Revista Opinión

En la calle del infierno

Publicado el 05 septiembre 2019 por Manuelsegura @manuelsegura

                                                 Foto: Juanchi López

Este miércoles, cuando llegaba la noche, víspera de su inauguración, me dejé caer por el recinto de la FICA, donde los afanosos feriantes ultimaban detalles en el montaje de sus barracas. Fue de improviso, y no sé qué extraño motivo me condujo a adentrarme en esa zona que, a partir de hoy, bullirá con sus luces, sus ruidos y sus olores tan característicos.

La feria, con sus atracciones y casetas, siempre nos apasionó en la niñez. Los sevillanos tienen una expresión que me encanta para definir esa parte de la suya: la llaman la calle del infierno. Deambulé por el recinto como un convidado de piedra mientras sorprendí a unas gitanillas, al tiempo que sus mayores instalaban el merendero y liaban bocadillos de fiambre, escuchando reguetón a todo volumen en sus teléfonos móviles. “¿Os gusta más que el flamenquito?”, les pregunté. “’Pos’ claro”, me respondió la más pizpireta. Cuánto ha cambiado la cosa, pensé en ese momento.

Más adelante, unos operarios sudaban lo suyo instalando una atracción, pieza a pieza, tornillo a tornillo, como una especie de Torre de Babel o acaso un gran mecano que, uno de ellos me confesó, transportan en un tráiler por las fiestas de los pueblos de media España. Los feriantes son esa raza de nómadas capaces de montar y desmontar lo que se tercie, con una precisión de reloj suizo y una paciencia benedictina. Observé aparcados unos cuantos coches de lujo, intuyo que porque a algunos les va el negocio mejor que a otros.

Esta noche será el gran encendido, con nutrida presencia de autoridades y mañana, a buen seguro, no faltará la foto en los periódicos del alcalde o el concejal de turno, con la Reina de la Huerta, tripulando en la pista de los coches de choque. Tampoco echaremos de menos esa retahíla de frases consustanciales con el ambiente ferial, ya sean proferidas desde la tómbola o desde el puesto de las escopetas, los bocatas, del coco o el algodón.

Recordé, hablando con otro de ellos, tan andaluz como ensortijado, algunas de esas de siempre, que él me corroboraba: “¡Qué alegría, qué alboroto y otro perrito piloto!”. “Señora, ¿quién dice que no toca? Si no es un peluche es una pelota”. “¡Y otro jamón y otro jamón y una botella de vino y una botella de vino, señora!”. “Qué mona, qué mona y una muñeca chochona”. “Y el de la perilla, se ha ‘llevao’ una vajilla, se ha ‘llevao’ una vajilla; una monja, una monja y un peluche de Bob Esponja”…

Me marché de allí con una sonrisa y la nostalgia por el recuerdo de mis visitas de antaño. De pequeño, con mis padres, y ya de adulto, con mis hijos. La gran noria, ya instalada, se veía imponente y majestuosa aunque no estuviera iluminada. Pensé otra vez en cómo llaman en Sevilla a todo aquello y me dije que quizá sea preferible acabar en un infierno como ese, más que en el hipotético cielo del que tanto nos hablaron siendo niños.


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