Revista Diario

"Entender a Putin" por J. Saborido

Por Julianotal @mundopario

Entender a Putin

Por Jorge Saborido*

Si bien no cabe duda de que el objetivo central de la política exterior del presidente Vladimir Putin es reinstalar a Rusia como una potencia relevante, su demonización no ayuda a comprender la lógica geopolítica que guía sus acciones, que no difiere de la que exhiben las potencias occidentales.

A raíz del conflicto de Ucrania y sobre todo de su reorientación hacia la cuestión de Crimea, la prensa occidental, sin mayores matices, se ha dedicado a condenar las “aspiraciones expansionistas” de Vladimir Putin y a reclamar la adopción de duras sanciones contra Rusia por parte de Estados Unidos y de la Unión Europea. El punto de partida de la mayoría de los análisis es una afirmación que pareciera considerarse fuera de toda discusión: la Rusia liderada por Putin constituye un desafío para Occidente en general y para Estados Unidos en particular. Sin entrar en disquisiciones conocidas respecto de si la historia se repite o no, estos análisis nos traen el eco lejano de las posiciones de los fervorosos “combatientes” de la Guerra Fría, que desde 1946 argumentaban de manera “irrefutable” respecto de las aspiraciones de Joseph Stalin de impulsar el avance del Ejército Rojo hacia el oeste. Tuvo que producirse la apertura de los archivos de la ex Unión Soviética para que salieran a la luz los más modestos y realistas objetivos del dictador ruso luego del enorme costo de la victoria en la Gran Guerra Patriótica.
Volver a ser gran potencia
Por lo tanto, ante los problemas del presente, creemos que es conveniente tratar de analizar las decisiones y acciones adoptadas por el gobierno de Putin, dejando los juicios para una etapa posterior. Para ello podemos inicialmente hacer uso de una conocida frase del mismo presidente de la Federación Rusa: “El derrumbe de la Unión Soviética fue el mayor desastre geopolítico del siglo XX”. Se comparta o no esta afirmación –esa no es la cuestión– queda claro que para Putin el objetivo de una Rusia recuperada como consecuencia de su capacidad de producción y exportación de petróleo y gas es retornar a su estatus de gran potencia en un mundo en el que la toma de decisiones se caracterice por el multilateralismo y en el que su influencia sobre los “extranjeros cercanos” (léase antiguas repúblicas de la URSS) esté fuera de discusión.
Estos objetivos, desde la perspectiva de Putin y la elite que lo rodea y asesora, se encuentran afectados en su concreción por lo que, entienden, son avances de Estados Unidos y sus aliados en el sentido de instalar en sus fronteras regímenes que “jueguen” a favor de Occidente. Se trata del retorno en otro escenario de la conocida “teoría del cerco imperialista”, que quitó el sueño a las primeras generaciones de dirigentes soviéticos. La expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hacia el este constituye para los rusos una prueba de las intenciones occidentales, a pesar de que su hegemonía está sufriendo un gradual debilitamiento.
A partir de esta percepción respecto del comportamiento de Estados Unidos, también se comprende sin dificultades el protagonismo creciente que Putin ha asumido en cuestiones fundamentales de política exterior, como la situación surgida como consecuencia de las revelaciones del ex agente de la CIA Edward Snowden, o como su firme actitud frente al conflicto de Siria, ambos temas en los que el presidente ruso no dudó en enfrentarse a las decisiones de la Casa Blanca. De esta manera, Putin terminó de dar vuelta la página tras una primera etapa de su gobierno en la que impulsó un importante acercamiento con el gobierno de Estados Unidos (bueno es recordar que Putin fue el primer jefe de Estado que se comunicó con George W. Bush tras el atentado a las Torres Gemelas y mostró una favorable disposición para que Rusia integrara la coalición antiterrorista que éste impulsaba).
Unificación del arco político
Frente a la situación surgida en Ucrania, un país dividido entre quienes aspiran a relacionarse preferentemente con la Unión Europea y los que por diferentes razones –étnicas, económicas– se encuentran cercanos a Rusia, la revolución ciudadana protagonizada por representantes de un amplio arco político en el que ocupa un lugar no insignificante el principal partido filonazi de Europa (Svoboda) –pese a lo cual cuenta con el apoyo de Estados Unidos y la Unión Europea– debilitó al Estado ucraniano, generando un vacío de poder que el gobierno de Rusia no podía pasar por alto.
Para calibrar la importancia de Ucrania para los rusos no es necesariamente correcto argumentar que a partir de su control Putin aspira a reconstruir la Unión Soviética, como sostienen, entre otros, el conocido analista estadounidense Zbigniew Brzezinski; basta echar un vistazo al mapa de Eurasia para entender –otra cosa es compartir sus decisiones– el comportamiento del presidente ruso.
Y formando parte del territorio de Ucrania se encuentra la península de Crimea, que incluye la base de Sebastopol, sede de la flota del Mar Negro de la marina de guerra de Rusia. La incorporación de Crimea a Ucrania, hasta ese momento territorio ruso, poblado por mayoría de rusos, fue el resultado de una decisión impulsada en 1954 por Nikita Kruschev, ratificada por las autoridades de la Unión Soviética prácticamente sin discusión. Eran los tiempos en los que desde las altas esferas del Partido Comunista se pensaba que el problema nacional estaba superado gracias al triunfo del proletariado y las fronteras de las repúblicas de la URSS podían trazarse de manera arbitraria.
Producido el derrumbe de 1991, la situación de Crimea pasó por diferentes alternativas, convirtiéndose en una República Autónoma dentro del territorio de Ucrania, manteniendo Rusia el control sobre Sebastopol, permaneciendo además en los ciudadanos un amplio sentimiento de pertenencia a Rusia. En plena crisis del gobierno de Boris Yeltsin, el Memorándum de Budapest firmado a fines de 1994 por autoridades de Estados Unidos, el Reino Unido y la Federación Rusa garantizaba la integridad territorial de Ucrania a cambio de la adhesión de este país al Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares.
En plena crisis en Ucrania, el gobierno de Rusia decidió operar en Crimea a los efectos de garantizar la seguridad de su flota instalada en Sebastopol –agregando el tan utilizado e históricamente peligroso argumento de “la seguridad de los ciudadanos rusos”–, puntualizando que la evolución futura del Estado ucraniano “deberá formarse teniendo en cuenta los intereses y la opinión de Rusia”. La invasión encubierta de la península por parte de soldados rusos fue acompañada por la actuación de quienes, aprovechando las posibilidades que brindaba la situación, presionaron para la realización de un referéndum en el que se decidiera su incorporación o no a la Federación Rusa.
El nuevo rumbo de los acontecimientos contó con el apoyo de las autoridades y de la opinión pública en Rusia; la posibilidad de incorporar a Crimea, luego del resultado ampliamente favorable del referéndum, constituye un tema que unifica al gobierno y a la oposición. El arco político de la Federación Rusa, desde los grupos nacionalistas de extrema derecha hasta el Partido Comunista, comparte la idea de vigorizar la posición del país en el escenario internacional tras el derrumbe que siguió a la desintegración de la Unión Soviética.
Represalias peligrosas
Mientras tanto, en Occidente las reacciones se manifestaron en dos frentes (más allá de la imposibilidad de aplicar sanciones en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas por el veto de la misma Rusia): por un lado destacando la ilegalidad de la convocatoria al referéndum, no prevista en el ordenamiento constitucional de la República Autónoma de Crimea; por otro, enfatizando lo que perciben como una escalada de Putin en su proyecto expansionista.
La aplicación de sanciones de orden diplomático y sobre todo financiero por parte del gobierno de Estados Unidos y de la Unión Europea genera una dinámica de represalias que en el complejo escenario globalizado de la actualidad amenaza con alcanzar límites peligrosos. Si, por un lado, en Occidente se pueden afectar las actividades de los bancos y empresas rusos y congelar los bienes de ciudadanos con actividades en el exterior, la dependencia de varios países europeos de los suministros de petróleo y gas provenientes de Rusia constituye un factor a tener en cuenta a la hora de una eventual prolongación del conflicto.
Una evaluación realista de la situación debe tener en cuenta una serie de elementos: en primer término, que pese a conformar una potencia militar, Rusia es un país que acusa una serie de debilidades –económicas, demográficas, sociales– que obligan a pensar que es difícil de imaginar un retorno de la Guerra Fría; por otra parte, más allá de interpretaciones legales y de las condiciones en las que se concretó el referéndum, parece indiscutible que la población de Crimea se siente mayoritariamente rusa, y si bien la voluntad popular no constituye el único factor a tener en cuenta en estas circunstancias, es difícil imaginar la posibilidad de un retorno a la situación previa a la realización del referéndum. Finalmente, habría que insistir en que la “demonización” de Putin no es la vía más adecuada para enfrentar los complejos problemas del escenario internacional. Los juicios sobre el régimen que se ha instalado en Rusia bajo su mandato pueden ser todo lo críticos que se quiera, pero su actuación en política exterior responde a una lógica que Occidente no puede condenar sin caer en el doble discurso.
* Historiador. Autor, entre otros, del libro Rusia, veinte años sin comunismo. De Gorbachov a Putin, editorial Biblos, Buenos Aires, 2011.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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