Revista Arte

¿Es imprescindible evitar la crítica para sobrevivir como crítico de arte?

Por Deperez5
¿Es imprescindible evitar la crítica para sobrevivir como crítico de arte?
¿Es imprescindible evitar la crítica para sobrevivir como crítico de arte?
¿Es imprescindible evitar la crítica para sobrevivir como crítico de arte? De arriba hacia abajo: obra de Iommi, obra de Stupía y Retrato de M. Bertin, por Ingres.
En el capítulo final de su libro más difundido, La Historia del Arte, Ernst Gombrich señala como motor fundamental del arte contemporáneo la creencia de que “el espíritu de la época tenía forzosamente que florecer en el Partenón, que la época feudal no podía dejar de erigir catedrales y que nosotros estamos condenados a erigir rascacielos”.
A partir de esta observación, Gombrich describe la teoría que sostiene el determinismo del espíritu de la época como un rígido corsé, en el que los críticos enrolados en la apología del arte contemporáneo se meten por voluntad propia:
“Desde ese punto de vista” –dice–, “sería tanto fútil como estúpido no aceptar el arte de nuestra época. Así, es suficiente que cualquier estilo o experimento se proclame contemporáneo para que la crítica se sienta en la obligación de comprenderlo y promocionarlo. A causa de esta filosofía del cambio lo críticos han perdido el valor para criticar y se han convertido en cronistas”.
En otras palabras, Gombrich constata la claudicación de una crítica que, ante el temor de ser expulsada de la mesa de juego por el perentorio paradigma de la novedad, opta por suprimir las valoraciones y juicios personales y esquiva el bulto por dos vías complementarias: o se ajusta a la mera descripción de lo que se presenta como arte, o reproduce los enunciados de los autores sin arriesgar interpretaciones ni juicios personales de valor.
En el comentario anterior, dedicado a la muestra de Iommi en el Centro Cultural Recoleta, mencionamos la curiosa mescolanza perpetrada en el rutinario texto curatorial, que empieza por señalar la falta de significado de los materiales exhibidos como obras de arte, pero acto seguido les atribuye una contradictoria serie de significados de imposible verificación, como el repudio a la sociedad de consumo, el rechazo de las dictaduras o una sonora y pretenciosa “suma filosófica de la transitoriedad de la vida de cada hombre, tanto como de cada forma que toma la materia”.
Si tenemos en cuenta que los destinatarios de semejante atribución de sentidos son los grupos de adoquines, maderas, cartones, piedras, vidrios rotos, alambres y otros restos de una demolición, recatalogados como obras de arte por alguien que a su vez es catalogado como artista, no parece posible hallar una explicación razonable para el conjunto de la operación: como bien dice Avelina Lésper, la ley parece ser que cuanto más zafia sea la presunta obra, más saturada estará de buenas intenciones, aunque tal vez la situación no carece de lógica: sólo en el caótico repertorio de manchas, formas geométricas, materiales diversos y objetos corrientes recatalogados como arte, cuya carencia de cualquier significado discernible es tan obvia como indiscutible, se puede ejercer la libre adjudicación de significados sin ningún tipo de limitación.
Sin embargo, en tren de ser generosos con las manchas, formas y objetos carentes de significado preciso que pueblan las salas de arte contemporáneo, podemos reconocerles la misma capacidad de sugestión que nos inspiran el test de Roscharch, las formas de las nubes o las manchas de humedad de una vieja pared: por un momento creemos reconocer en ellas la silueta de un caballo encabritado o los perfiles de un curvilíneo cuerpo femenino, y sentir que el brillo de la ilusión nos regala un instante de felicidad, pero cuando nos ponemos en el lugar de los autores de ese tipo de cosas no podemos evitar el sentimiento de haber sido empujados a un estado de grave confusión; ¿cómo hará Iommi para saber si colocó el adoquín en el lugar adecuado, si debe desplazarlo un poco más hacia la derecha o si tendrá que eliminarlo de la obra?
Desde ese punto de vista, la labor de Iommi está a infinita distancia de las vacilaciones y aflicciones de un maestro como Ingres en el momento de plasmar sus visiones artísticas. Amaury Duval nos dejó el testimonio de las tribulaciones padecidas por el pintor al realizar el célebre retrato del empresario editorial Louis-François Bertin; después de muchas sesiones de trabajo, el desolado Ingres decidió que todo eso había sido tiempo perdido y le dijo a Bertin que debía suspender el trabajo porque no encontraba el rumbo adecuado, pero un tiempo después, luego de contemplar al empresario que charlaba con un amigo en la mesa de un bar, Ingres se acercó y le habló al oído: “Vaya mañana a posar, ya sé como hacer su retrato”: había encontrado la actitud de concentración y energía contenida que a su juicio expresaba cabalmente el carácter de Bertin.
Dicho de otro modo, el objetivo artístico definido y marcado por un alto nivel de exigencia ubicaba el trabajo de Ingres dentro de límites estrictamente definidos: la composición, el parecido, la psicología del personaje y las gradaciones de la luz debían conjugarse en una sugestiva unidad de belleza y significado, cuya concreción demandaba una total precisión en cada línea y cada tonalidad, exactamente lo contrario a lo que sucede con los trabajos de Iommi o la gran tela de Stupía que desde hace algunas semanas recibe a los visitantes en la sala principal del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, o también lo contrario de lo que pasa en el ámbito internacional cuando pensamos en las obras de Pollock, Mondrian o Kline: dejando de lado las inciertas y vagas atribuciones de energía, paz, fuerza, equilibrio o armonía que comúnmente se les suelen conceder a las obras de tales artistas, y las impredecibles asociaciones que podrían inspirar a su público, se impone la pregunta: ¿cómo sabrán si esa línea está bien colocada o si aquellas manchas requieren ser reubicadas en una u otra posición?
La pregunta es, por supuesto, meramente retórica, porque es muy sabido que para la utopía artística nacida en el siglo XX el valor supremo del arte es la novedad: su mérito no proviene de una cualidad positiva sino que nace de su intención de sepultar cualquier atisbo de tradición para incorporarse al espíritu de la época, y para que ese cometido quede claramente explicitado, nada mejor que los embrollos de líneas y manchas que nadie puede entender, y que por eso mismo, y para alborozo de los críticos que ambicionan sobrevivir, admiten cualquier interpretación.

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