban a edades tempranas, junto con el western, el peplum o el cine negro como puerta de entrada al planeta del cine. Para ello se partía de un presupuesto millonario, de un ingente esfuerzo de producción y de un larto proceso de escritura y reescritura de guiones que derivaría, junto a la contratación de un estelar reparto de nombres de primera fila, en un apoteósico retorno de las antiguas historias de tesoros escondidos, galeones de decenas de cañones, y duelos a espada en el puente de mando. Es decir, mucho aparato publicitario generando falsas esperanzas para un público que hacía décadas que no oía hablar del género más allá del fracaso de la cinta de Polanski en los años ochenta o esa cosa concebida para el lucimiento de Geena Davis llamado La isla de las cabezas cortadas, producto mediocre pero más digno que esta bazofia caribeño-digitaloide.
Andando en el ajo semejante retahíla de impresentables, el producto no podía resultar de otro modo: una estupidez sonrojante sólo apta para cerebros desconectados. Primero, el productor, Jerry Bruckheimer, célebre inspirador de subproductos cinematográficos únicamente medibles en la cantidad de chapa, pintura y cristales que cuestan, generalmente tenidos por cine de acción, no era el más indicado para hacer nada que pudiera contener algo de inteligencia, buen gusto o sabor a las viejas historias de piratas, sino que propiciaba más bien un cóctail de chistes baratos, escenas de acción coreografiadas y efectos especiales gratuitos. Sus socios, Disney, pusieron la materia prima, esto es, una atracción de feria en la que inspirarse (¡¡¡una atracción de feria!!! No un libro, una obra de teatro, un guión original, una biografía, ni siquiera un tebeo o un puto videojuego de mierda) y la correspondiente, innecesaria e imbécil dosis de fantasía que una buena película de piratas jamás ha contenido (porque le hacía maldita la falta): la recurrente, manida, zafia, hastiante, estúpida y ridícula apelación a lo sobrenatural, a los fantasmas, espectros y demás criaturas del más allá, que hace que todo se desvirtúe y se vaya por el sumidero, y la tan cacareada película de piratas se convierta en una memez para pedorros inmaduros, para mentes sin desarrollar, para primates que se tragan cualquier cosa que les sea envuelta en efectos especiales.
Lo de menos en semejante bodrio, fantasmones aparte, es la historia: En el Caribe del XVIII, el capitán Jack Sparrow (Johnny Depp), en una actuación horrorosa, estimable en lo cómico, detestable en lo inconsistente y patético de su personaje, pierde su barco, La Perla Negra, a manos del Capitán Barbossa (Geoffrey Rush, ¿pero cómo llegó a caer en esto?). Barbossa ataca la ciudad de Port Royal y secuestra a Elizabeth Swann (Keira Knightley, a la que no le vendrían mal un par de cocidos como mujer, y tres o cuatro como actriz), hija del Gobernador británico (Jonathan Pryce), único aporte histórico contextualizador que se emplea en la película, aparte de algún que otro nombre español y ciertas referencias geográficas. Will Turner (Orlando Bloom, un individuo que ha terminado siendo actor por pura casualidad, carente de cualquier virtud interpretativa o expresiva que no provenga de su fotogenia en los pósters de las adolescentes), enamorado de Elizabeth, se une a Jack para rescatarla y recuperar de paso el barco. Pero el prometido de Elizabeth, Norrington (Jack Davenport), en contra de la voluntad de ella, claro está, porque Disney también obliga a convertir cualquier historia en la que pudiera caber algo de seso (o de sexo) en un folletín para idiotas, los persigue en un barco de la Armada. Hasta ahí, podría considerarse una trama demasiado esquemática, tonta y simplona para la tan prestigiada vuelta del cine de piratas.
El problema es que además Barbossa y su tripulación de piratas son, tatatachááááán, ¡¡¡¡víctimas de un conjuro por el que están condenados a vivir eternamente y a transformarse cada noche en esqueletos vivientes!!!!, menos el capitán, que se le queda cara de pulpo a la gallega, más o menos en plan Holandés Errante. Pero claro, el conjuro tiene una forma de romperse: devolver una pieza de oro mexicano que robaron en su día y pagar un pacto de sangre… Y claro, Sparrow y Will se las tienen que ver con unos tíos que ya están muertos: ¿cómo vencerles entonces?
Pues eso, una chochez. Una película de piratas sin violencia, sin sangre, sin palabrotas, incluso casi sin piratas (los muertos vivientes entran en la categoría de zombis, se siente…), en la que cuatro elementos del género, los barquitos, los doblones de a ocho, los sables y los cañones, son mezclados con escenas de acción a la hongkonesa, humor blanco típico de Disney, falta total de ambición por querer contar algo e interpretaciones entre irrelevantes y olvidables, las más de las veces debidas más a bustos parlantes que a algo que pueda llamarse actores (excepto Rush, el único que se mueve con algo parecido a la dignidad en todo este despropósito). Pero lo que es más grave, sin cerebro. Vacía, estúpida, risible, la película funciona por su aparato propagandístico, por su asepsia (de hecho rebaja tanto el nivel, es tan plana, que es válida para cualquier tipo de público, incluso para las ranas), y por el amplio y seductor (para quien no sabe ver cine) catálogo de efectismos con el que se pretende paliar la ausencia de guión, de historia y de inteligencia, y sin que su supuesto ritmo vibrante sirva de excusa: quien escribe no pudo aguantar, por aburrimiento, ni un segundo visionado de la primera parte ni más allá de veinte minutos de sus continuaciones; demasiada imbecilidad exhibida sin pudor.
Diseñado para la taquilla, obtuvo lo que buscaba, el éxito de taquilla. Imposible de considerar de otro modo que no sea como comedia, y ni para eso vale (en eso Sparrow sí sale airoso), mientras Bruckheimer, Disney y Depp hacen caja aprovechándose del analfabetismo cinematográfico de los consumidores (que no espectadores) de blockbusters, el cine de piratas sigue esperando que en el nuevo signo alguien con capacidad y cerebro diseñe y construya una buena película de piratas que le haga la competencia a Russell Crowe y su capitán Aubrey. Mientras tanto, cuarta entrega, cuarto zurullo, esta vez hispanizado, con el que Disney, Bruckheimer, Verbinski y Depp prometen acogotarnos de nuevo con su sarta de imbecilidades. Otros, más dignos (Rush, Kneightly, incluso Bloom, quién lo diría de un tipo que jamás valdrá para otra cosa que no sea participar en estas memeces) abandonaron el barco cuando su vergüenza se lo dictó. Bien por ellos; más vale tarde que nunca. Mientras, otras pierden las bragas para que bodrios como estos le permitan grabar más publirreportajes de tintes para el pelo…
Acusados: todos
Atenuantes: ninguno
Agravantes: la ostentación consciente, interesada, grandilocuente, casi orgullosa, de la estupidez
Condena: culpables
Sentencia: colocar La Perla Negra en una pocilga del tamaño de veinte piscinas olímpicas y pasar por la quilla a todo el que tenga que ver con esto…
Con todo, la película crucial de los ochenta, al menos en cuanto a nivel popular y por su contribución al mantenimiento del recuerdo y la vigencia de Holmes entre el gran público, especialmente entre los jóvenes, es El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, 1985). Dirigida por Barry Levinson pero producida por la factoría de Steven Spielberg y con guión de Chris Columbus, la historia fantasea con unos adolescentes Holmes y Watson que coinciden como alumnos de un internado londinense, donde forjan su larga amistad de años enfrentándose a un siniestro y desconcertante caso surgido de una sucesión de extrañas muertes cuyo móvil parece tener que ver con ancestrales rituales con origen en el Egipto antiguo. Entregada a todo tipo de excesos fantásticos y efectos especiales, la película respeta no obstante la esencia de los personajes de Conan Doyle, fabula con mucho ingenio y talento sobre el origen y el posterior desarrollo de su relación sin traicionar la naturaleza de Holmes y Watson ni sus rasgos principales. Magnífica en cuanto a puesta en escena, atmósfera y dirección artística, resulta asimismo brillante al desvelar una explicación alternativa a la eterna enemistad entre Moriarty y Holmes, apuntando a la ruptura de su vínculo de maestro y discípulo al situarse cada uno de ellos a un lado de la línea que divide el bien y el mal (excepcional resolución, la de esta cuestión, una vez concluidos los créditos finales, tal vez con vocación de continuidad en una secuela que nunca vio la luz). En suma, la obra es un perfecto producto de entretenimiento destinado a facilitar la exitosa aproximación del público joven a los personajes y la obra de Conan Doyle.
De finales de los ochenta es otra rareza holmesiana, Sin pistas (Without a clue, Thom Eberhardt, 1988). Se trata de una delicia semidesconocida que juega con la idea de un detective real, el doctor
Porque, desde hace más de medio siglo, el Cine ya no es una poética sucesión de imágenes silenciosas, sin compromiso nacional. Aquellas películas no tenían Patria. Incluso las de corte más realista parecían referirse a un país común, entrañable para todos (de ahí la eficacia de los films revolucionarios rusos, nunca superada después). No, ahora el cine habla, en todos los sentidos del verbo, y sus connotaciones geográficas, políticas, literarias -nacionales en suma- no pueden ignorarse, saltan al primer fotograma, lo definen. En nuestros días, las películas no tienen Patria sino Pasaporte también. Y los espectadores lo exigen al sentarse en la butaca -o lo que es peor, antes de entrar en la sala-, como en cualquier aduana seria, donde siempre hay países favoritos, a cuyos viajeros se recibe con sonrisa de halago, y países molestos, sospechosos, a cuyos oriundos se fumiga con detergente sin contemplación. Si, encima, uno de estos últimos extranjeros pretende hablarles de sus cosas y en su idioma, los espectadores -o quienes se han erigido en representantes directos suyos, los distribuidores y críticos-, además de los papeles pedirán al recién llegado que abra las maletas para registrarle y concluir con aire despectivo: “No, nada de todo eso sirve aquí, usted no ha comprendido la idiosincrasia de nuestro pueblo (en realidad quieren decir “público”). Nosotros somos muy especiales (en realidad quieren decir “superiores”). ¿Por qué no van a su tierra a para criticar? Allí tienen bastante donde escarbar”.
Por si lo anterior fuera poco, el mundo se ha vuelto incrédulo, esquivo, y no se deja conquistar así como así. “Ya nadie se escandaliza de nada”, reconoce Bretón al mismo Buñuel con amargura. El arrojo, el descaro, y más aún, el inconformismo, pasan inadvertidos en una sociedad irrespetuosa por definición, cuya regla general es precisamente provocar a quien se deje. Los afanes de vanguardia y experimento han quedado relegados al Departamento de Efectos Especiales, donde funcionarios de los grandes estudios tratan de enmascarar viejas historias con sustos y asombros nuevos. Justo lo contrario de lo que gentes como Man Ray o Picabia pretendían en sus años mozos. ¿Cómo imponer en tal situación un criterio personal, cómo dejarse escuchar, al menos, en medio de tal guirigay?
Sin cañones. José Luis Borau, en Quaterly Review of Film Studies, University of Southern California, Vol. 8, Nº 2, primavera de 1983: “New Spanish Cinema”, Ed. de Katherine Kovacs. Extraído de A cucharadas, de José Luis Borau, editado por el Gobierno de Aragón y el Centro del Libro de Aragón, 2010.

Con motivo de la entrega, el pasado 16 de abril, del Premio de las Letras Aragonesas 2009 a José Luis Borau, un servidor tuvo la oportunidad de intercambiar unas breves palabras con el director, uno de los más importantes miembros de la larga estirpe de cineastas aragoneses y universales que han enriquecido la Historia del Cine, conversación que giró en torno a la feliz, para el director, elección del nombre de este blog, y acerca de los paralelismos entre Borau y quien escribe: ambos Licenciados en Derecho, ambos modestos pero exitosos opositores, ambos con un periodo de sus vidas dedicado a escribir sobre cine… Y ahí, para desgracia de este comentarista, terminan los paralelismos entre quien escribe estas líneas y un genio del celuloide creador de películas como Furtivos, Hay que matar a B., Crimen de doble filo o Leo.
[youtube=http://www.youtube.com/watch?v=qqlCiYID55c]
A su bonita dedicatoria en el volumen de A cucharadas que se obsequió a la concurrencia (Para Alfredo con los mejores deseos para su carrera: José Luis Borau), desde aquí, el mayor y más sentido de los agradecimientos por su obra y por su aportación al arte del Cine, y por ser portador de tantas y tan importantes cosas que aprender.
" data-medium-file="" data-large-file="" class="alignright wp-image-4877 size-medium" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes_sinpistas_pacc81rrafo14.jpg?w=300&h=201" alt="sherlock_holmes_sinpistas_párrafo14" /> John Watson (Ben Kingsley), que, debido a su nulo carisma, su poca empatía con la policía y su escaso atractivo físico, crea un personaje, Sherlock Holmes, para que encarne en sus relatos las aventuras que el propio Watson ha protagonizado en la realidad, y cuya narración publica puntualmente en el Strand Magazine londinense para el disfrute del público. El problema es que inventarse un cerebro contra el crimen exige encontrar alguien que lo encarne, y sólo tiene a mano a un actor vago, borrachín y mujeriego (Michael Caine) que por tanto es desordenado, indisciplinado y difícil de manejar. La película abarca así un triple plano: el plenamente investigador, con el robo de las planchas que utiliza el Tesoro Británico para imprimir las libras esterlinas; el juego realidad-ficción, con Watson como un personaje real que vive aventuras reales contadas en la prensa londinense pero cuyo protagonismo atribuye a un personaje de ficción inventado por él y encarnado por un actor contratado que sin embargo para el público es tan real como él mismo, o incluso, al poseer el atractivo del que Watson carece, más que él mismo; por último, la comedia pura, el choque de caracteres, la disparatada relación entre el auténtico detective, el doctor Watson, y el relaciones públicas que se ha buscado para vender su producto entre el público, Sherlock Holmes, y que produce una serie de momentos hilarantes repletos de torpezas, malos entendidos y dignos del mejor humor británico. Por si fuera poco, el reparto principal está acompañado de nombres como Jeffrey Jones, Paul Freeman o Nigel Davenport.Porque, desde hace más de medio siglo, el Cine ya no es una poética sucesión de imágenes silenciosas, sin compromiso nacional. Aquellas películas no tenían Patria. Incluso las de corte más realista parecían referirse a un país común, entrañable para todos (de ahí la eficacia de los films revolucionarios rusos, nunca superada después). No, ahora el cine habla, en todos los sentidos del verbo, y sus connotaciones geográficas, políticas, literarias -nacionales en suma- no pueden ignorarse, saltan al primer fotograma, lo definen. En nuestros días, las películas no tienen Patria sino Pasaporte también. Y los espectadores lo exigen al sentarse en la butaca -o lo que es peor, antes de entrar en la sala-, como en cualquier aduana seria, donde siempre hay países favoritos, a cuyos viajeros se recibe con sonrisa de halago, y países molestos, sospechosos, a cuyos oriundos se fumiga con detergente sin contemplación. Si, encima, uno de estos últimos extranjeros pretende hablarles de sus cosas y en su idioma, los espectadores -o quienes se han erigido en representantes directos suyos, los distribuidores y críticos-, además de los papeles pedirán al recién llegado que abra las maletas para registrarle y concluir con aire despectivo: “No, nada de todo eso sirve aquí, usted no ha comprendido la idiosincrasia de nuestro pueblo (en realidad quieren decir “público”). Nosotros somos muy especiales (en realidad quieren decir “superiores”). ¿Por qué no van a su tierra a para criticar? Allí tienen bastante donde escarbar”.
Por si lo anterior fuera poco, el mundo se ha vuelto incrédulo, esquivo, y no se deja conquistar así como así. “Ya nadie se escandaliza de nada”, reconoce Bretón al mismo Buñuel con amargura. El arrojo, el descaro, y más aún, el inconformismo, pasan inadvertidos en una sociedad irrespetuosa por definición, cuya regla general es precisamente provocar a quien se deje. Los afanes de vanguardia y experimento han quedado relegados al Departamento de Efectos Especiales, donde funcionarios de los grandes estudios tratan de enmascarar viejas historias con sustos y asombros nuevos. Justo lo contrario de lo que gentes como Man Ray o Picabia pretendían en sus años mozos. ¿Cómo imponer en tal situación un criterio personal, cómo dejarse escuchar, al menos, en medio de tal guirigay?
Sin cañones. José Luis Borau, en Quaterly Review of Film Studies, University of Southern California, Vol. 8, Nº 2, primavera de 1983: “New Spanish Cinema”, Ed. de Katherine Kovacs. Extraído de A cucharadas, de José Luis Borau, editado por el Gobierno de Aragón y el Centro del Libro de Aragón, 2010.

Con motivo de la entrega, el pasado 16 de abril, del Premio de las Letras Aragonesas 2009 a José Luis Borau, quien escribe tuvo la oportunidad de intercambiar unas breves palabras con el director, uno de los más importantes miembros de la larga estirpe de cineastas aragoneses y universales que han enriquecido la Historia del Cine, conversación que giró en torno a la feliz, para el director, elección del nombre de este blog, y acerca de los paralelismos entre Borau y quien escribe: ambos Licenciados en Derecho, ambos modestos pero exitosos opositores, ambos con un periodo de sus vidas dedicado a escribir sobre cine… Y ahí, para desgracia de este comentarista, terminan los paralelismos entre quien escribe estas líneas y un genio del celuloide creador de películas como Furtivos, Hay que matar a B., Crimen de doble filo o Leo.
[youtube=http://www.youtube.com/watch?v=qqlCiYID55c]
A su bonita dedicatoria en el volumen de A cucharadas que se obsequió a la concurrencia (Para Alfredo con los mejores deseos para su carrera: José Luis Borau), desde aquí, el mayor y más sentido de los agradecimientos por su obra y por su aportación al arte del Cine, y por ser portador de tantas y tan importantes cosas que aprender.
" data-medium-file="" data-large-file="" class="alignleft wp-image-4880 size-medium" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes-charlton-heston_pacc81rrafo15.png?w=300&h=103" alt="sherlock_holmes-charlton heston_párrafo15" />Los noventa son también eminentemente televisivos. La serie de Jeremy Brett y Edward Hardwicke compite con otra producción británica protagonizada por Christopher Lee y Patrick Macnee (1992). La gran sorpresa, además de la exótica Sherlock Holmes en Caracas (Juan Fresan, 1991), la constituye El crucifijo de sangre (The crucifer of blood, 1991), protagonizada por Charlton Heston con mayor solvencia de la esperada, y dirigida por su hijo Fraser. De inmensa tontería puede calificarse, en cambio, El regreso de Sherlock Holmes (1994 Baker Street: Sherlock Holmes returns, Kenneth Johnson, 1993), en la que el detective, una vez Moriarty ha sido vencido, inventa una fórmula para retrasar su envejecimiento y se traslada a la moderna ciudad de San Francisco, en la que combate el crimen ayudado por la doctora Winslow. Un absoluto engendro que, no obstante, no anda demasiado lejos (en cuanto a planteamiento; nada que ver en lo que se refiere al cuidado en la producción) de la actual serie televisiva Elementary que, protagonizada por Jonny Lee Miller y Lucy Liu, se emite desde 2012 y se sitúa en la Nueva York contemporánea. De la variopinta ensalada holmesiana en pantalla grande y pequeña de la segunda mitad de los noventa y de los inicios del siglo XXI (teleseries y películas de animación en Estados Unidos, Japón, Canadá y Reino Unido) destaca otra curiosidad, Ó xangô de Baker Street (Miguel Faria Jr., 2001), producción brasileña encabezada por los portugueses Joaquim de Almeida y Maria de Medeiros en la que Holmes y Watson viajan a Río de Janeiro para investigar la misteriosa desaparición de un violín propiedad de Sarah Berndhardt. " data-medium-file="" data-large-file="" class="alignleft wp-image-4868 size-medium" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes_bbc_pacc81rrafo16.jpg?w=300&h=181" alt="sherlock_holmes_BBC_párrafo16" />El siglo XXI sigue siendo plenamente holmesiano. Además de Elementary y del evidente uso por parte de los creadores de la serie House (2004-
– ¿No lo extrañás? ¿Nunca te dieron ganas de volver?
– Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña un barrio en todo caso pero también lo extrañás si te mudás a 10 cuadras. El que se siente patriota, el que se cree que pertenece a un país es un tarado mental. La patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salceño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Son estadísticas, números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente, tu país son tus amigos y eso sí se extraña. Pero se pasa.
—————————————-
– ¿Te gustan más los hombres que las mujeres?
– ¿En general dices? ¡No! De qué sexo sean en realidad me da igual, es lo que menos me importa. Me puede gustar un hombre tanto como una mujer. El placer no está en follar, es igual que con las drogas. A mí no me atrae un buen culo, un par de tetas o una polla así de gorda. Bueno, no es que no me atraigan, claro que me atraen, me encantan, pero no me seducen. Me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve y que vale la pena conocer. Conocer, poseer, admirar. La mente, Hache, yo hago el amor con las mentes. Hay que follarse a las mentes.
Martín (Hache). Adolfo Aristarain (1997).
" data-medium-file="" data-large-file="" class="alignleft wp-image-4871 size-medium" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes_garci_pacc81rrafo17.jpeg?w=300&h=169" alt="sherlock_holmes_garci_párrafo17" />Todo lo contrario que la bochornosa Holmes & Watson. Madrid days (José Luis Garci, 2012), horrible, ridícula, penosa película que no hace honor ni a los personajes ni a Conan Doyle ni a la cinefilia de su director, tan imprescindible como escritor de libros de cine y divulgador de la etapa del Hollywood clásico como olvidable en lo que a sus últimos años de carrera como cineasta se refiere. Mucho más presentable pero irregular en cuanto a tono y contenido, Mr. Holmes (Bill Condon, 2015) presenta a un detective (Ian McKellen) ya anciano (Watson ya ha fallecido), retirado en el campo y dedicado a la apicultura que empieza a sufrir pérdidas de memoria al tiempo que intenta resolver un último caso.Dante Bertini, camarada de la red, lúcido cronista de la realidad, encarnación de ese idilio hispanoargentino de estas últimas décadas que, entre otras cosas, ha posibilitado que vea la luz un buen puñado de estupendos filmes en los que lo argentino y lo español andan mezclados, superpuestos, mimetizados. Una simbiosis, en general, realmente estimable que no tiene parangón en el resto del planeta cine.
– MARTÍN (HIJO): ¿No lo extrañás? ¿Nunca te dieron ganas de volver?
– MARTÍN (PADRE): Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña un barrio en todo caso pero también lo extrañás si te mudás a diez cuadras. El que se siente patriota, el que se cree que pertenece a un país, es un tarado mental. La patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salceño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Son estadísticas, números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente. Tu país son tus amigos y eso sí se extraña. Pero se pasa.
—————————————-
– MARTÍN (HIJO): ¿Te gustan más los hombres que las mujeres?
– DANTE: ¿En general dices? ¡No! De qué sexo sean en realidad me da igual, es lo que menos me importa. Me puede gustar un hombre tanto como una mujer. El placer no está en follar, es igual que con las drogas. A mí no me atrae un buen culo, un par de tetas o una polla así de gorda. Bueno, no es que no me atraigan, claro que me atraen, me encantan, pero no me seducen. Me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve y que vale la pena conocer. Conocer, poseer, admirar. La mente, Hache, yo hago el amor con las mentes. Hay que follarse a las mentes.
Martín (Hache). Adolfo Aristarain (1997).
" data-medium-file="" data-large-file="" class="aligncenter wp-image-4874 size-medium" src="https://imanliteratura.files.wordpress.com/2016/06/sherlock_holmes_mrholmes_pacc81rrafo17.jpg?w=300&h=156" alt="sherlock_holmes_MrHolmes_párrafo17" />Las futuras temporadas de serie de la BBC y la nueva película de Guy Ritchie, por más que sus adaptaciones de tebeos con Robert Downing Jr. y Jude Law dejen bastante que desear, proyectan la larga sombra de Sherlock Holmes en los próximos años. No puede ser de otra manera ya que las historias de Holmes y Watson, esos Don Quijote y Sancho británicos, y sus posibles variantes (en la nómina de relatos de Holmes y Watson las obras escritas por el propio Conan Doyle son ya minoría) son inagotables, imperecederas, irrenunciables, un lugar al que siempre es bueno y conveniente volver. Porque, como el autor escocés puso en labios de su detective, “cuando se elimina lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, debe de ser la verdad”.

