19 de Noviembre del 2012 | etiquetas: Este Cine es Nuestro, Carles Guardiola
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Tras discurrir los primeros minutos de Transylvania (Tony Gatlif, 2006), uno no deja de tener en cuenta las películas desarrolladas a partir del arrebato de una Rumanía supersticiosa y bruta como ambiente ineludible para la trama que, de todos modos, va a seguir adelante. Y dentro de ese ambiente de entrada, lo particular de la obra de Gatlif respecto a los valores propios del Nosferatu de Murnau, o el de Herzog, o el Dracula de Coppola, sacude a su vez un nuevo arrebato que aquí nos interrogamos.
Pues, en la presentación, ¿a qué juegan los planos fijos de los habitantes, recortados a su vez en detalles bruscos del cuerpo de los mismos, que quedan fragmentados y encajados en el paisaje corrido y veloz que se enseña desde el coche de la protagonista, Zingarina, y sus amigas? Un indicio pudiera ser lo disperso de la música que empapa todo el filme y que, a lo Emir Kusturica, parece obligar a la cámara a ir tras ella y los bailes y los disfraces y el ritual, sea en fanfarria o en la ceremonia ortodoxa de limpieza de demonios a que se somete Zingarina. Como si se olvidara la planificación que queda detrás de la cámara, y los hilos de ésta le vinieran desde delante y no de atrás, a favor de la intuición gitana que se está grabando.
Nos sigue sorprendiendo entonces cómo ese ritmo violento, voraz, de celebración rompiendo platos y muchedumbres disfrazadas, danzantes, se va transmitiendo también a la misma historia y a las escenas que van componiéndose. La melancólica Zingarina conoce al errante Tchangalo, y en su deambular conectan una lámpara cristalina de araña al cableado exterior, y allí la encienden junto a un árbol para tocar la flauta bajo él, a la intemperie. O darán lugar a un cuadro en que nieva las plumas de ganso de la almohada con que practicaban boxeo.
Así, próximo a las piezas de Gustave de Kervern y Benoît Delépine (Aaltra,Louis Michel, Mammuth), se nos lanza una cuestión: ese tipo de secuencias de desencaje, esas sorpresas que acaban gobernando todo el metraje, pueden aparecer como apuesta cómica y excitante, o como el mismo pulso desbordante de la vida y el entorno del que se extrae una película, en este caso de los caminos de Transilvania que Gatlif hace imaginar a nuestros ojos. O quizá ambas direcciones vayan juntas, como parece indicar el plano del cabeceo de la figura del oso guitarrista que Tchangalo compra al final, siendo para unos cuantos la primera vez que veamos algo parecido.
En esa novedad constante, y son varias veces que algún personaje dice “Es la primera vez que veo a…” – refiriéndose a una gitana yendo en bici o a una mujer venciendo en boxeo a un hombre –, propongamos que esté el arrebato y en ella atisbemos el frenesí previo a la calma, tan inédita también, de Béla Tarr, un cineasta cercano en geografía y en esa captura de un clima de vida. O propongamos que no esté ahí, que va por otro lado el asunto, ¡pero sigamos con la sorpresa y el descubrimiento!