Es una plácida maravilla disfrutar del silencio mientras se teclea en cualquiera de los aparatos que hoy sirven para escribir. Sus teclados tienen un tacto delicado y las teclas son piezas suaves cuyo recorrido corto no obliga a dejarse toda la energía en el intento de pulsarlas. Eso por no hablar de las pantallas táctiles, que solo requieren de una leve caricia dactilar. Pura magia.
Atrás quedaron las Lexicon 80, aquellas máquinas de Olivetti con las que muchos aprendimos a escribir, metálicas y macizas, pintadas de verde, azul o gris, cuyo carro golpeaba con estruendo cada vez que se accionaba la palanca para hacerlo retornar al comienzo de línea. Recuerdo las pruebas en la academia de mecanografía. Cuando la profesora daba luz verde, se desataba la estampida y medio centenar de artefactos del demonio anunciaban el gran cataclismo. ¡Ah!, y aquellas tapas que debías retirar cada vez que las patillas de las letras se enredaban entre sí. ¡Menudo leñazo pegaban al encajarlas de nuevo!
¡Recuerdos atronadores! No tardó en entrar en casa también una Olivetti, la Lettera 42 en mi caso. Era portátil y se convertía en una cómoda maleta al cubrirla con su tapa con asa. Sin duda, más ligera y algo menos ruidosa que las Lexicon, pero solo un poco menos. Mi hermana y yo le dimos una buena paliza entre prácticas y trabajos para el colegio, instituto y universidad. No puedo olvidar a mis sufridos vecinos, quienes aguantaron estoicamente cada ataque de la guerrilla, alguno que otro a horas intempestivas. No me habría extrañado que más de uno, harto de tanto cisco, hubiera blasfemado contra el alfabeto, la tinta de calamar, el pergamino, los monjes copistas de Yuso, Gutenberg y toda su sangre.
Hoy he leído que cuando se creó la primera máquina de escribir silenciosa, esta fue todo un fracaso comercial. Parece que casi nadie quiso renunciar a cliqueteo clásico al estampar los tipos contra el rodillo convencional. Pero con el tiempo todo cambia. Aunque algunos escritores no se acostumbren a las nuevas tecnologías, o se resistan a hacerlo, -a Javier Marías se lo disculpo todo-, es fantástico poder armar una buena algarabía de páginas y páginas sin hacer apenas ruido.