Estoy en consulta. El siguiente paciente es heredado, no le conozco. Reviso su historia y, en un momento, se me hace un nudo en el estómago. No es posible. ¡Un angioma faríngeo gigante!
Tras mi experiencia previa, siento que tengo que hacer algo, no puedo limitarme a vigilarlo y esperar a que el angioma estalle. Es una bomba de relojería. La primera vez llegué tarde y no deseo que se repita. Al menos he de intentarlo.
Oigo hablar de la escleroterapia. Encuentro algunos artículos al respecto, no muchos, salvo para las varices no es un tratamiento muy extendido. En lo referente a angiomas hablan de casos puntuales, afortunadamente no es una patología frecuente. Le explico la técnica a mi paciente, es sencilla, simplemente pinchar e inyectar la sustancia. El problema es que hacerlo da algo de miedo porque puede sangrar pero, si él está dispuesto, yo también.
El hombre accede. Está preocupado, cosa que no me extraña, aunque no por el riesgo de sangrado. Nota que, progresivamente, la masa le crece. Ya le afecta a casi todo el velo del paladar, a la amígdala izda, la pared lateral de la orofaringe y baja a hipofaringe, coge la base de la lengua y le llega incluso a la laringe y la zona de entrada al esófago. La parte laríngea es la más peligrosa, es la zona más estrecha y a mi paciente le cuesta respirar cuando se tumba.
Empiezo por la boca, es lo más accesible, más fácil para pinchar y vigilar las complicaciones. Elijo una zona periférica, alejada de los vasos más gordos. Antes de correr riesgos he de aprender, saber qué sucede. Busco unas agujas finas que harán menos herida y sangrará menos. Restaño la hemorragia del pinchazo con bolitas de algodón empapadas en adrenalina. Añado a la técnica un corticoide de depósito para curarme en salud, no deseo que se inflame y el enfermo se ahogue. Me matan la inquietud y la intriga. ¿Qué pasará?
A la semana compruebo que el angioma ha disminuido y presenta un aspecto menos vascular. Eso nos anima. Ampliamos el campo. Avanzamos hacia la zona posterior. En un determinado momento nos arriesgamos con la región amigdalar y la base de la lengua, más vascularizadas. Hay que hacerlo, no podemos dejarlo sin tratar. Allí los vasos son más gruesos y en la lengua nos llevamos algún sustillo que, afortunadamente, se corta sin problemas al infiltrarla un poco más. Ante los sustos intento mantenerme fría para evitar que el enfermo se alarme. No soy buena actriz pero la concentración ayuda, el truco es no distraerse del objetivo.
Poco a poco la lesión se reduce. Pierdo la cuenta de las veces que le infiltro. Mientras tanto indago por si hay algún otro tratamiento pero descubro que ninguno está exento de efectos secundarios. Los betabloqueantes sistémicos se usan en niños pero dejan a mi enfermo por los suelos. De momento no encuentro nada mejor que la escleroterapia.
Toca meterse con la laringe. Imposible hacerlo desde la consulta por lo que lo programo para el quirófano. El anestesista me conoce, se fía de mí, y de lo que le cuento, se arma de valor y me lo duerme. Infiltro con cuidado, no quiero pasarme y dejar una fibrosis que luego le afecte a la movilidad de las cuerdas vocales. Imprescindible el corticoide. Todo sale bien.
Sé que no he curado el angioma, sigue ahí, pero sí que he conseguido controlar su crecimiento y fibrosar una buena parte. Aún tengo que hacerle infiltraciones muy de vez en cuando pero ya no es mi único caso. Esas infiltraciones se han extendido a otras patologías, no sólo angiomas sino también a pacientes con enfermedad hereditaria hemorrágica teleangiectásica (de los que ya os hablaré). Confieso que impone un poco la idea de pinchar una lesión tan vascular pero, sinceramente, mejor eso que nada.