[Conferencia dictada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882]
Me propongo analizar con ustedes una idea, en apariencia clara, que, sin embargo, se presta a los más peligrosos equívocos. Las formas de la sociedad humana son muy variadas. Las grandes aglomeraciones de hombres, a la manera de la China, de Egipto, de la más antigua Babilonia; la tribu a la manera de los hebreos, de los árabes; la ciudad a la manera de Atenas y de Esparta; las reuniones de países diversos al modo del imperio aqueménide, del imperio romano, del imperio carolingio; las comunidades sin patria, mantenidas por el lazo religioso, como la de los israelitas, la de los parsis; las naciones como Francia, Inglaterra y la mayor parte de las modernas autonomías europeas; las confederaciones, a la manera de Suiza, de América; parentescos como los que la raza, o más bien la lengua, establece entre las diferentes ramas de germanos y las diferentes ramas de eslavos; he ahí modos de agrupación que existen, o han existido, y que no se podrían confundir unos con otros sin los más serios inconvenientes. En la época de la Revolución francesa se creía que las instituciones de pequeñas ciudades independientes, tales como Esparta y Roma, podían aplicarse a nuestras grandes naciones de treinta a cuarenta millones de almas. En nuestros días, se comete un error más grave: se confunde la raza con la nación, y se atribuye a grupos etnográficos, o más bien lingüísticos, una soberanía análoga a la de los pueblos realmente existentes. Tratemos de llegar a cierta precisión en estas difíciles cuestiones, en las que la menor confusión sobre el sentido de las palabras en el origen del razonamiento puede producir, finalmente, los más funestos errores. Lo que vamos a hacer es delicado; es casi como la vivisección; vamos a tratar a los vivos como ordinariamente se trata a los muertos. Pondremos en ello frialdad, la imparcialidad más absoluta.
I
Desde el fin del imperio romano, o, mejor, desde la desmembración del imperio de Carlomagno, Europa occidental nos aparece dividida en naciones, algunas de las cuales, en ciertas épocas, han procurado ejercer una hegemonía sobre las otras, sin nunca lograrlo de un modo duradero. Lo que no han podido Carlos Quinto, Luís XIV, Napoleón I, probablemente nadie lo podrá en el porvenir. El establecimiento de un nuevo imperio romano o de un nuevo imperio de Carlomagno ha llegado a ser una imposibilidad. La división de Europa es demasiado grande para que una tentativa de dominación universal no provoque muy rápidamente una coalición que haga volver a entrar a la nación ambiciosa en sus confines naturales. Una especie de equilibrio es establecido por largo tiempo. Francia, Inglaterra, Alemania, Rusia serán aún, durante cientos de años, y a pesar de las aventuras que corran, individualidades históricas, piezas esenciales de un tablero, cuyos escaques varían sin cesar de importancia y de tamaño, sin confundirse, empero, jamás del todo.
Las naciones, entendidas de este modo, son algo bastante nuevo en la historia. La antigüedad no las conoció; Egipto, China, la antigua Caldea no fueron naciones en ningún grado. Eran multitudes guiadas por un hijo del Sol o un hijo del Cielo. No hubo ciudadanos egipcios así como no hay ciudadanos chinos. La antigüedad clásica tuvo repúblicas y realezas municipales, confederaciones de repúblicas locales, imperios; apenas tuvo la nación el sentido en que nosotros la comprendemos. Atenas, Esparta, Sidón, Tiro son pequeños centros de admirable patriotismo; pero son ciudades con un territorio relativamente estrecho. Galia, España, Italia —antes de su absorción en el imperio romano— eran conjuros de pueblos, a menudo ligados entre sí, pero sin instituciones centrales, sin dinastías. El imperio asirio, el imperio persa, el imperio de Alejandro no fueron tampoco patrias. Jamás hubo patriotas asirios; el imperio persa fue un vasto feudalismo. Ninguna nación vincula sus orígenes con la colosal aventura de Alejandro, que fue, sin embargo, tan rica en consecuencias para la historia general de la civilización.
El imperio romano estuvo mucho más cerca de ser una patria. En recompensa por el inmenso beneficio del cese de las guerras, la dominación romana —por lo pronto, tan dura— fue muy rápidamente deseada. Fue una gran asociación, sinónimo de orden, paz y civilización. En los últimos tiempos del imperio hubo en las almas elevadas, en los obispos ilustrados, en los letrados, un verdadero sentimiento de “la paz romana”, opuesta al caos amenazante de la barbarie. Pero un imperio, doce veces mayor que la actual Francia, no podía formar un Estado en su acepción moderna. La escisión del Oriente y del Occidente era inevitable. Los ensayos de un imperio galo, en el siglo III, no tuvieron buen éxito. La invasión germánica es la que introdujo en el mundo el principio que, más tarde, ha servido de base a la existencia de las nacionalidades.
¿Qué hicieron los pueblos germánicos, en efecto, desde sus grandes invasiones del siglo V hasta las últimas conquistas normandas del X? Cambiaron poco el fondo de las razas, pero impusieron dinastías y una aristocracia militar a partes más o menos considerables del antiguo imperio de Occidente, las cuales tomaron el nombre de sus invasores. De ahí una Francia, una Burgundia, una Lombardía; más tarde, una Normandía. La rápida preponderancia que tomó el imperio franco rehace un momento la unidad del Occidente; pero este imperio se quiebra irremediablemente hacia mediados del siglo IX; el Tratado de Verdún traza divisiones en principio inmutables, y desde entonces Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, España se encaminan por vías a menudo sinuosas y a través de mil aventuras, a su plena existencia nacional, tal como la vemos desplegarse hoy día.
¿Qué es lo que caracteriza, en efecto, estos diferentes Estados? Es la fusión de los pueblos que los componen. En los que acabamos de enumerar no hay nada análogo a lo que encontrarán ustedes en Turquía, donde el turco, el eslavo, el griego, el armenio, el árabe, el sirio, el kurdo son tan distintos hoy día como en el de la conquista. Dos circunstancias esenciales contribuyeron a este resultado. Ante todo, el hecho de que los pueblos germánicos adoptaron el cristianismo desde que tuvieron contactos un poco seguidos con los pueblos griegos y latinos. Cuando el vencedor y el vencido son de la misma religión o, más bien, cuando el vencedor adopta la religión del vencido, el sistema turco, la distinción absoluta entre los hombres a partir de la religión, no puede producirse más. La segunda circunstancia fue, de parte de los conquistadores, el olvido de su propia lengua. Los nietos de Clovis, de Alarico, de Gudebando, de Alboin, de Rollón hablaban ya romance. Este mismo hecho era la consecuencia de otra particularidad importante: los francos, los burgundios, los godos, los lombardos, los normandos tenían muy pocas mujeres de su raza con ellos. Durante varias generaciones, los jefes no se casan sino con mujeres germanas; pero sus concubinas son latinas, las nodrizas de los niños son latinas; toda la tribu se casa con mujeres latinas; lo que hizo que la lingua francica, la lingua gothica no tuvieran desde el establecimiento de los francos y de los godos en tierras romanas sino muy cortos destinos. No fue así en Inglaterra porque la invasión anglosajona llevaba, sin duda, mujeres con ella; la población bretona huyó y, por otra parte, el latín no era ya —incluso, no fue nunca— dominante en Bretaña. Si se hubiera hablado generalmente galo en la Galia, en el siglo V, Clovis y los suyos no hubiesen abandonado el germánico por el galo.
De ahí, este resultado capital: a pesar de la extrema violencia de las costumbres de los invasores germanos, el molde que ellos impusieron llegó a ser, con los siglos, el molde mismo de la nación. Francia llegó a ser muy legítimamente el nombre de un país donde no había entrado sino una imperceptible minoría de francos. En el siglo X, en las primeras canciones de gesta, que son un espejo tan perfecto del espíritu del tiempo, todos los habitantes de Francia son franceses. La idea de una diferencia de razas en la población de Francia, tan evidente en Gregorio de Tours, no se presenta en ningún grado en los escritores y los poetas franceses posteriores a Hugo Capeto. La diferencia entre el noble y el villano es acentuada tanto como es posible; pero la diferencia entre el uno y el otro no es en absoluto una diferencia étnica; es una diferencia de coraje, de hábito y de educación transmitida hereditariamente; la idea de que el origen de todo esto sea una conquista no se le ocurre a nadie. El falso sistema según el cual la nobleza debe su origen a un privilegio conferido por el rey por grandes servicios prestados a la nación —de manera que todo noble es un ennoblecido— es establecido como un dogma a partir del siglo XIII. Lo mismo pasó con la serie de casi todas las conquistas normandas. Al cabo de una o dos generaciones, los invasores normandos ya no se distinguían del resto de la población; su influencia no había sido menos profunda; habían dado al país conquistado una nobleza, hábitos militares, un patriotismo que antes no tenía.
El olvido y, yo diría incluso, el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación, y es así como el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, vuelve a poner bajo la luz los hechos de violencia que han pasado en el origen de todas las formaciones políticas, hasta de aquellas cuyas consecuencias han sido más benéficas. La unidad se hace siempre brutalmente; la reunión de la Francia del Norte y la Francia del Mediodía ha sido el resultado de una exterminación y de un terror continuado durante casi un siglo. El rey de Francia, quien es, si me es permitido decirlo, el tipo ideal de un cristalizador secular; el rey de Francia, quien ha hecho la más perfecta unidad nacional que ha habido; el rey de Francia, visto desde demasiado cerca, ha perdido su prestigio; la nación que él había formado lo ha maldecido y, hoy día, no son sino los espíritus cultivados quienes saben lo que él valía y lo que ha hecho.
Esas grandes leyes de la historia de Europa occidental llegan a ser perceptibles por contraste. Muchos países han fracasado en la empresa que el rey de Francia —en parte por su tiranía, en parte por su justicia— ha llevado a cabo tan admirablemente. Bajo la corona de San Esteban, los magiares y los eslavos han permanecido tan diferentes como lo eran hace ochocientos años. Lejos de fundir los elementos diversos de sus dominios, la casa de Habsburgo los ha mantenido diferentes y a menudo opuestos a los unos respecto de los otros. En Bohemia, el elemento checo y el alemán están superpuestos como el aceite y el agua en un vaso. La política turca de la separación de las nacionalidades a partir de la religión ha tenido consecuencias mucho más graves: ha causado la ruina del Oriente. Piensen ustedes en una ciudad como Salónica o Esmirna; encontrarán allí cinco o seis comunidades, cada una de las cuales tiene sus recuerdos, no existiendo entre ellas casi nada en común. Ahora bien, la esencia de una nación consiste en que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también en que todos hayan olvidado muchas cosas. Ningún ciudadano francés sabe si es burgundio, alano, taífalo, visigodo; todo ciudadano francés debe haber olvidado la noche de San Bartolomé, las matanzas del Mediodía en el siglo XIII. No hay en Francia diez familias que puedan suministrar la prueba de un origen franco, e inclusive tal prueba esencialmente defectuosa, a consecuencia de mil cruzamientos desconocidos que puedan descomponer todos los sistemas de los genealogistas.
La nación moderna, es, pues, un resultado histórico producido por una serie de hechos que convergen en el mismo sentido. Unas veces la unidad ha sido realizada por una dinastía, como es el caso de Francia; otras veces lo ha sido por la voluntad directa de las provincias, como es el caso de Holanda, Suiza, Bélgica; otras, por un espíritu general tardíamente vencedor de los caprichos del feudalismo, como es el caso de Italia y de Alemania. Una profunda razón de ser ha presidido siempre esas formaciones. En casos parecidos, los principios se abren paso a través de las sorpresas más inesperadas. En nuestros días, hemos visto a Italia unificada por sus derrotas y a Turquía demolida por sus victorias. Cada derrota contribuía al progreso de los asuntos de Italia; cada victoria perdía a Turquía; porque Italia es una nación, y Turquía, fuera del Asia Menor, no lo es. Es de Francia la gloria de haber proclamado, a través de su Revolución, que una nación existe por sí misma. No debe parecernos mal que se nos imite. Nuestro es el principio de las naciones. Pero ¿qué es, pues, una nación? ¿Por qué Holanda es una nación, mientras que Hannover o el Gran Ducado de Parma no lo son? ¿Cómo Francia persiste en ser una nación cuando el principio que la ha creado ha desaparecido? ¿Cómo Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones, tres o cuatro razas, es una nación, mientras Toscana, por ejemplo, que es tan homogénea, no lo es? ¿Por qué Austria es un Estado y no una nación? ¿En qué difiere el principio de las nacionalidades del principio de las razas? He ahí algunos puntos sobre los cuales un espíritu reflexivo tiene que fijarse para ponerse de acuerdo consigo mismo. Los asuntos del mundo no se zanjan a través de esta especie de razonamientos; pero los hombres cuidadosos quieren introducir en estas materias alguna racionalidad y desenredar las confusiones en que se embrollan los espíritus superficiales.
II
Si se da crédito a ciertos teóricos políticos, una nación es ante todo una dinastía, que representa una antigua conquista, aceptada primeramente y después olvidada por la masa del pueblo. Según los políticos de que hablo, el agrupamiento de provincias efectuado por una dinastía —por sus guerras, por sus matrimonios, por sus tratados— concluye con la dinastía que la ha formado. Es muy verdadero que, en su mayor parte, las naciones modernas han sido hechas por una familia de origen feudal que se ha desposado con el suelo y que ha sido, de algún modo, un núcleo de centralización. Los límites de Francia en 1789 no tenían nada de natural ni de necesario. La extensa zona que la casa de los Capetos había agregado a los estrechos lindes del Tratado de Verdún fue adquisición personal de esta casa. En la época en que fueron hechas las anexiones no se tenían ni la idea de los límites naturales, ni del derecho de las naciones, ni la de la voluntad de las provincias. La reunión de Inglaterra, de Irlanda y de Escocia fue, del mismo modo, un hecho dinástico. Italia ha tardado tan largo tiempo en ser una nación porque, de entre sus numerosas casas reinantes, ninguna, antes de nuestro siglo, se hizo centro de la unidad. Es algo extraño que haya tomado un título real en la obscura isla de Cerdeña, tierra apenas italiana. Holanda, que se ha creado a sí misma, por acto de heroica resolución, ha contraído, sin embargo, un maridaje íntimo con la casa de Orange, y correría verdaderos peligros el día en que esta unión fuere comprometida.
¿Es, sin embargo, absoluta una ley tal? No, sin duda. Suiza y los Estados Unidos, que se han formado como conglomerados de adiciones sucesivas, no tienen ninguna base dinástica. Yo no discutiría la cuestión en lo que concierne a Francia. Sería preciso poseer el secreto del porvenir. Digamos solamente que esta gran realeza francesa había sido tan altamente nacional que, inmediatamente después de su caída, la nación ha podido mantenerse sin ella. Por otra parte, el siglo XVIII había cambiado todo. El hombre había vuelto, después de siglos de declinación, al espíritu antiguo, al respeto de sí mismo, a la idea de sus derechos. Las palabras patria y ciudadano habían recobrado su sentido. Así ha podido cumplirse la operación más difícil que haya sido practicada en la historia, operación que se puede comparar a lo que sería, en fisiología, la tentativa de hacer vivir en su primera identidad un cuerpo al que se le hubiera quitado el cerebro y el corazón. Es preciso, pues, admitir que una nación puede existir sin principio dinástico, y, asimismo, que las naciones que han sido formadas por dinastías pueden separarse de ellas sin, por esto, dejar de existir. El viejo principio, que no toma en cuenta sino el derecho de los príncipes, no podría ya ser sostenido; más allá del derecho dinástico, está el derecho nacional. ¿Sobre qué criterio fundar este derecho nacional? ¿En qué signo reconocerlo? ¿De qué hecho tangible hacerlo derivar?
I. De la raza, dicen muchos con seguridad.
Las divisiones artificiales que resultan del feudalismo, de matrimonios de príncipes o de congresos de diplomáticos, son caducas. Lo que permanece firme y fijo es la raza de los pueblos. He ahí lo que constituye un derecho, una legitimidad. La familia germánica, por ejemplo, según la teoría que expongo, tiene el derecho de recuperar los miembros esparcidos del germanismo, inclusive cuando esos miembros no pidan reagruparse. El derecho del germanismo sobre tal provincia es más fuerte que el derecho de los habitantes de esta provincia sobre sí mismos. Se crea así una especie de derecho primordial análogo al de los reyes de derecho divino; el principio de las naciones es sustituido por el de la etnografía. Hay ahí un error muy grande que, si llega a ser dominante, perdería a la civilización europea. En la misma medida que el principio de las naciones es justo y legítimo, el derecho primordial de las razas es estrecho y lleno de peligros para el verdadero progreso.
En la tribu y la ciudad antiguas, el hecho de la raza tenía, lo reconocemos, una importancia de primer orden. La tribu y la ciudad antiguas no eran sino una extensión de la familia. En Esparta, en Atenas, todos los ciudadanos eran parientes en grados más o menos próximos. Sucedía lo mismo entre los Beni-Israel; es así aún en las tribus árabes. De Atenas, de Esparta, de la tribu israelita, trasladémonos al imperio romano. La situación es completamente distinta. Formada primeramente por la violencia, mantenida después por el interés, esta gran aglomeración de ciudades, de provincias absolutamente diferentes, asesta a la idea de raza el golpe más importante. El cristianismo, con su carácter universal y absoluto, trabaja aún más eficazmente en el mismo sentido. Contrae con el imperio romano una alianza íntima, y, por efecto de esos dos incomparables agentes de unificación, la raza etnográfica es separada del gobierno y de las cosas humanas por siglos.
La invasión de los bárbaros fue, a pesar de las apariencias, un paso más en esta vía. Los deslindes de los reinos bárbaros no tienen nada de etnográfico; son determinados por la fuerza o el capricho de los invasores. La raza de los pueblos que subordinaban era para ellos lo más indiferente. Carlomagno rehizo a su manera lo que Roma ya había hecho: un imperio único compuesto de las más diversas razas; los autores del Tratado de Verdún, trazando imperturbablemente sus dos grandes líneas de norte a sur, no tuvieron el menor cuidado de la raza de las personas que se encontraban a la derecha o a la izquierda. Los cambios de frontera que se operaron en la continuación de la Edad Media estuvieron, también, al margen de toda tendencia etnográfica. Si la política seguida por la casa de los Capetos ha llegado a agrupar, bajo el nombre de Francia, los territorios de la antigua Galia
—poco más o menos—, ello no es un efecto de la tendencia a reagruparse con sus congéneres que habrían tenido esos países. El Delfinado, Bresa, Provenza, el Franco Condado no se recordaban ya de un origen común. Toda conciencia gala había perecido a partir del siglo II de nuestra era, y tan sólo por vía de erudición se ha reencontrado retrospectivamente, en nuestros días, la individualidad del carácter galo.
La consideración etnográfica, pues, no ha estado presente para nada en la constitución de las naciones modernas. Francia es céltica, ibérica, germánica. Alemania es germánica, céltica y eslava. Italia es el país de más embrollada etnografía. Galos etruscos, pelasgos, griegos, sin hablar de muchos otros elementos, se cruzan allí en una indescifrable mezcla. Las islas británicas en conjunto ofrecen una mezcla de sangre céltica y germana cuyas proporciones son singularmente difíciles de definir.
La verdad es que no hay raza pura, y que hacer reposar la política sobre el análisis etnográfico es hacerla montar sobre una quimera. Los más nobles países —Inglaterra, Francia, Italia— son aquellos donde la sangre está más mezclada. ¿Representa Alemania respecto de esto una excepción? ¿Es un país germánico puro? ¡Qué ilusión! Todo el sur ha sido galo. Todo el este, a partir del Elba, es eslavo. Y las partes que pretenden ser realmente puras, ¿lo son en efecto? Tocamos aquí uno de los problemas sobre los cuales importa más hacerse ideas claras y evitar equívocos.
Las discusiones sobre las razas son interminables porque la palabra raza es tomada por los historiadores filólogos y por los antropólogos fisiólogos en dos sentidos completamente diferentes. Para los antropólogos, la raza tiene el mismo sentido que en zoología; indica una descendencia real, un parentesco por la sangre. Ahora bien, el estudio de las lenguas y de la historia no conduce a las mismas divisiones que la fisiología. Las palabras braquicéfalo, dolicocéfalo no tienen cabida ni en historia ni en filología. En el grupo humano que creó las lenguas y la disciplina arias, había ya braquicéfalos y dolicocéfalos. Otro tanto hay que decir del grupo primitivo que creó las lenguas y las instituciones llamadas semíticas. En otros términos, los orígenes zoológicos de la humanidad son enormemente anteriores a los de la cultura, de la civilización, del lenguaje. Ninguna unidad fisiológica tenían los grupos arios, semíticos, turanios primitivos. Estas agrupaciones son hechos históricos que han tenido lugar en cierta época, supongamos hace quince o veinte mil años, mientras que el origen zoológico de la humanidad se pierde en tinieblas incalculables. Lo que se llama filológicamente e históricamente la raza germánica es, seguramente, una familia bien diferenciada en la especie humana. Pero ¿es una familia en sentido antropológico? No, con seguridad. La aparición de la individualidad germánica en la historia no ocurre sino muy pocos siglos antes de Jesucristo. Evidentemente, los germanos no han emergido de la tierra en esta época. Antes de ésta, fundidos con los eslavos en la gran masa indistinta de los escitas, no tenían su individualidad aparte. Un inglés es señaladamente un tipo en el conjunto de la humanidad. Ahora bien, el tipo de lo que se llama muy impropiamente la raza anglosajona, no es ni el bretón del tiempo de César, ni el anglosajón de Hengisto, ni el danés de Canuto, ni el normando de Guillermo el Conquistador; es la resultante de todo eso. El francés no es ni galo ni franco ni burgundio. Es lo que ha salido de la gran caldera donde, bajo la presidencia del rey de Francia, han fermentado juntos los elementos más diversos. Un habitante de Jersey o de Guernesey no difiere en nada, en lo que a los orígenes se refiere, de la población normanda de la costa vecina. En el siglo XIX, el ojo más penetrante no habría captado la más ligera diferencia en los dos lados del canal. Insignificantes circunstancias hacen que Felipe Augusto no conquiste esas islas con el resto de Normandía. Separados los unos de los otros desde hace casi setecientos años, los dos pueblos han llegado a ser no solamente extranjeros el uno respecto del otro, sino completamente disímiles. La raza, como la entendemos nosotros los historiadores, es, pues, algo que se hace y se deshace. El estudio de la raza es capital para el docto que se ocupa de la historia de la humanidad. No tiene aplicación en política. La conciencia instintiva que ha presidido la confección del mapa de Europa no ha tenido en cuenta para nada la raza, y las primeras naciones de Europa son de sangre esencialmente mezclada.
El hecho de la raza, capital en el origen, va, pues, progresivamente perdiendo su importancia. La historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como entre los roedores o los felinos, y no se tiene el derecho de ir por el mundo, tentar el cráneo de las gentes y después tomarlas por el cuello diciéndoles: “¡Tú eres de nuestra sangre; tú nos perteneces!” Fuera de los caracteres antropológicos, existen la razón, la justicia, lo verdadero, lo bello, que son idénticos para todos. Mirad que esa política etnográfica no es segura. Ustedes la explotan hoy día contra los otros; después la verán volverse contra ustedes mismos. ¿No es cierto que los alemanes, que tan alto han levantado la bandera de la etnografía, no querrían que los eslavos lleguen a analizar, a su vez, los nombres de aldeas de Sajonia y de Lusacia, escudriñen las huellas de los witizos o de los obodritas, y pidan cuenta de las masacres y de las ventas en masa de sus antepasados que hicieron los Otones? Para el bien de todos es mejor olvidar.
Me gusta mucho la etnografía; es una ciencia de un raro interés; pero como la deseo libre, la deseo sin aplicación política. En etnografía, como en todos los estudios, los sistemas cambian; es la condición del progreso. ¿Cambiarían, pues, también las naciones con los sistemas? Los límites de los estados seguirían las fluctuaciones de la ciencia. El patriotismo dependería de una disertación más o menos paradójica. Se vendría a decir al patriota: “Usted se equivocó y derramó su sangre por tal o cual causa; creía ser celta. No, usted es germano”. Después, diez años más tarde, se le diría que es eslavo.. Para no falsear la ciencia, dispensémosla de dar un dictamen en estos problemas en los que están comprometidos tantos intereses. Pueden ustedes tener la seguridad de que si se le encargara proporcionar elementos a la diplomacia, se la sorprenderá muchas veces en flagrante delito de condescendencia. La ciencia, en suma, tiene algo mejor que hacer: preguntémosle muy simplemente la verdad.
II. Lo que acabo de manifestar respecto de la raza, es preciso decirlo también de la lengua. La lengua invita a reunirse; no fuerza a ello. Los Estados Unidos e Inglaterra, América española y España hablan la misma lengua y no forman una sola nación. Por el contrario, Suiza, tan bien hecha —puesto que ha sido hecha a través del consentimiento de sus diferentes partes—, cuenta con tres o cuatro lenguas. Hay en el hombre algo superior a la lengua: es la voluntad. La voluntad de Suiza de estar unida, a pesar de la variedad de esos idiomas, es un hecho mucho más importante que una semejanza de lenguaje obtenida a menudo a través de vejaciones.
Un hecho honorable para Francia consiste en que no ha buscado jamás obtener la unidad de la lengua a través de medidas de coerción. ¿No se puede tener los mismos sentimientos y los mismos pensamientos, amar las mismas cosas en lenguajes diferentes? Hablábamos hace un momento del inconveniente que habría en hacer depender la política internacional de la etnografía. No lo habría menos al hacerla depender de la filología comparada. Dejemos a estos interesantes estudios la entera libertad de sus discusiones; no los mezclemos en eso que alteraría en ellos la serenidad. La importancia política que se atribuye a las lenguas proviene de que se las mira como signos raciales. Nada más falso. Prusia, donde no se habla más que alemán, lo hacía en eslavo hace algunos siglos; el País de Gales habla inglés; Galia y España, el idioma primitivo de Alba Longa; Egipto habla árabe; los ejemplos son innumerables. Así como en los orígenes, la similitud de lengua no entraña la similitud de raza. Tomemos la tribu proto-aria o proto-semita; se encontraban allí esclavos que hablaban la misma lengua que sus amos; ahora bien, el esclavo era entonces muy a menudo de una raza diferente de la de su amo. Repitámoslo: esas divisiones de lenguas indoeuropeas, semíticas y otras, creadas con una tan admirable sagacidad por la filología comparada, no coinciden con las divisiones de la antropología. Las lenguas son formaciones históricas que indican poco acerca de la sangre de aquellos que las hablan y que, en todo caso, no podrían encadenar la libertad humana cuando se trata de determinar la familia con la cual uno se une para la vida y para la muerte.
Esta consideración exclusiva de la lengua —como la atención excesiva concedida a la raza— tiene sus peligros e inconvenientes. Cuando se cae en la exageración respecto de ellas, uno se encierra en una cultura determinada, reputada por nacional; uno se limita, se enclaustra. Se abandona el aire libre que se respira en el vasto campo de la humanidad para encerrarse en los conventículos de los compatriotas. Nada peor para el espíritu; nada más perjudicial para la civilización. No abandonemos ese principio fundamental de que el hombre es un ser racional y moral antes de ser encerrado en tal o cual lengua, antes de ser un miembro de esta o aquella raza, un adherente de tal o cual cultura. Antes que la cultura francesa, la cultura alemana, la cultura italiana, está la cultura humana. Ved a los grandes hombres del Renacimiento; no eran ni franceses ni italianos ni alemanes. Habían reencontrado, a través de su trato con la antigüedad, el secreto de la verdadera educación del espíritu humano, y se consagraron a ella en cuerpo y alma. ¡Cuán bien hicieron!
III. La religión no podría tampoco ofrecer una base suficiente para el establecimiento de una nacionalidad moderna. En el origen, la religión mantenía la existencia misma del grupo social. El grupo social era una extensión de la familia. La religión, los ritos, eran los de la familia. La religión de Atenas era el culto de Atenas misma, de sus fundadores míticos, de sus leyes, de sus usos. No implicaba ninguna teología dogmática. Esta religión era, con toda la fuerza del término, una religión de Estado. No se era ateniense si se rehusaba practicarla. Era en el fondo el culto de la Acrópolis personificada. Jurar sobre el altar de Aglauro era prestar el juramento de morir por la patria. Esta religión era el equivalente de lo que entre nosotros es el jugar a la suerte, o el culto a la bandera. Negarse a participar en tal culto era, como sería en nuestras sociedades modernas, rehusar el servicio militar. Era declarar que no se era ateniense. Por otra parte, es claro que tal culto no tenía sentido para aquel que no era de Atenas; tampoco se ejercía algún proselitismo para forzar a los extranjeros a aceptarlo; los esclavos de Atenas no lo practicaban. Ocurrió lo mismo en algunas pequeñas repúblicas de la Edad Media. No se era buen veneciano si no se juraba por San Marcos; no se era buen amalfitano si no se ponía a San Andrés por sobre todos los otros santos del paraíso. En esas pequeñas sociedades, lo que ha sido más tarde persecución, tiranía, era legítimo y acarreaba tan pocas consecuencias como el hecho, entre nosotros, de felicitar al padre de familia por su santo y el primer día del año.
Lo que era verdadero en Esparta, en Atenas, no lo era ya más en los reinos que proceden de la conquista de Alejandro; sobre todo, no lo era más en el imperio romano. Las persecuciones de Antíoco Epífanes para introducir en el Oriente el culto de Júpiter Olímpico, las del imperio romano para mantener una pretendida religión de Estado, fueron una falta, un crimen, una verdadera absurdidad. En nuestros días, la situación es perfectamente clara. No hay más masas que crean de una manera uniforme. Cada cual cree y practica a su antojo, lo que pueda, como quiere. No hay más religión de Estado; se puede ser francés, inglés, alemán, siendo católico, protestante, israelita, no practicando ningún culto. La religión ha llegado a ser algo individual; atañe solamente a la propia conciencia. La división de las naciones en católicas y protestantes no existe más. La religión, que hace cincuenta y dos años fue un elemento tan considerable en la formación de Bélgica, guarda toda su importancia en el fuero interno de sus habitantes; pero ha salido casi enteramente de las razones que trazan los límites de los pueblos.
IV. La comunidad de intereses es, con seguridad, un lazo poderoso entre los hombres.
¿Bastan ellos, sin embargo, para hacer una nación? No lo creo. La comunidad de intereses produce los tratados de comercio. Hay en la nacionalidad un lado sentimental; ella es alma y cuerpo a la vez; un Zollverein no es una patria.
V. La geografía, lo que se llama las fronteras naturales, contribuye considerablemente por cierto en la división de las naciones. La geografía es uno de los factores esenciales de la historia. Los ríos han conducido a las razas; las montañas las han detenido. Los primeros han favorecido los movimientos históricos; las segundas los han limitado. ¿Se puede decir, sin embargo, como lo creen ciertos partidos, que los límites de una nación están escritos sobre el mapa y que esta nación tiene el derecho de apropiarse lo que sea necesario para redondear ciertos contornos, para alcanzar tal montaña, tal río, a los cuales se atribuye una especie de facultad delimitadora a priori? No conozco doctrina más arbitraria ni más funesta. Con ella se justifican todas las violencias. Y, desde luego, ¿son las montañas o bien son los ríos los que forman esas pretendidas fronteras naturales? Es indisputable que las montañas separan, pero los ríos, más bien, reúnen. Y además todas las montañas no podrían dividir a los estados. ¿Cuáles son aquellas que separan y cuáles aquellas que no separan? De Biarritz a Tornea no hay desembocaduras de ríos que tengan más que otras un carácter limítrofe. Si la historia lo hubiera querido, el Loira, el Sena, el Mosa, el Elba, el Oder tendrían, tanto como el Rhin, ese carácter de frontera natural que ha hecho cometer tantas transgresiones al derecho fundamental que es la voluntad de los hombres. Se habla de razones estratégicas. Nada es absoluto; es claro que muchas concesiones deben ser hechas ante la necesidad. Pero no es preciso que esas concesiones vayan demasiado lejos. De otro modo, todo el mundo apelará a sus conveniencias militares, y eso sería la guerra sin fin. No, no es la tierra más que la raza lo que hace una nación. La tierra suministra el substrato, el campo de la lucha y del trabajo; el hombre suministra el alma. El hombre es todo en la formación de esta cosa sagrada que se llama un pueblo. Nada material basta para ello. Una nación es un principio espiritual, resultante de las complicaciones profundas de la historia, una familia espiritual, no un grupo determinado por la configuración del suelo.
Acabamos de ver lo que no basta para crear tal principio espiritual: la raza, la lengua, los intereses, la afinidad religiosa, la geografía, las necesidades militares. ¿Qué más, pues, hace falta? Por todo lo dicho anteriormente, sólo me resta pedirles su atención por un momento más.
III
Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que no forman sino una, a decir verdad, constituyen esta alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa. El hombre, señores, no se improvisa. La nación, como el individuo, es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos. El culto a los antepasados es, entre todos, el más legítimo; los antepasados nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional. Tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir haciéndolas aún, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo. Se ama en proporción a los sacrificios que se han consentido, a los males que se han sufrido. Se ama la casa que se ha construido y que se transmite. El canto espartano: “Somos lo que ustedes fueron, seremos lo que son”, es en su simplicidad el himno abreviado de toda patria.
En el pasado, una herencia de gloria y de pesares que compartir; en el porvenir, un mismo programa que realizar; haber sufrido, gozado, esperado juntos, he ahí lo que vale más que aduanas comunes y fronteras conformes a ideas estratégicas; he ahí lo que se comprende a pesar de las diversidades de raza y de lengua. Yo decía anteriormente: “haber sufrido juntos”; sí, el sufrimiento en común une más que el gozo. En lo tocante a los recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos; porque imponen deberes; piden el esfuerzo en común.
Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se ha hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; sin embargo, se resume en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito cotidiano, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida. ¡Oh! lo sé, esto es menos metafísico que el derecho divino, menos brutal que el pretendido derecho histórico. En el orden de ideas que os expongo, una nación no tiene, como tampoco un rey, el derecho de decir a una provincia: “Me perteneces, te tomo”. Para nosotros, una provincia es sus habitantes; si en este asunto alguien tiene el derecho de ser consultado, este es el habitante. Una nación no tiene jamás un verdadero interés en anexarse o en retener a un país contra su voluntad. El voto de las naciones es, en definitiva, el único criterio legítimo, aquel al cual siempre es necesario volver.
Hemos expulsado de la política las abstracciones metafísicas y teológicas. ¿Qué queda después de esto? Quedan el hombre, sus deseos, sus necesidades. La secesión, me diréis, y, a la larga, el desmembramiento de las naciones son la consecuencia de un sistema que pone esos viejos organismos a merced de voluntades a menudo poco ilustradas. Es claro que en parecida materia ningún principio debe ser extremado hasta el exceso. Las verdades de este orden no son aplicables sino en su conjunto y de una manera muy general. Las voluntades humanas cambian; pero ¿qué es lo que no cambia en este bajo mundo? Las naciones no son algo eterno. Han comenzado, terminarán. La confederación europea, probablemente, las reemplazará. Pero tal no es la ley del siglo en el que vivimos. En la hora presente, la existencia de las naciones es buena, inclusive necesaria. Su existencia es la garantía de la libertad, que se perdería si el mundo no tuviera sino una ley y un amo.
Por sus facultades diversas, a menudo opuestas, las naciones sirven a la obra común de la civilización; todas aportan una nota a este gran concierto de la humanidad que, en suma, es la más alta realidad ideal que alcanzamos. Aisladas, tienen sus partes débiles. Me digo a menudo que un individuo que tuviera los defectos considerados como cualidades en las naciones —que se alimentara de vanagloria, que fuera a propósito celoso, egoísta, pendenciero, que no pudiera soportar nada sin desenvainar la espada— sería el más insoportable de los hombres. Pero todas esas disonancias de detalle desaparecen en el conjunto. ¡Pobre humanidad! ¡Cuánto has sufrido! ¡Cuántas pruebas te esperan todavía!
¡Pueda el espíritu de sabiduría guiarte para preservarte de los innumerables peligros de que tu ruta está sembrada!
Resumo, señores: el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni de los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas. Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama una nación. Mientras esta conciencia moral prueba su fuerza por los sacrificios que exigen la abdicación del individuo en provecho de una comunidad, es legítima, tiene el derecho a existir. Si se promuevan dudas sobre sus fronteras, consulten a los pueblos disputados. Tienen completamente el derecho de tener una opinión en el asunto. He ahí lo que hará sonreír a los eminentes de la política, esos infalibles que pasan su vida engañándose y que, desde lo alto de sus principios superiores, se apiadan de nuestro prosaísmo. “Consultar a los pueblos, ¡qué ingenuidad! Estas endebles ideas francesas pretenden remplazar la diplomacia y la guerra con una simplicidad infantil”.
Esperemos, señores; dejemos pasar el reino de los eminentes; sepamos sufrir el desdén de los fuertes. Tal vez, después de muchos tanteos infructuosos, se volverá a nuestras modestas soluciones empíricas. El medio de tener razón en el porvenir es, en ciertas horas, saber resignarse a estar pasado de moda.
ERNEST RENAN – 1882