Se supone que la muerte llega sin avisar.
Así lo creí durante mucho tiempo. Es un axioma: a cada cual le llega su momento cuando menos lo espera. Claro, que toda regla tiene su excepción, y el azar me colocó en una situación privilegiada para observarla: fui funcionario de prisiones. Ejercí en el corredor de la muerte.
Al principio, supuse que cierto olor que percibía junto a los condenados era lo que mis compañeros más veteranos llamaban “el tufillo de la muerte”, un aroma peculiar, tenue pero persistente, que yo suponía estaba compuesto por la pestilencia de las tripas sueltas y el sudor ácido del miedo, por los efluvios uniformados de las últimas cenas, siempre faltas de imaginación y que casi nunca eran apuradas.
No podría definirlo, pero se apoderó de mis narices desde el primer día en que me correspondió flanquear a un preso en su paseo final.
Cada vez que caminaba por el pasillo que llevaba a la sala de ejecución junto al hombre que estaba a punto de morir, ese olor pegajoso se interponía entre el condenado y yo, regresaba
una y otra vez en cada ejecución, cansino y despiadado.
Se incrustaba en mí de forma obsesiva, desde que se aislaba al preso para su última jornada hasta que su corazón dejaba de latir.
A veces, sin embargo, el “tufillo” no aparecía por más que el reo vomitara, se cagara encima o pidiera comer un chuletón requemado, y pronto aprendí que a esos prisioneros les llegaba el indulto o el aplazamiento de la sentencia.
Con el tiempo comprendí que la muerte huele, deja una estela de hedor a su paso. Siempre.
Lo sé. Lo he comprobado.
Y hoy, años después de haber abandonado mi trabajo en la prisión, a solas en mi dormitorio, vuelvo a oler ese “tufillo”.
La muerte acaba de llegar. Estoy preparado.
Texto: Ana JoyanesMás relatos "Con un par de narices", aquí