10 de Junio del 2013 | etiquetas: Este Cine es Nuestro, Carles Guardiola
TwittearPara abordar el romance de la versión de Cumbres Borrascosas de Brontë realizada por William Wyler en 1939, fijémonos primero en otro film amatorio que años más tarde René Clair nos brindó para que le diéramos vueltas a las cosas del querer en la gran pantalla: El silencio es oro.
Aquí Clair escribe una historia de amor alrededor de un estudio cinematográfico parisiense de principios de siglo veinte. A través de los decorados del mismo estudio, que sirven de fondo para grabar evadidas aventuras; o, ya fuera de estudio, de los consejos sobre frases oportunas que ensalzan el cortejo que comparten los protagonistas, o del violinista que entrega sus notas a las terrazas llenas de posibles tortolitos, se nos concede asistir a un idilio en que se ha señalado y desguazado los elementos característicos. Éstos no se incorporarán al hechizo del romance, sino que se llama la atención sobre ellos y acaso se les hace uso en algún momento. Con todo, la historia no dejará de hablar de un amor tan intenso, caprichoso, doloroso, lúcido como el que acontece entre el mozo de cuadra y la señorita en la finca Cumbres Borrascosas.
El artificio romántico que Clair había querido remarcar, Wyler lo mantiene compacto e invisible al servicio de un amor que sabe a desquicio y a fortuna, cuidando y no desvelando su corriente de palpitaciones, que queda apoyada en los elementos que El silencio es oro pondría sobre la mesa: el páramo flotante que rodea la finca como espacio del anhelo de amor puro de sus protagonistas; el texto de Brontë, plagado de verdaderas cuchillas de expresión (Cathy, al descubrir el desbordamiento de su pasión por Heathcliff, dice no poder pensar en otra cosa y declara que “Yo soy Heathcliff!”); o las cuerdas con que la banda sonora ensalza estos episodios – con travesura, bien podríamos decir que dichos violines son las primeros interesados en que los personajes interpretados por Merle Oberon y Laurence Olivier escapen hacia el páramo.
Así, la trama de atracción entre Cathy y Heathcliff, plagada de impedimento clasista y descontrol de huidas y retornos, se pondrá en escena en unos cuadros de aliento desatado, sin dejar de apretar el corazón en un puño, con acción arrebatada tanto en el rechazo como en la entrega. Y esta alimentación de un estado de ánimo tan crítico dará sus frutos imaginativos, permitirá la idea del fantasma por amor, por creencia en ese amor, rozando los vapores de Fritz Lang y, por ejemplo, su obra La imagen errante. Seres deseados y translúcidos que deambulan en un plano abierto de largo recorrido, rico en términos y distancias, planos profundos que tan bien William Wyler supo inaugurar y habilitar para dar fuerza a los personajes, casas, arboledas o sentimientos a que dan cabida.
Eso es, planos con gran profundidad de campo para que podamos presenciar la entrada de Heathcliff en la sala desde la estancia contigua del fondo, y, a medida que el renovado mozo avanza, ligado a esa acción de regreso cristalicen los temas implicados, que van creciendo a cada paso (pensemos en la palabra “cura”, o quizá “desespero” o “arrogancia”, aumentado y palpitando su sentido a cada paso del recorrido hasta el primer término en que Cathy se ubica). En otra joya de Wyler, El forastero, la profundidad de campo de los maizales y de las tierras colonizadas y por colonizar, permite que la celebración de la cosecha o los incendios de la misma puedan producirse con todo su esplendor, y que aquí se festeje mientras que allí a lo lejos, ya veamos las llamas.
Y en compañía de esos planos de amplio foco, por los que escapa un rival o regresa un conquistador, encontramos la cercanía de registro con que en algunas ocasiones los enamorados de Cumbres Borrascosas son enmarcados en sus momentos de mayor hechizo, cuando, el plano se cierra y se concentra en lo básico del romance: los amados y la cámara que les registra. Desfallecen de pena o alegría en un espacio pequeño, reducido, al borde de mirarnos directamente (aquí René Clair se reiría) y, como en otro romance denso, el de Leslie Howard y Bette Davis en Cautivo del deseo – en que el primero sí llega a mirarnos directamente – echarlo todo.