¡Qué cambios de humor tan repentinos! Jesús el de Nazareth propone a uno de sus apóstoles, Simón el Cananeo o el Zelote, que elija entre lo que dicen algunas lenguas (su mujer vaga en gran miseria) o lo que el Maestro le dice que soñó (su mujer siendo aliviada con monedas de oro): “pues elije el cuento que más te guste, los dos están hechos para ti”. Y tras conceder esta jugosa clave para la calma del Zelote, el Maestro convoca al grupo y ahora les lanza otra más bullanguera propuesta: que se pongan en cuclillas en la cresta de una duna y se lancen en volteretas hacia abajo. ¡Qué ocurrencia! Y todo ello dentro del humorismo y dándole bandadas. Chiqui Carabante tiene esa apetencia de trastocar lo que instaurado y ver qué nos encontramos ahí. A ver.
En su anterior obra, la historieta de Carlos contra el mundo, en que a pie de barrio malagueño se captaba, extraño, al protagonista haciendo el astronauta o absorbido en un dibujo que nunca se enseñó, Carabante ya merodeaba en algo misterioso. Ahora sabemos que consignas como ese “¡Nada tiene sentido!” que ruge el Bautista en la película que aquí comentamos, 12+1 una comedia metafísica (2012), eran las que podían aflorar alrededor de Carlos, del mismo modo en que aparecen ahora en la travesía de Cristo y sus doce seguidores. Desierto a través, ocurrirán milagros y milagritos, estructurado todo a través de cuadros fuertes tipo capítulos, factor éste que puede ser uno de las razones contribuyentes a ese choque, al final más cosa nuestra que de la película, entre lo grave y lo ligero. Pues al marcar los inicios o finales de escena con una composición explícita, detenida, que resume lo que ha pasado – un despertar todos amontonados, una noche de disfrute cada uno con su mujer – los temas recién tratados quedan concentrados ahí, dispuestos a que lo reposemos, y afirmemos o neguemos con la cabeza: “Mmmm, el deseo…vale, vale…”, “ahá, la ley, vaya…”.
Con esas estampas bárbaras, fellinianas, parecen darnos cancha a repensar lo acontecido, aunque, a diferencia de otra película de desiertos, en que el recurso de observación está más presente, en que su movimiento de profundo vistazo pasa a ser su ortodoxo y fascinante estilo, Sueños del desierto de Zhang Lu, no durará mucho. El grupo habrá de seguir el camino, la mitad de los hombres habrán de convertirse en mujeres (la misma) y después en cerdos. Claro, aquí hay aires de episodio bíblico y de parábola, y ahí están. Ocurre que Izcariote uno de los Nazareth habla con retintín relamido de recaudador para las arcas, o que Juan el más querido es una mujer, o que Tomás el Dídimo tiene una voz suavecita, manso, manso. Y que ellos actúan así, según esas características concretas y cerradas, y parece que también transmitan esa manera de expresarse a sus acciones. Que Izcariote hundiéndose en la arena a base de recibir recaudaciones o su cabeza chutada para volver a encajarse al tronco, apuntan a esos chistes de elocuente carcajada que conforman los cuentos pícaros de El Decamerón de Pasolini.
Una sensación que queda al final es que puede haber ocurrido así. Esos pasajes tienen algo de ser reproducción de lo que les aconteció en el desierto a los primeros cristianos según escrituras encontradas. Tiene las dimensiones de un gran relato, con momentos en que ellos remarcan su significado y virtuosismos simbólicos, como cangaceiros y matadores bajo Dios y Diablo en la Tierra del Sol, mientras resuelven los pasajes tal y como cada uno es, inyectando cada uno su “asín soy yo” ante este relato. Ese “asín soy yo” que las imágenes cinematográficas son muy capaces de dar para ponerlo patas arriba. Acompaña muchas veces a los personajes en trayecto la cámara de frente, resiguiendo sus diálogos tal como deben aparecer en el versículo original, que es desbordado por ese “asín somos nosotros”, cine mediante.