©Michael Massaia Ghost Nightmares
- Moli, ¿quieres un chicle?- Venga, vale.Un par de veces al año lo intento. Acepto un chicle para ver si por fin le encuentro la gracia a masticar plástico. Intento saber qué encanto tiene mantener las mandíbulas funcionando en balde. Quiero saber cuál es el interés de masticar chicle y no, por ejemplo, las hojas de un ficus.
En mi infancia comía chicle, más por pandillismo y aburrimiento que por gusto, pero lo hacía. Eran otros tiempos. Los chicles tenían personalidad, eran robustos, de tamaño extragrande y de fiar.
Añoro los chicles Cheiw. Ladrillos duros que había que ablandar a base de producir litros y litros de saliva. Un tocho de goma que te ocupaba toda la boca y que imposibilitaba cualquier comunicación hablada comprensible. (Puede que por eso las amistades duraran más que ahora: pasábamos mucho rato mirándonos mascar sin intercambiar palabra).
Mi chicle favorito era el de fresa ácida, con su precioso papel rosa por encima y por debajo el papel plateado que envolvía una explosión de fresa ácida que me hacía guiñar los ojos intentando no llorar. Me encantaba esa acidez dulzona.
Lamentablemente poco después, al ser el chicle una bola de goma, el sabor explosivo se le quedó pequeño. Y empezó, poco después, a sofisticarse. Se hizo ambicioso, quería más.
Primero pensó: ¿Y si me meto en un chupachups? Así surgieron los míticos Kojac. He de reconocer que tenían su encanto, pero la química entre las dos partes de la chuchería no estaba bien conseguida, era obvio que caramelo y chicle no se llevaban bien. El caramelo se hacía pedacitos y corrompía el chicle. No hay nada peor que un chicle con tropezones (por eso no se puede comer chicle con pan, pipas, patatas fritas, galletas... etc.).
El chicle, además, quería mayor protagonismo. Estar encerrado dentro de una bola de caramelo era humillante. Surgieron entonces los primeros atisbos de los agoreros antiazúcares: uhhh, el azucar es malísimo, es un invento del demonio, uhhhh, uhhh... arrepentíos.
El chicle, atento a las circunstancias, aprovechó el nicho y lanzó la versión saludable: el Trident.
Por supuesto, la “saludabilidad” no iba a salirnos gratis. A cambio de creernos que el chicle era bueno, se convirtió en una finísima lámina, una sabanita de goma ridícula, triste como una loncha de jamón en la nevera de un soltero. Y ¿qué pasó con el sabor? La explosión de sabor que te dejaba sordo y mudo se transformo en un ligerísimo recuerdo. Pasados los primeros 30 segundos de duración del sabor te afanabas en masticar y masticar fabricando litros de saliva que consiguieran rescatar algún resto del sabor que, según el envoltorio, aquello que tenías en la boca debía tener: mint.
Para mi el trident fue muy saludable: dejé de comer chicle.
El chicle, ya sin mi, siguió con su proceso. Desde la distancia observé cómo de lámina finúscula pasaba a casi imperceptible pastillita en envase gigante. Sospecho que porque para conseguir una mijita de sabor hay que masticar media docena de golpe.
Comprobé también que cada vez vendían más “saludabilidad”: limpian los dientes, combaten la placa, el mal aliento; un catálogo completo de razones tontas para masticar chicle.
Al mismo tiempo, la sencillez de los viejos sabores pasó a la historia y, como en el mundo de la cocina, la sofisticación ridícula se hizo fuerte: frutas tropicales, splash, water melon sunrise, mega mistery blue dream, rainforest. Confieso que a veces no sé si son chicles o geles de ducha. He comprobado que saben por el estilo.
Últimamente los chicles se han vuelto más canallas. Agotadas las posibilidades de la saludabilidad, y supongo que también agotados los nombres absurdos para sabores inexistentes, han vuelto a lo que de verdad vende, a lo que engancha. Y lo han conseguido. Miles de adictos al chicle pueblan nuestras ciudades.
Son fáciles de detectar. Superan la cuarentena, parecen normales, tranquilos, centrados, serios, pero si pasas con ellos más de media hora notarás algo raro. Mientras hablan contigo, sin cambiar el gesto, ni el tono, ni la pose, una de sus manos se pone en marcha en busca de un bolsillo. Notas un casi imperceptible alivio en el susodicho cuando esa mano que subrepticiamente ha ido hasta el bolsillo agarra algo. La otra mano, en un movimiento veloz se suma a la escondida en las profundidades del bolsillo y, a la velocidad del rayo, lleva a la boca de tu interlocutor algo que parece una pastilla.
Como tenemos una edad, te callas y no dices nada. Lo mismo esa pastillita es un medicamento: un ansiolítico, sintrón, un anticonceptivo... y continúas la charla. Cuando pasada media hora, el susodicho vuelve a repetir los mismos movimientos; es cuando piensas: o le va a dar un infarto o se droga.
Y se droga.
Los chicles de nicotina son un triunfo sin precedentes de la industria del mascar. He visto a exfumadores atizarse el equivalente a 4 cajetillas de tabaco en esas pequeñas pastillitas. He visto a hombres hechos y derechos palparse todo el cuerpo en busca de sus chicles, en una danza digna de la niña del exorcista. Los brazos moviéndose sin parar, los ojos en blanco, la mirada perdida, la saliva borboteando al no encontrar su droga.
- Te has dejado los chicles en el coche. - ¿De verdad? ¿Seguro? ¿Cómo lo sabes?- Sí, de verdad. Lo sé porque los he visto en la guantera. - ¿No te importa que vaya a por ellos? ¿Aunque estemos en el cine a mitad de la película?- No me importa. Prefiero que vayas a drogarte a que sigas moviéndote como si estuvieras infestado de piojos y ladillas.
Sobre besar a estos adictos, ni hablamos. Debería haber comprado toneladas de chicles cheiw de fresa ácida.
*La foto es Ghost Nightmares de M. Massaia. Sí, es un chicle mascado por el artista. Más aquí.