Revista Cultura y Ocio
Una compañera de trabajo de Ángeles nos ha dicho que hay un templo hindú en Wembley, al noroeste de Londres, y que merece la pena visitarlo. Nos intriga conocerlo: lo que sabemos del hinduismo se limita a lo que hemos visto en las películas de Indiana Jones y los documentales de la 2. Cogemos el metro hasta Wembley y contemplamos el primer espectáculo del día: una joven sentada delante de nosotros come de una tartera algo que se parece a una ensalada. En Inglaterra, férreamente regida por horarios laborales sin resquicios hedónicos, es común este desdén por el almuerzo: la gente se come un bocadillo por la calle, de camino a una reunión, o una pizza sentada en los escalones de un portal, o, en el mejor de los casos, y como una concesión insólita, unos noodles en un banco del parque. O no come. La gastronomía inglesa, y el enriquecimiento cultural que supone el acto social de comer, nunca despegará hasta que se erradiquen estas costumbres bárbaras: almorzar en el metro es como colgar un Picasso en una sauna o defecar en el patio de butacas de la ópera. Yo siempre había asociado Wembley con el famoso estadio de fútbol, pero hoy es más conocido entre los londinenses por ser uno de los barrios con mayor concentración de asiáticos de la ciudad. Y lo comprobamos enseguida, al salir del metro en Alperton: nos rodean las carnicerías halal, los restaurantes paquistaníes y los supermercados chinos. Como es la hora de comer, decidimos hacerlo primero y visitar después el templo: primum manducare deinde philosophari. Y no en el metro, como la inglesa incivil de la ensalada, sino en un restaurante indio-nepalí que encontramos cerca, y a cuya entrada encontramos una petición de ayuda para las víctimas del reciente terremoto en el Nepal. El local es discreto y austero, pero la música ambiental resulta deplorable: oscila entre las adormecedoras melopeas del Tíbet y el pop poligonero. A Ángeles una canción le recuerda a Meteoro, aquel fascinante piloto de dibujos animados de los 80. Como en los restaurantes orientales nunca sabemos qué es cada plato -y ni siquiera si es un plato: alguna vez he pedido como principal lo que era un bol de arroz o un tipo de pan-, solicitamos ayuda a la camarera. Pero la joven no parece muy lista: nos mira como miraría un sordomudo a un rapero, y solo conseguimos que nos recomiende la especialidad de la casa, momo, que no es el dios griego de la risa, sino unas bolas de harina de cebada, rellenas de pollo u otros ingredientes, que se toman mojadas en salsas picantes. Aunque ha especificado que el plato no es demasiado picante, pronto descubrimos que la estimación de lo que es picante o no lo es, varía mucho de una cultura a otra: nosotros tenemos un incendio en la boca. Y nos preguntamos por la razón de este empeño de tantas cocinas del mundo en arrasar los sabores con tantísima sazón. Aplacamos el fuego que sentimos con pan, agua y la ensalada verde que hemos pedido para acompañar, y que nos salva la vida. Aunque ha llegado, como es costumbre, sin aceite de oliva. Se lo pido a la camarera, y me trae medio dedo del valioso condimento en un cuenquito metálico, como si fuera oro líquido. Nos lo repartimos escrupulosamente. El postre consiste en una cuajada singular, que no está mal, pero que yo presumo más sabrosa con leche de yak. "Anda, el especialista...", pondera Ángeles. Mi mujer, siempre tan encomiástica de mis saberes. El templo Shri Sanatan Hindu Mandir, que así se llama oficialmente, está a poca distancia del restaurante. Es reciente: se inauguró en 2010, e impresiona por el minucioso trabajo escultórico, hecho por artesanos indios y trasladado, pieza a pieza, hasta Londres. Está construido con piedra ocre de Jainselmer y Bansipahadpur, de la India, de acuerdo con las preceptos de los Shilpa Shastras, los milenarios manuales de construcción y diseño hindúes. Reparo en las clásicas figuras femeninas de pechos hemisféricos que se sostienen sobre una sola pierna, como las garzas, y que adornan, entre lianas y otros motivos vegetales, todas las columnas. Entre ellas, en algún lugar, hay también una figura de Teresa de Calcuta -sin pechos hemisféricos, imagino-, como homenaje a los líderes espirituales de otras doctrinas, que el hinduismo, que no pretende el monopolio de la fe, respeta y reverencia. Significativamente, el hinduismo no es monoteísta, sino que reconoce muchos dioses, o, dicho con más exactitud, muchas formas distintas del principio que sostiene el universo, llamado Brahman. Esta pluralidad de entidades divinas se comprueba de inmediato en el interior del templo, donde se ha establecido un recorrido -un vía crucis, según Ángeles- que nos lleva a visitar una multitud de figuras trascendentes, ya sean divinidades o santones. Para hacerlo, hay que descalzarse antes, lo que se me antoja una bendición, porque un tofo gotoso me está martirizando y me hace caminar malamente. También puede uno dibujarse en la frente el tercer ojo de Shiva con un polvo rojo que se ofrece gratuitamente a la entrada, pero tanto Ángeles como yo decidimos seguir trabajando con los dos que ya tenemos. Dejo las sandalias en el casillero 69, para que no se me olvide -es un número por el que siento cariño y que me resulta fácil de recordar-, e iniciamos el itinerario. En capillas sucesivas -aunque supongo que no son, técnicamente, capillas- vemos a Shri Ganeshji, el elefante sagrado, que a ambos nos recuerda de inmediato a Ganesh, el libro de Malcolm Bosse sobre la experiencia intercultural de un americano en la India; a Shri Saraswati Mataji, que toca la vina con cuatro manos (tener cuatro manos ha de ser una bendición para rasguear cualquier instrumento de cuerda: "Imagínate a Paco de Lucía con cuatro manos", le digo a Ángeles); a Shri Gatrayi Mataji, que, con diez manos (y cinco caras) podría tocar casi toda la sección de cuerda de una orquesta sinfónica; a Shri Jhulelal, de barba blanca y mostacho atufado, a lo Hércules Poirot; a Shirdi Saibaba, otro anciano, que nos mira con el ceño fruncido y las piernas cruzadas; a Padmavati, cuya cabeza cubre un dosel de siete cobras; a Ranchod, Shrinathji y Tirupati Balaji, las vírgenes de Montserrat del hinduismo, negras (o quizá negros); a Balkrishna, una gordita rozagante, con poca ropa, que ofrece una piña; a Shri Ram Darbar, tres figuras iguales bajo un templete iluminado con lucecitas parpadeantes, como las que se ponen en los árboles de Navidad; a Shri Amba Mataji, de seis manos, en una de las cuales blande un sable, a lomos de un tigre; y Yamuna Mahataniji, que parece lagarterana. Todas las figuras son de cerámica blanca (o negra) y todas están barrocamente ataviadas, con bombillas, lentejuelas, espejitos y estolas; pero todas son muy parecidas, y casi siempre inexpresivas. No sabemos nada de ninguno de ellos, salvo de Ganesh, pero deben de ser muy importantes para la gente. Los fieles desfilan ante ellos: juntan las manos y rezan, como los cristianos, tocan la hornacina correspondiente con la punta de los dedos, echan una moneda en el cepillo dispuesto siempre delante de la imagen (el templo está, de hecho, lleno de carteles que piden la limosna de los adeptos: se aceptan tarjetas de crédito) y, en algún caso, dejan un pequeño óbolo para el dios: una manzana, una naranja, un plátano, un coco o, extrañamente, una botella de aceite de mostaza. El recorrido concluye bajo la cúpula central del templo, ricamente labrada y decorada, donde un nutrido grupo de creyentes, sentados delante de una imagen de Simandhar Swami, que debe de ser alguien, o algo, muy importante, canta un mantra invariable: todos parecen indios, excepto uno, inglés, que se ha sumado a la celebración con gran fervor, con los ojos cerrados y las manos en las rodillas, como si estuviera en la posición del loto, pero sin la incomodidad de esta: está sentado en una silla de jardín. Nos sentamos nosotros también para contemplar la ceremonia. Pero la ceremonia es de una monotonía narcótica: la salmodia constante, solo punteada por las palmas de los recitantes, me lleva al borde del sueño. Lo mismo me pasaba en las misas, de niño: la monocordia atroz de los cantos, las lecturas y los sermones no me inspiraba exaltación espiritual alguna, sino, por el contrario, un sopor casi invencible. Compruebo, una vez más, mi total ausencia de sentimiento religioso. Soy un ateo natural, y si ese ateísmo congénito, temperamental, no se manifestó antes fue porque lo impidieron los once años que pasé en un colegio de curas. Veo que mucha gente -de hecho, la gran mayoría de la gente- siente la necesidad de creer en algo trascendente, lo que les lleva a crear un mundo trascendente. Mis ansias de trascendencia se limitan a una difusa y cada vez menos alentadora fama literaria. Los ritos, doctrinas, morales, preceptos y celebraciones de las religiones o de cualquier otra superstición ultraterrena, a los que tantos se abrazan para sentirse menos solos en este mundo incomprensible, solo me dan sueño y ganas de sonreír. Cuando me despierta el tintineo de las monedas que los fieles depositan en los cepillos cercanos, Ángeles me dice que le parece que una señora con sari ha dudado, ante mi barba blanca y mi expresión transpuesta, de si debía considerarme también un swami. En cualquier caso, habría estado bien echar una siesta y despertarme con, no sé, un melón a los pies. Nos vamos, por fin, no sin echar un vistazo al tenderete de suvenires, donde el dependiente comprende enseguida que no somos paisanos y nos pregunta qué religión profesamos. Yo le respondo que ninguna, y Ángeles, la católica. Saca entonces de los estantes inferiores un crucifijo de pie, de oro, y se lo ofrece con un sustancioso descuento. El hinduismo es, ciertamente, una religión flexible, cuya práctica no excluye la de otras fes. Y en la calle prosigue la convivencia espiritual: delante del Shri Sanatan Hindu Mandir está la sede de la Iglesia Baptista de Alperton, y un poco más allá, la Comunidad Latina Cristiana, o Iglesia del Dios de la Profecía. Viva la trascendencia.