Libros sobre la cama. Una masa de ropa arremolinada en torno a la silla. Una cajetilla de tabaco blando con medio cuerpo saqueado por la ansiedad fumadora. Un reloj roto. Una agenda sin anotaciones y bolígrafos que ya no escriben pero se resisten a abandonarme. Garabatos sobre mi mesilla de noche. Calcetines desparramados en el suelo, que aceptan resignados el pudor que les impide meterse entre las sábanas. Un teléfono apagado. Y una gorra de lana que hoy no usaré. El sol alarga sus brazos por mi ventana.
Podría darle un aire romántico a este ambiente de compromisos a medias y obligaciones pendientes. Pero no hay para tanto. De la lámpara cuelgan a pares los suspensos y al abrir el armario han caído a mis pies todas las notas ausentes de una guitarra que ya no tiene voz. De poseer el talento de Bettina von Armin –una fabulosa lectora del siglo XIX que disfrutaba escribiéndose correspondencias ficticias a sí misma- hubiese afilado el lápiz y dibujado un paisaje entrópico donde habitar serenamente. “En tu cuarto era como estar a orillas del mar, donde una flota había encallado. Schlosser reclamaba dos grandes infolios que había tomado en préstamo para ti en la biblioteca municipal y que tú tienes desde hace ya tres meses sin haberlos ojeado. El de Homero estaba abierto en el suelo, tu canario no lo había tratado bien…” Así se escribía ella. Creo que Bettina solamente quería describir aquello para sentirse parte de ese juego de objetos que salpicaban su habitación y a veces conseguían dominarla hasta el punto de hacerla sentirse una pequeña concha inerme a orillas de ese paisaje playero.
Por eso a veces también es importante hablar de las ausencias. De este enero en blanco que si bien la gente suele llenar de pretensiones y propósitos yo he preferido dejarlo vacío, esperando en la puerta a ver quién entra primero, quién se atreve a dar el paso: Mi pacto a medias con Teresa y sus tardes, mi locura sugestionada por la adolescente Woolf, mi Benedetti sin tregua, mi Larra y su doncel… Aguardaba con esa misma inquietud contenida de la extraña muchacha que en el cuadro de Renoir parecía exiliada del plácido ambiente que la rodeaba. Muchacha cuya pose inspiró cientos de cuadros a aquel viejo de cristal que en la película de Amélie repetía el lienzo de "El almuerzo de los remeros" con el único propósito de captar aquella mirada perdida, suspendida en otro espacio ajeno al cuadro y quizás al propio Renoir.
El caso es que tal estado ingrávido atestaba la habitación que sólo podía vencerse por la tangente. Por la esquina ausente en la que alguien dejó un libro en mis manos. Tan inesperado como divertido: La tienda de los suicidas, de Jean Teulé, que no podía ser más evocador en esta playa de mi cuarto, en este cuadro de remeros. Me cuesta decidir si lo más fabuloso del libro es la imaginación desbordante del autor, la sórdida idea de que en un futuro existan tiendas suicidas regladas por una legislación todavía protectora con la infancia -el bote de los caramelos debía tener la proporción justa entre veneno y placebo para que el azar decidiese sobre el destino de los pequeños-, o el negocio familiar de una pandilla de altruistas que siempre cuelgan el cartel de "abierto por defunción". Ni uno sólo de los Tuvache escapa al encanto: los progenitores que forman parte de una estirpe de vendedores de objetos suicidas o los acomplejados hijos que se regozijan en su lamentable existencia: Vincent, Marilyn y Alan. Por su puesto el nombre lo heredan de sus tocayos suicidas. Pero el pequeño, Alan, inspirado en la fabulosa figura de Alan Turing es el díscolo que sonríe a los clientes y les despide con un "hasta pronto" en lugar de decirles "adiós". El carácter de los personajes y ese mundo de distopía propio de las novelas futuristas de Ray Bradbury mueven perversamente al lector hacia una abierta y continua carcajada. Y los instrumentos para el suicidio, tan divertidos como inútiles, están hechos para todo tipo de degenerados con impulsos mortales: desde los preservativos rotos para contagiarse el Sida hasta el Kit Turing que incluye una manzana con cianuro y un lienzo con el que pintar la fruta antes de despedirse de la vida. Y es que, en el fondo de esta novela desternillante, subyace una clara denuncia a la injusticia cometida con Alan Turing: un matemático inglés, considerado padre de la primera generación de ordenadores que fue juzgado y castrado químicamente por reconocer su homosexualidad. Un mártir a lo Oscar Wilde, pero con el agravante de que los hechos ocurrían medio siglo después. Tras quedarse impotente, contemplar como su figura se ensanchaba y le crecían pechos -todos efectos secundarios del tratamiento hormonal que le impusieron para rebajarle la lívido- Turing decidió quitarse la vida, aunque su muerte sigue constituyendo un enigma. Pintó un cuadro de una manzana inspirándose en el fruto que previamente había cubierto con cianuro y que estaba sobre su mesa. Luego se la comió, aunque no pudo acabársela por completo. Ésa es la principal teoría. Que llega incluso a explicar -según las mentes más retorcidas- que el símbolo de Apple sea una manzana mordida.
El caso es que en medio de tanta risa, el escritor Jean Teulé consigue meternos su mensaje entre las sienes: el peligro de un futuro regido por la histeria. Algo que en el pasado y a lo largo de la Historia se ha cobrado demasiadas víctimas. Por eso los Touvache, protagonistas de esta tragicomedia, tienen en su tienda una colección de lienzos con manzanas: algunas impresionistas, otras más realistas... Las hay incluso cubistas. Porque los propietarios de La Tienda de los Suicidas solicitan, a quien compre el Kit Turing para emular la muerte del matemático inglés, que leguen el lienzo a su negocio. Y así, están todos expuestos en la pared. Uno de los ejemplares es una manzana azul. "Ése lo pintó un daltónico", nos aclara el padre. Y uno sonríe, con el libro entre las manos y la torpeza del suicida.
Quizás lo más fabuloso de este libro es que su fantasía llega a ser tan hilarante que preocupa al lector. Y sientes cierta indefensión ante las ganas que te entran de visitar la tienda y contemplar todos aquellos extraños objetos. Darle un beso de la muerte a Marilyn, contemplar el vendaje de la cabeza de Vincent, alucinar con la fría ejecución del padre Mishima -que fabrica bloques de hormigón para arrojarse al río- y la siempre servicial Lucrèce, cocinando sus recetas ponzoñosas. Pero sobre todo, uno quiere espiar con orgullo a aquel joven extraño, el que sonríe permanentemente y que en un mundo adverso y plagado de suicidas conseguirá contagiar a todos de una estúpida pero efectiva pulsión por vivir.
"Mishima Tuvache sale del sótano con un saco de cemento entre los brazos y lo deja en el suelo mientras su mujer le cuenta lo sucedido:-Esta clienta afirma que Alan está sonriendo.-¿Qué dices Lucrèce?
Sacudiéndose un poco de polvo de cemento de las mangas , se acerca al niño y lo contempla largamente con aire dubitativo antes de diagnosticar:-Seguramente tiene un cólico."
Y con tal rotundidad, el lector se convence de que un extraño pero placentero cólico, le acompaña a lo largo de la lectura. Y este es el mayor de los peligros para la rentabilidad de La tienda de los suicidas: atrapa.