Revista Filosofía

¿Estamos volviendo al nomadismo?

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Resumen: el Universo, desde que se puso a funcionar, lo hizo a partir de dos impulsos fundamentales: acción y reacción, movimiento e inercia. De ahí nacieron a su vez la tormenta y la calma, la pleamar y la bajamar, Sodoma y el Diluvio, el pecado y el arrepentimiento… y, llegado el caso, el nomadismo y el sedentarismo. Dado que resulta demasiado difícil mantener funcionando a la vez esos dos impulsos contradictorios, los hombres nos sesgamos alternativamente hacia uno de los dos polos. Hoy nos estamos pasando cuatro pueblos con nuestro impulso nómada. Y está claro que toca ya echar el freno y que empiece a asomar el sesgo contrario.     El ser humano está constituido sobre la base de dos impulsos fundamentales y contrapuestos: el que lo empuja hacia el cambio y el que lo hace hacia la permanencia, prolongando así los impulsos que también caracterizan al universo en general, el movimiento y la inercia, la acción y la reacción. Probablemente, el nomadismo y el sedentarismo no son sino capas concéntricas que respectivamente se levantaron en los modos de vida a partir de esos impulsos primigenios. El primitivo cazador-recolector, mientras iba de un lado para otro persiguiendo a las movedizas manadas de animales, o al compás de las estaciones en busca de los frutos que le ofrecía la naturaleza, estaba sesgando su forma de ser hacia su vertiente nómada y dejando en la sombra las funciones vitales que le reclamaba la parte suya que ansiaba permanecer. Y cuando los hombres decidieron asentarse, vivir al lado de los campos sembrados y junto a sus animales domesticados, lo que dejó en la orilla fue la vertiente de su ser que más reconciliada estaba con su tendencia a ir de acá para allá. ¿Estamos volviendo al nomadismo?    Cuando el hombre se puso a pensar, las filosofías que fueron apareciendo vinieron también a levantarse como racionalización de esos dos impulsos primigenios: del miedo o rechazo a los cambios surgieron filosofías como la de Parménides, que negaba que existieran, o la de Platón, que pensaba que tras este mundo de apariencias que nos muestran los sentidos, estaba el mundo verdadero, el de las ideas eternas, al que se accede a través de la mente y el recuerdo. El “todo fluye” de Heráclito, mientras tanto, podría servir de expresión para esa otra vertiente del pensamiento que viene a dar razón de nuestra parte nómada. También la filosofía de Demócrito, para quien lo único que permanece son los átomos, y a partir de ellos todo es cambio. O los cínicos y los sofistas, para quienes no había más realidad que la individual y el hombre, el individuo, era la medida de todas las cosas; por tanto, todas las cosas variaban en función de cada hombre. Y cuando la escolástica medieval vino a dar razón de nuestra paradoja constitutiva, se escindió entre el nominalismo, que, representando al nomadismo intelectual, defendió la idea de que solo existen los individuos, y el realismo, que, al modo platónico, sostenía que hay realidades universales permanentes por encima de las individualidades.    Hoy vivimos en una época que, sin ahogar del todo (no sería posible) nuestras pulsiones sedentarias, está sesgada hacia el nominalismo (hacia nuestra parte nómada). Desde el Renacimiento para acá, junto a las ideas que han ido dando consistencia al individualismo, ha ido ganando terreno la tendencia a la movilidad. Pico Della Mirándola, un humanista y pensador italiano de finales del siglo XV, en su “Discurso sobre la dignidad del hombre”, considerado como el manifiesto del Renacimiento, formulaba esa nueva manera de entender la vida a través de esta imaginaria exhortación que Dios dirigía al hombre: “No te he dado un puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado –le decía–. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras”. Gracias a esa nueva movilidad, salieron de los puertos las carabelas de Colón y las naves de Magallanes y Elcano, y, frente a un cielo que se creía inmóvil y eterno, empezaron a descubrirse nuevos planetas y a comprobarse que el universo era algo cambiante.“El hombre moderno –dice Ortega– vive asomado al mañana para ver llegar la novedad”. Ese hombre reanudaba así su atracción hacia el sesgo de sus creencias que le llevaban a confirmar que “todo fluye".   Desde el Renacimiento para acá, el punto de inflexión más importante en la dirección que supone un reforzamiento de las funciones vitales ligadas al nomadismo y consiguiente ensombrecimiento de aquellas otras que nos hacen preferir lo que permanece, lo marcó el Romanticismo. A partir de entonces, la realidad que se ponía al alcance de los hombres dejó de requerir asentamientos, rutinas, permanencias y empezó a diluirse a medida que esos hombres marchaban en busca de la novedad, de lo que desencadenaba el caudal de sus emociones, de lo que animaba sus órganos sensoriales con experiencias renovadas una y otra vez.“El romanticismo –dice Ortega– (…) Es un ‘¡sálvese quien pueda!’. Cada individuo tiene que buscarse sus principios de vida –no puede apoyarse en nada preestablecido”. Lo permanente aburría a los románticos, de modo que pasó a ser prevalente todo lo que favoreciera la novedad; a veces con resultados catastróficos para la personalidad de quien se ladeaba demasiado hacia ella. Por ejemplo, Heinrich von Kleist, destacado escritor romántico, que una vez impregnado de la creencia de que nada permanece, sufrió una crisis que le llevó a considerar su vida carente de sentido. Así se expresaba en una carta dirigida a su hermana: “La idea de que no sabemos nada de la verdad, nada en absoluto, que aquello que aquí llamamos verdad, tras la muerte se llamará de otra manera, y que por tanto el afán de conseguir algo propio que nos siga también a la tumba es totalmente vano y estéril, esta idea me ha estremecido en el santuario de mi alma (…) Mi único y máximo objetivo ha caído y ya no tengo ninguno”. Acabó suicidándose.Dice el historiador Arnold Hauser que “el desasosiego y la indecisión románticos se convierten en una epidemia, en la ‘enfermedad del siglo’; el sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte".    Heredando aquellas predisposiciones que cristalizaron con el Romanticismo, se han producido en la actualidad efectos que abarcan todos los ámbitos de la cultura, tan variados como la gran afición a los viajes y el turismo, la movilidad social, los divorcios masivos, las modas, la teoría de la relatividad, la crisis de las instituciones, la de los valores y los principios (es decir, el relativismo moral), la fisión nuclear, el consumismo, que se mantiene a base de productos constantemente renovados, la ausencia de requisitos formales en las artes… y el invento de los psicofármacos, necesarios para contrarrestar el ahogo que, en esta época neonómada, está sufriendo la otra parte de nosotros que necesita refugios en los que encontrar aquello que merece la pena ser repetido.  

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