Revista Cine

Este Cine es Nuestro: Esperando a que vuelva la luz

Publicado el 06 marzo 2013 por Fimin

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El director iraní Bahman Ghobadi provee a su Nadie sabe nada de gatos persas (2009) de un gran susto final. El colofón bruto y rugiente ya caracteriza sus películas, si bien en el caso de los gatos persas escuchamos un maullido, en contra de piezas previas como Las tortugas también vuelan y, en especial, Un tiempo para los caballos borrachos, en que aquellos neumáticos desesperados ladera abajo en el Kurdistán causan el fiero sobresalto tras la impresión con que la historia se había curtido. No aparece como susto más con que cerrar la historia, sino como diagnóstico de lo que ocurre al embriagar tanto al caballo. La vista que nos da asusta entonces sobremanera y, al mismo tiempo, de la manera con que la película se lo ha ganado. En fin, de otro modo llega lo brusco para los gatos persas.

 

Entendiendo aquí como gatos persas los jóvenes de Teherán que buscan salir de su país y combaten la asfixia a partir de la dedicación a una música allí moderna y forzosamente subterránea. En efecto, con frecuencia se sigue a los protagonistas bajando a sótanos o subiendo a azoteas retiradas para allí tocar indie rock o conseguir pasaportes de tapadillo, dando lugar a un seguimiento apretado de las andanzas, sin posibilidad aún de una visión más panorámica del vivero musical como la de Cruzando el puente: los sonidos de Estambul de Faith Akin. En ésta el reportaje es relajado, con espacio para las notas en el diario de viaje en aras de documentar todo aquello, mientras que el recurso de Ghobadi es reseguir los continuos baches con que se encuentran los personajes a ritmo de las canciones que no dejan de ensayar. Lo sorprendente es que no habiendo margen para la radiografía de esa expresión, pues la intención es de transmitir el grito desesperado, sin embargo acaba habiéndolo para cierto videoclip urbanita y explayado.

 

Es decir, los gatos y las gatas llegan al escondite y al primer acorde se implanta un muestrario de imágenes de patinadores sobre el asfalto, jóvenes en el césped y operarios de una obra en Teherán, mientras se intercalan imágenes de los protagonistas en los siguientes episodios de la aventura. Ocurre algo raro ahí, ¡y sea bienvenido, a ver qué pasa! Seguro es bienvenida, y abrazada, otra inclinación que toma la película, quizá la que más enlaza con el estilo de las anteriores arriba mentadas (tortugas y caballos), y que contrasta además con el montaje vídeomusical tan pasmoso.

Pongámosla en escena: Negar y Ashkan se encuentran junto al resto de su banda en pleno ensayo dentro de la una caseta bien apañada en un terrado. Ensayo, pues, que ha dado lugar a un recorrido bailongo y recortado por la urbe. Acontece repentino un apagón en el local, que se traduce de inmediato a un plano a oscuras de los chicos en espera a que vuelva la lumbre. Y en esos segundos, ellos quedan delante, bromeando, interpretando unas circunstancias que se pensaría que no tienen que ver con el rectángulo que los enmarca. Un gesto continuo, un estar ahí interpretando, más allá de la composición en posición, ángulo, color, etc. registrada.

 

Ese desparpajo, que sin apagón se da en otros momentos, como en la charla que tienen en la escuela con otro joven que puede ayudarles, es pura acción sobresaliente, esa que puede ir almacenando el susto. Con la que palpita a su vez la tripulación resistente de La isla de hierro de Mohammad Rasoulof, que va recogiendo chatarra por la cubierta principal más allá del plano en que aparecen. O vean cómo la revuelta en el pueblo de Moolaadé va urdiéndose, esta vez con actuaciones más marcadas pero que se distinguen de los escenarios para generar la alarma desde su imparable indagar en los motivos humanos, unos con otros, impuras con purificadoras, gatos persas con caballos ebrios. Claro que para que digamos todo esto hacía falta que se estuviera grabando… ¡posible diagnóstico a la vista!


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