Revista Cultura y Ocio

Ensayo sobre la merienda

Publicado el 07 julio 2016 por Molinos @molinos1282

Ensayo sobre la merienda
La merienda; no me puedo creer que no le haya dedicado un ensayo a esa maravillosa, excelsa, innecesaria y por tanto placentera comida. 
La grandeza de la merienda reside en que jamás se hace por hambre. Se merienda por gula, por placer, por deseo, por llorar, por nervios, por olvidar, para desahogarte, por rabia o por las risas.  Hay dos tipos de meriendas que no me interesan nada: 
-las meriendas infantiles, que son un coñazo. Las madres preparan meriendas porque las tardes con niños se hacen eternas y hay que buscar algo que hacer y porque están llenas del concepto "que mi niño coma sano". Eso convierte un placer culpable en una obligación saludable. Cuando el niño no quiere merendar lo que le dan, la madre se siente fatal por no ser capaz de conseguir que a su niño le apetezca una manzana en trozos y todo se convierte en un sinvivir.
-las meriendas de señoras mayores con rebeca y bolso en cafeterías. De esto no puedo hablar todavía, no soy una señora mayor y no llevo rebeca. Las veo con sus cafés y sus poleos y sus croissants cortados con cuchillo y tenedor, y tengo escalofríos. 
Tras la etapa infantil, y cuando tu madre decide que ya has alcanzado el desarrollo suficiente como para que le dé igual que comas o no, se abre una época de descontrol merendil. 
Hay gente, indocumentados sin criterio, que opta por dejar de merendar para siempre. Se les olvida que ese gran placer existe y saltan alegremente de la comida a la cena. Bueno, no tan alegremente, suelen ser gente triste, gris... insulsos. 
"Yo nunca meriendo" comentan con un orgullo que a mí me resulta inconcebible. 
Otra gente, infelices para siempre, caen en la trampa de las cinco comidas al día de todas las revistas de "siéntete guay comiendo alpiste y cosas con el mismo sabor que el corchopán" y no se saltan la merienda pero la convierten en una estación del Vía Crucis. Gente que merienda una loncha de pavo transparente, unos arándanos salvajes de la Conchinchina o un biscote ligero con semillas y una porción de queso fresco (algún día tendremos que hablar de cómo esa masa blanca consiguió que la llamáramos queso).  
Si estos dos grupos siguen creciendo es posible que las meriendas pasen a ser una especie en extinción, pero por ahora estamos a salvo de este desastre. 
Afortunadamente, todavía quedamos unos cuantos irreductibles que cultivamos el noble arte de la merienda. Resistimos y aunque hay días que no podemos merendar porque la vida no nos deja... mantenemos como podemos ese placer culpable aunque  hemos perdido protocolo, rutina y prestancia. 
Para empezar hemos perdido el horario. Las cinco y media es una hora absurda porque o has comido demasiado tarde y se te olvida que puedes volver a comer o estás trabajando o, en vacaciones, te estás echando la siesta. Merendamos en un rango de horario que va desde que te asalta la necesidad imperiosa de comer algo hasta el minuto antes de que lo que comas pase a considerarse "picar algo mientras preparo la cena". 
Las formas también las hemos perdido. De niño puedes sentarte en la cocina o comer en el parque y cuando llevas rebeca y el pelo blanco  te acomodas en tu mesita de Embassy. En los 70 años que separan ambos momentos pocas son las ocasiones en las que puedes sentarte en tu cocina a tomarte un vaso de leche con galletas untadas de nocilla o un bocadillo de queso o una tostada con tomate. La merienda se convierte en algo más parecido a una operación de guerrilla, un acto clandestino que realizas a medio camino entre un lugar y otro, entre una tarea y otra. Compras una palmera de chocolate y te la comes por la calle o en el coche, entras en la cocina y, de pie delante de la nevera, te zampas 4 quesitos y un puñado de picos o media tableta de chocolate y dos sobaos. 
Los merendadores, aún así, estamos perdiendo espacio público. La cena tempranera se está imponiendo, invadiendo el espacio de la merienda tardía y cada vez más gente te pregunta ¿merendar, pero qué dices? Menos mal que nosotros, los merendadores, cuando nos cruzamos por la calle con nuestras palmeras de chocolate compradas en una incursión rápida en una pastelería, nos reconocemos por el brillo de los ojos y por la alegría de nuestro caminar. 
Pronto los merendadores seremos clandestinos o no seremos y nos reconoceremos por los bigotes de leche (entera, por supuesto). 

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