Ahora que todo está más tranquilo hago repaso de como llegué aquí y no deja de sorprenderme lo que aconteció.
Vivía en el mismo edificio donde nací, donde vivieron mis padres y mis abuelos, una existencia más bien solitaria y anodina. Apenas me relacionaba con mis vecinos pese a que nos conocíamos de toda la vida, soy muy tímido y me cuesta alternar. Mientras existió mi madre pude conocer muchos de los acontecimientos que se producían en la vecindad, cuando murió apenas me advertía ecos del mundo exterior. Entre semana me limitaba a mi trabajo, los domingos desayunaba en el bar de la esquina, leía el periódico y durante la tarde vegetaba frente al televisor.
Todo se rompió el día que me despidieron, atónito sentí como mi mundo se fragmentaba en mil pedazos. Angustiado, fui incapaz de encontrar una manera de recomponerlo, por eso sin pensar me encaminé a mi casa, pero no paré, seguí subiendo hasta alcanzar la azotea y contemplar, con fascinación lo lejos que estaba la calzada.
Lo que menos me esperaba era escuchar aquellas palabras que surgieron a mi espalda: Si estás pensando en tirarte, ¡te esperas! Yo estoy antes y no pienso permitir que seas el primero… Fue tal el sobresalto que casi me caigo al vacío, allí estaba Martita, la hija de la antigua portera. Hacia tiempo que no la veía, seguía igual, con aquella mirada huidiza y la misma forma de hundir la cabeza entre los hombros. Sabía por doña Rosita, la del cuarto C, que hacía poco que su madre había fallecido y pronto sería desalojada de la minúscula buhardilla. Quizás por eso no me sorprendió su ultimátum.
No sé como ocurrió, ni donde encontré el valor, pero mirándola directamente a los ojos inicié una conversación, al principio sin sentido, después intentando captar su atención y al cabo de un largo rato allí estábamos, los dos sentados en el suelo charlando sin parar. No recuerdo cuanto tiempo transcurrió, tal vez horas. Hablamos de muchas cosas, de anhelos, de todo lo que queríamos hacer y no éramos capaces de obtener. Sí, muchas horas, hasta que nuestras manos se unieron y sin hablar llegamos a la misma decisión.
Desde entonces habitamos en la buhardilla, somos bastante felices, de vez en cuando alguno de nuestros vecinos se acerca por aquí. Martita y yo intentamos que se queden un rato, pero siempre salen despavoridos escaleras abajo gritando palabras desconcertantes sobre unos espíritus que quieren poseerlos.
Texto: Elysa Brioa Escudero
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