07 de Mayo del 2013 | etiquetas: Este Cine es Nuestro, Carles Guardiola
TwittearEl protagonista de A pleno sol (René Clément, 1960), Tom Ripley, con el torso desnudo, intenta dominar el barco en alta mar. Ahí lo vemos, un cuerpo dorado de sol y mojado de sudor, haciendo un gran esfuerzo por evitar la deriva y seguir con su plan.
En esos forcejeos con el timón no está pretendiendo mucho más que entretenernos con la exposición de su maestría como hombre atractivo y resolutivo ante la cámara. Imposible desencantarse con Alain Delon tan descubierto y pudiente, en una entrega al espectador que en las damas se encuentra en la Brigitte Bardot, desnudada por sí misma, y arrimada a la hoguera de El descanso del guerrero. Dice que es para secarse de la ducha, aunque es bien sabido que lo hace para mí, más que para ti. O para ti, más que para mí.
Sin embargo, ni uno ni otro descansan de la historia en la que están envueltos, más bien consiguen hacerla memorable con la imagen de ellos mismos, muy claros, muy accesibles, dando gusto de verles. Fotogramas inolvidables, cine hecho nuestro. Cuyo gancho no es sólo el de la carne deseada. Añadámosle también el cebo de estar representando una escena feroz: hay agua encharcando la cubierta, y el oleaje aguerrido bien se traduce en unos encuadres que hacen nervioso vaivén. Joseph Losey practica en El criminal algo parecido, cuando alarma y complica los planos de la cárcel, extasiando a los presos. En este punto en que hemos abrazado la tensión de un barco en peligro o una cárcel que pide motín, volvamos rápido a ese lobo que no quiere patinar al llevar el timón, pese al agua y al sudor y al vaivén. ¿Nos atrevemos a concebirles sin el drama en que están envueltos, y, como decíamos arriba, engancharnos a sus imágenes por el indiscutible gusto de verles, tan guapos, tan clásicos?
Ahora avancemos la película y asomémonos a los tenderetes montados a pie de calle por los que el señor Ripley, ya habiendo liquidado a alguna persona molesta, pasea tranquilo y celebrando el trabajo bien hecho. Tenderetes de hermosa uva musicada por Nino Rota, mediterráneamente. Tenderetes de olivas y de melocotones turgentes, que casi estallan, tan prietos, los melocotones. Y bien, se da paso a los puestos de pescado. Una variedad de peces que, a medida que el hombre pasea por delante, son encuadrados bajo el aliento de un piano sufridor y tintineos de madera; sí, bajo una especie de lloro de despedida celebrada. Tales peces, tras la mirada turística de Ripley, empiezan a recibir más segundos de registro, se les va concediendo un entusiasmo creciente, van montándose planos de unos y otros, concentrados en sus expresiones, boca y ojos vehementes. Son rayas – ¿quién sabe?, dejémoslo en que son una especie del orden de los rajiformes – que han quedado expuestas en ademán melancólico, o cuco, hasta presumido…ya no se sabe qué cuando has sido conquistado.
Aparece la sensación de que, en esta cautividad última que hace Clément con los peces, les conceda la posibilidad de apostillar una película entera, a lo que ellos, razonablemente indignados, respondan ¡que no! Que ellos son como el coloreado de Cyrano de Bergerac de Genina, que no hace más que aparecer y encantar por sí mismo. Que no se creen que gocemos de la imagen de Delon en popa por el mismo gusto de verlo excitante, pues lo seguimos ligando al suspense del qué pasará – y tienen razón. Y, por último, que son ellos, precisamente esos peces, los que consiguen que nos entretengamos en verlos dispuestos allí, de esa manera, para nosotros y sin más, para que nos olvidemos del resto. Ellos recuerdan, menos mal, que sus planos en el puesto de pescado sí son el cine verdaderamente nuestro.