Ella era una mujer sana, sin vicios. No fumaba, tomaba socialmente, y cogía solo los sábados de noche. Por principio. Decía que le gustaba demasiado para arriesgarse a caer en excesos. Estaba convencida que una vida ordenada, con la Santa Biblia de su agenda acompañándola, era el súmmum de la perfección. Nada debería ir mal si uno tenía un menú semanal pegado a la heladera con un imán perfectamente alineado con los que sostenían, entre otros, el almanaque en el que marcaba las fechas de su período en rojo, los cambios de aceite del auto en negro y el calendario lunar en celeste.
Sin embargo, dentro de su vida organizada y saludable, existía una contrariedad: su pelo. Esa mujer tenía el diablo en el pelo. Ella estaba convencida de eso, pero nadie le creía.
Era largo y muy rojo. Demasiado rojo. Nadie le creía que fuera natural tampoco, pero era. Era tan rojo que tenía reflejos morados a la sombra y brillaba como cobre batido al sol. Indisciplinado, enrulado y abundante, parecía tener vida propia. Es más, ella decía que estaba vivo. Obviamente, tampoco daban crédito a eso.
Ella vivía en lucha con su pelo. Lo aseguraba con broches, cintas y ondulines; lo trenzaba apretado, lo mantenía prisionero. Gastaba enormes cantidades de dinero en productos que prometían un mejor volumen, menos frizz, más control; y su colección de sombreros superaba a la del Sombrerero Loco por varios dígitos.
Todo en vano: ni cortarlo podía, aunque lo intentaba cada cuarto menguante. Por suerte, nunca faltaban peluqueras. Alguna lograría lo imposible, no se iba a dar por vencida; alguna lograría dominar al demonio.
Mientras tanto, evitaba los espejos y visitaba a su psicóloga dos veces por semana, e intentaba convencerse de que no estaba loca, solo ‘mentalmente divergente’. Pero ella sabía que era verdad: tenía el diablo en el pelo.
Lo probaba la serie de tumbas poco profundas que abonaban el rosal sevillano del jardín de atrás. Por suerte, nunca faltaban peluqueras.
EriSada