Editorial Baile del Sol. 231
páginas. 1ª edición de 2012.
La primera persona que me habló
de En
los antípodas del día fue mi amigo el escritor mexicano Federico Guzmán Rubio. La había visto
(si no recuerdo mal) en la mesa de novedades de la librería Antonio Machado, había leído las primeras páginas y le
había parecido que prometían. Me preguntó si yo tenía esta novela de Gonzalo Aróstegui Lasarte (Pamplona,
1971), porque al fin y al cabo compartimos editorial y tengo un trato cercano
con los editores. En realidad, hasta que no la mencionó él yo no había oído
hablar de este libro, busqué información sobre él en internet y descubrí que
Gonzalo Aróstegui mantiene un blog especializado en música moderna, muy
recomendable para aficionados, llamado Ragged Glory (ver AQUÍ). Me informé
sobre qué trataba su libro –el mundo laboral en España– y cuando tuve que hacer
un pedido de ejemplares de mi propia novela a Baile del Sol, les compré también
(a precio de autor) unas cuantas de sus novedades. Entre ellas estaba En
los antípodas del día.
Primera sorpresa del libro: aunque
nos parezca más correcto las antípodas,
en realidad antípodas es masculino
(lo he consultado en la rae.es).
Me apeteció leer este libro a
continuación de Yo, precario porque ambos tratan un tema común: el mercado
laboral español. Lo narrado por Javier
López Menacho en Yo, precario
hace referencia a una realidad muy cercana al momento de la publicación del
libro y al de mi lectura, al situar su acción en el año 2012 (o como muy temprano
en 2011), y a las penurias laborales a las que se enfrentan los jóvenes en
España a raíz de la crisis de 2008. En
los antípodas del día, Rafael Hernández Gutiérrez –que parece un trasunto
novelado del propio autor– nos habla de su trabajo nocturno como teleoperador de
la empresa Vía Digital desde diciembre de 1998 hasta finales de 2003.
Gonzalo Aróstegui ha nacido en
1971 y Javier López Menacho en 1982; casi una generación los separa; pero la
lectura de ambos libros me ha confirmado algo que ya sabía: el trabajo precario
para los licenciados universitarios en España no empezó con la crisis de 2008. Parece
que más de uno se ha olvidado ya de la existencia de las ETT del 2000; del
amigo que cobraba la mitad de su sueldo en un sobre y cuando le decía al
empresario que con su nómina legal un
banco nunca le iba a conceder una hipoteca para comprar una casa, el empresario
le respondía: no te preocupes, que ya ha pasado, tú vas al banco, le enseñas la
nómina y una carta que te firmamos nosotros con lo que cobras en negro y el
banco te concede la hipoteca; del amigo que no se movió del sitio durante años
pero que cambiaba cada año y medio (tras cumplir tres contratos de seis meses)
de empresa (la misma empresa dada de alta con tres nombres) y así no tenía
nunca un contrato fijo; del colegio privado que te dejaba todos los veranos en
el paro aunque lo legal fuesen como mucho tres... Yo no me he olvidado de esa
España del 2000 previa a la crisis (tierra del ladrillo y la especulación) y
Gonzalo Aróstegui tampoco.
Rafael Hernández tiene
veinticinco años y, al acabar la carrera de Filosofía, quiere escribir una
tesis sobre el nacionalismo. Pero también desea no tener que pedir más dinero a
su madre para salir a tomar algo con sus amigos y decide buscarse un trabajo. A
finales de 1998 en España lo más normal era que un licenciado en Filosofía del
barrio de Carabanchel encontrase trabajo de teleoperador. Poco después de
empezar acabará en el turno de noche, donde principalmente se dedicará a
atender a señores que desean contratar el visionado de una película porno o
bien que tienen dudas sobre sus facturas televisivas a las tres de la mañana.
A diferencia de Yo, precario, En los antípodas del día no sólo habla del mundo laboral; la vida
familiar, del barrio o de pareja tendrán su importancia en las páginas del
libro. Y en este sentido podría afirmar que En
los antípodas del día tiene más cuerpo como novela que las simpáticas
crónicas de Yo, precario.
Rafael tiene un trabajo que no le
permite dejar la casa de sus padres, pero empieza a salir con la atractiva
hermana menor de uno de sus mejores amigos. Ahora tiene dinero para poder
pagarse sus gastos, pero menos tiempo libre para avanzar en su tesis. Al
principio de la novela Aróstegui empleaba el recurso de insertar las notas que
Rafa va tomando para sus tesis entre las páginas de su narración; recurso que
queda abandonado según el narrador va dejando de lado su tesis y adentrándose
en el mundo de la noche.
Raquel, la novia de Rafa, intenta
convencerle para que deje su trabajo de teleoperador nocturno, pero En los antípodas del día, además de una
denuncia de una situación laboral precaria (escasos sueldos, contratos
interpuestos entre ETTs y empresas filiales, jefes arbitrarios, exigencia de
tareas no correspondientes al puesto...), también es la historia de una
fascinación: la de la Noche. “Por la noche no hay jefes”, se justifica Rafa en
la página 78; pero en la página 181 ya afirma: “A estas alturas del partido yo
ya me había transubstanciado en vampiro y la luz del día me molestaba”; y en la
214: “Era la droga Noche, que controlaba mi sistema nervioso para hacerme
actuar a su antojo”.
Otro de los temas de En los antípodas del día es el del paso
de la indolencia de la juventud a la decepción de la vida adulta. “Era el
HORROR que se acercaba, pero esta vez en forma adulta” (página 139). El grupo
de amigos de Rafa está formado por cuatro personas, una amistad cimentada por
la pasión musical: “Los cuatro formábamos una piña que parecía indestructible
unida por el ritual –quizá infantil, pero mágico– del rock and roll” (pág.
139). Y en gran medida En los antípodas
del día es una novela musical, que reivindica la fuerza de la música como
seña de identidad personal. El narrador cita a escritores, pero rara vez se
describe a sí mismo leyendo; recuerdo una única escena en la que Rafa se
describe leyendo, y dice algo así: “Fui al salón y abrí un libro”; en cambio la
música escuchada en casa o en los conciertos está profusamente documentada. Y a
pesar de esta pasión, Rafa empieza a sentir que las conversaciones sobre los
grupos musicales se repiten, que sus amigos le consideran un pedante si cita a
alguno de los filósofos que ha estudiado en su carrera, que debería haber algo
más y no sabe dónde.
Y por supuesto, En los antípodas del día es una novela
sobre el trabajo. Por experiencia sé que, a pesar de que uno piense que en la
empresa en la que está se comenten los mayores atropellos del mundo, y que le
muerdan las ganas de denunciarlo públicamente, para un lector ajeno a ese
entorno laboral las descripciones de ETTs, contratos fraudulentos, abusos en
las tareas impuestas pueden resultar tediosas. Aróstegui también parece darse
cuenta de este problema, y centra su descripción del trabajo en las
consecuencias que éste tiene sobre su vida privada, y en las relaciones humanas
que se establecen en él. Y así nos va a hablar principalmente de las actitudes
que toman las personas en las empresas (miedo al despido, servilismo...) o las
transformaciones que van a sufrir en cuanto tienen un mínimo de poder. Además
de hablarnos de la lucha sindical y de las reivindicaciones legales, de las
pequeñas derrotas y victorias del trabajo. “Era el individualismo atroz que nos
rodea” (pág. 199).
Con el estilo ocurre algo
curioso: la voz narrativa es la de un chico de Carabanchel que ejerce de chico
de Carabanchel, y al que por tanto le gusta narrar con un lenguaje muy cercano
al oral; y que además desconfía del lenguaje formal, que le parece un disfraz
para no hablar claro. Esto escribe, por ejemplo, en la página 37: “Multidifusión
lo llaman ellos; jeta, los demás”, y en la 216: “Difuminándose en el ámbito de
infantiles subjetividades (léase pataletas)”. Hacia este lenguaje oral parece
conducirle el hecho de que el personaje desconfía de lo aprendido en los
libros: “El problema es ¿qué son los principios si te atenazan en la práctica
con su ostentosidad teórica? O mejor: ¿para qué sirven? No hay respuesta, pero
queda claro que la vida (‘la realidad’) hace aguas frente a la teoría” (pág.
225); pero algo sí que ha quedado de sus estudios de filosofía (éste es el
hecho curioso del que hablaba al principio del párrafo), y es la tendencia a
hacer razonamientos continuamente matizados por frases subordinadas, que en algunos casos le llevan al
abuso de paréntesis, corchetes o guiones; un claro ejemplo me ha parecido este
párrafo de la página 24: “Yo no le contestaba, pues su lógica estaba tan
alejada de la mía, y al mismo tiempo tan enraizada en su naturaleza –era la
base de todo su comportamiento (o quizás ese comportamiento había conformado
una lógica a la que intentaba dotar de un carácter retroactivo [o a la que ya
había dotado] que, aunque falso y envenenado, se impusiera como definitivo),
heredado de generaciones educadas en el (¡oh, maldito cristianismo!) dolor, la
carencia, y la contención, pero también en la trampa, el engaño y la cínica
brutalidad–, que cualquier intento de mi parte de –no ya de hacerle cambiar de
opinión, no, eso era imposible– explicarle mi punto de vista –si es que tenía
alguno– habría resultado baldío”.
A pesar de algunos titubeos verbales, exceso de oralidad por un lado,
con un pequeño abuso de las frases hechas –lo que queda, en todo caso,
justificado por la voz narrativa elegida– y algún párrafo (como el descrito más
arriba) un tanto farragoso, la lectura de En
los antípodas del día se me ha hecho agradable por la cercanía que sentía
hacia el protagonista de la historia (hablar en Madrid de Carabanchel o de
Móstoles es hablar de lugares parecidos): Rafa podía haber sido un chico de mi
barrio. También por la conexión que he sentido con el contexto social e
histórico del libro. Se describe, por ejemplo, una visita a la sede de
Comisiones Obreras cerca de la plaza de Neptuno, que yo he tenido que realizar
de una forma tan similar a Rafa, que sólo he podido sentir empatía hacia él. Así
que voy a reivindicar la lectura de este tipo de literatura cercana y vital que
es En los antípodas del día.