Como miembro del microscópico sector de la población interesado en los problemas artísticos, debo decir que me causa una gran pena el descomunal malentendido que rodea al arte contemporáneo.
El hecho concreto al que hago referencia es de conocimiento público: inabarcables muchedumbres de seres anónimos, a los que solemos denominar gente común o ciudadanos de a pie, huyen de las glamorosas ferias y los desafiantes museos donde se exhiben cintas, zapatos, líneas rectas y puntos, adoquines, excrementos diversos, fotos, televisores descompuestos, colchones, artefactos de baño, animales embalsamados y ruidos indescifrables, y repiten a quien quiera escucharlo que “no entienden” cómo se pueden exponer semejantes estupideces bajo el título de obras de arte.
Si el fenómeno fuera tal como se presenta en la superficie, nada se le podría reprochar a la conducta del ciudadano de a pie, pero es sabido que las cosas suelen ser mucho más complejas de lo que aparentan ser.
En buen romance, esto quiere decir que casi ningún hecho puede ser juzgado cabalmente si se lo saca de contexto.
Para comprobarlo, imaginemos que alguien dice: “voy a llevarle un envase lleno de mierda a la señorita Eulalia”, y a continuación imaginemos tres contextos posibles:
A) La señorita Eulalia trabaja como recepcionista en un laboratorio bioquímico;
B) La señorita Eulalia es coleccionista de arte y la mierda es de Piero Manzoni;
C) La señorita Eulalia festeja su cumpleaños y el envase es un regalo para ella.
En el contexto A la señorita Eulalia recibirá la mierda con total naturalidad; en el contexto B la señorita Eulalia bailará de alegría porque la mierda de Manzoni se cotiza en 30.000 dólares, y en el contexto C la señorita Eulalia experimentará un repentino acceso de furia criminal.
Además de mostrar el relativismo de los hechos, las dispares reacciones de la señorita Eulalia exponen los múltiples significados y lecturas que se desprenden del contexto y nos plantean serios interrogantes:
¿Se agota el arte contemporáneo en el ostensible derroche de estupidez y sinsentido que recibe al espectador?
¿O habrá algo más, algún significado oculto que la primera mirada no alcanza a percibir?
¿Serán la banalidad y el vacío los rasgos de una identidad totalmente cristalizada?
¿O debemos entenderlos como una engañosa fachada, construida para esconder un propósito ulterior?
Las dispares reacciones de la señorita Eulalia nos demuestran que las cosas no son sólo lo que parece que son, y que la verdadera respuesta está en el contexto.
Y el contexto está dado, en este caso, por el contraste automático que establece el imaginario colectivo entre los museos de arte contemporáneo y los museos que albergan las obras de los grandes maestros de la pintura.
Preguntémonos ahora cuál será el efecto previsible de ese contraste, y qué podrá pasar en el ánimo del espectador que se ve obligado a comparar un caballo muerto, un colchón o una lata de sopa con una madonna de Rafael, un retrato de Goya o un desnudo de Modigliani.
¡Claro, había que ponerlo en contexto!, musita el ciudadano común. ¡Para eso sirve el arte contemporáneo! ¡Ahora voy a disfrutar mucho más de Rafael, Goya y Modigliani, y de todos mis pintores preferidos!