Revista Cultura y Ocio
El bibliotecario se sentó un día más en su silla giratoria tras el mostrador de préstamo. Al fondo, frente a su posición, había un ventanal de cristal satinado por el que se colaba una luz vidriosa y apocalíptica. Contempló las estanterías laterales y pensó por un instante en la muerte del libro en papel, en la defunción del libro en todo formato, en la ruina prematura de la industria literaria. A su derecha se encontraba uno de los carritos de madera que se utilizaban para transportar los ejemplares de un lado a otro de la biblioteca. Sus tres baldas aparecían tan colmadas como las de un supermercado a primera hora de la mañana. No había ensayos, ni poemarios, ni obras de referencia; solo narrativa y tristeza. Aquellos ejemplares de tapa dura y bolsillo tenían un destino común e inminente; serían víctimas de una providencia maldita que los depositaría en la basura sin turno de réplica ni apelación alguna. Un proceso doloroso y cruel. La nueva jefa de bibliotecas provenía del ámbito empresarial y nunca había leído a Hemingway. Había sido contratada para ejecutar un plan quinquenal que tenía por objeto liberar espacio en pos de convertir la biblioteca en un lugar flexible y multiusos, un recinto más parecido a un centro social que a un centro de información. La transición del libro en papel hacia el libro digital era una evolución natural que el bibliotecario entendía como un ejemplo de convivencia entre dos formatos no necesariamente incompatibles. Sin embargo, la nueva jefa de bibliotecas había comenzado el expurgo de lo impreso mucho antes de adquirir los lectores digitales e incluso mucho antes de tener una idea aproximada sobre el modo en que estos serían prestados. El bibliotecario miró de nuevo el carro atestado de libros y sintió lástima por Portnoy y su lamento, y también por los hermosos caballos de McCarthy, y naturalmente por los hermanos Karamázov, Anna Karénina y Don Quijote. Alargó su brazo para coger uno de los ejemplares que debía descatalogar y lo sostuvo sobre la palma de su mano como si fuera un adorable cachorro de gato, mirándolo con la lástima que merece un animalillo desvalido. Se trataba de una de las obras más conocidas del escritor vasco Pío Baroja: El árbol de la ciencia. El bibliotecario sintió una aflicción profunda en el momento de escanear el código de barras del libro y añadirlo por lo tanto al archivo de obras descatalogadas, una amargura extensible a todos los árboles y a todas las ciencias, y muy especialmente a la ciencia bibliotecaria, que sucumbía sin remisión a los desmanes del capitalismo extremo. Se trataba de una nueva forma de gestionar la cultura que apenas tenía algo que ver con eso que llaman “futuro” o “nuevos tiempos”; más bien formaba parte de una política basada en el desprecio total por el libro como puerta de acceso al conocimiento. El bibliotecario pensó al cabo que, como en Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury, debían de existir formas ingeniosas de salvar los libros y, por lo tanto, de salvaguardar la sabiduría para que las generaciones venideras entendiesen el mundo en términos no solo económicos. Mientras el bibliotecario se devanaba los sesos en busca de una solución, una usuaria veterana, una señora de mediana edad que leía obras más profundas que las de Danielle Steel, se plantó frente a él y le saludo con un movimiento de su barbilla. El bibliotecario contempló su rostro sin facciones; deformado por la oscuridad del contraluz, y observó con detenimiento el haz de rayos que daba forma a su silueta y le confería un aspecto angelical, casi divino. La señora preguntó el motivo por el que los libros estaban siendo sometidos a expurgo y el bibliotecario le mencionó los planes quinquenales, la transición hacia el libro digital y el triste destino de las novelas, condenadas a perecer en un contenedor sin reciclaje; mezcladas con envases de lejía y pieles de frutas de temporada. Entonces la usuaria le habló del asilo de ancianos que ella misma gestionaba y de su interés por recibir todos esos libros descatalogados en la biblioteca que allí poseían. El bibliotecario le comentó que tenía órdenes estrictas de la jefa de bibliotecas al respecto y que no le estaba permitido donar los libros. La usuaria respondió que entonces serían los empleados del asilo quienes los recogerían de la basura esa misma noche y los cargarían en una furgoneta. Y así fue. A los pocos días, la jefa de bibliotecas, que a pesar de su modernidad y visión futuro profesional rondaba esa edad en que la gente se jubila, enfermó gravemente y pasó varias semanas ingresada en un hospital. Cuando le concedieron el alta, los doctores le prohibieron volver a trabajar. Le gustase o no la idea, debía jubilarse de inmediato. Al encontrarse sola, sin familia, sin hijos, sin amigos de verdad, no le quedó más remedio que integrarse en un asilo de ancianos cuyo mayor atractivo era una gran biblioteca formada por los libros que ella misma había descatalogado.