Mucho se ha hablado últimamente del fracaso del sistema capitalista y de la consiguiente crisis financiera, y muchos y sesudos diagnósticos se han hecho, siempre con dudosas recetas que puedan ayudarnos a salir del agujero. Y en medio de ese caos y desorientación generalizada, se han levantado voces para decirnos que la auténtica crisis es de valores humanos, de falta de respeto hacia el otro, de una ética de circunstancias en la que Maquiavelo sería el rey. Desde el cine, algunos de los más renombrados directores, más cercanos al pueblo y a defender sus derechos que a arrodillarse ante la industria, nos han dado su opinión con unas películas realizadas desde una óptica humanista y con un enfoque positivo y optimista. Por eso, quizá sea bueno revisar esas propuestas y mirarse en sus personajes, de forma que el cine pueda ayudarnos a entender un poco mejor nuestro mundo, a saber dar una respuesta adecuada y comprometida a sus necesidades, a aprender a encarar las adversidades de la modernidad como materia prima desde la que alcanzar la mayor felicidad posible.
No hay duda de que, si miramos nuestra cartelera, podemos encontrar a mafiosos de gran o pequeña escala de los que es mejor distanciarse, a topos de los que siempre conviene desconfiar, y también métodos peligrosos de los que hay que dudar o parejas salvajes que terminan por destriparnos a la mínima de cambio. Y, sin embargo, también hay gente buena y sencilla, matrimonios a los que admirar y de los que podemos aprender, personas corrientes que se enfrentan a los mismos problemas que nosotros… sin necesidad de irse al territorio de los sueños de Hollywood o sucumbir al desencanto de Occidente. Son, además, cintas de indudable calidad cinematográfica y que han recibido el elogio de la crítica, de una autoría nada sospechosa de pretensiones moralistas e independiente en su larga trayectoria. Son historias tremendamente optimistas y esperanzadas, que gozan de una salud a prueba del escepticismo y nihilismo más laminadores, y que miran a la persona sin despeñarse por el narcisismo o el materialismo tan en boga.
En este viaje por el humanismo cinematográfico del siglo XXI, la primera escala que debemos hacer es el puerto de “El Havre”, en la Normandía francesa. A él llega el finlandés Aki Kaurismäki con un chico africano que quiere encontrarse con su madre en Londres. Es un inmigrante ilegal, y por eso está perseguido por la policía y también mirado con cierta desconfianza por los trabajadores del lugar. Pero en el barrio en que aparece no es así. Allí vive Marcel, limpiabotas y hombre maduro, casado con una buena mujer que padece un cáncer terminal… aunque él no conoce la gravedad de la enfermedad. Sin dudarlo, Marcel decide ayudar al chico, incluso encontrándose con escasos recursos y muchas dificultades en esos momentos. No está sólo en esa menesterosa misión, pues su generosidad es contagiosa y su inocencia mueve también a la compasión de sus vecinos. Son gente humilde y sencilla, con la formación básica que entiende que hay que ayudar al necesitado al margen de legislaciones y derechos. Sus palabras son las justas porque sus miradas llenas de candor hablan por sí solas y sus obras dicen el resto.
De ellas se sirve Kaurismäki para levantar retratos lacónicos de unas almas buenas, para construir idealismos solidarios en los que aún es posible el milagro. Porque, en el desarrollo de la historia, asistimos a varios acontecimientos increíbles y nada lógicos ni previsibles que nos pueden hacer pensar: vemos a Marcel dar sus ahorros al chico cuando él mismo tiene un futuro más que incierto, asistimos en el inspector a la recuperación de su fe en el amor y en el hombre… al ver el ejemplo del limpiabotas, o asistimos a la reconciliación de ese matrimonio artista que apoya la causa solidaria con un concierto, y finalmente a la esposa que se cura de manera insospechada ante la sorpresa de los médicos. En realidad, hemos asistido a un milagro de humanidad -que plásticamente se refleja con ese cerezo florecido, al final de la cinta-, que es el que posibilitan personas que salen de sí mismas para mirar alrededor y comprometerse, en un escenario tan entrañable, reconfortante y fructífero como el que un día pudimos presenciar en Milán de la mano de Vittorio De Sica, o en Casablanca con Humphrey Bogart (el inspector es una réplica del capitán Louis Renault, homenajeado explícitamente en la escena del bar y en el puerto), o incluso el que vivían los personajes de Capra en medio de una crisis económica o de valores.
En El Havre todos conocen a Marcel, su bondad natural y su inocencia, su disposición a ayudar a quien lo necesite, su fiel amor a su mujer. Todos saben que es alguien sin doblez ni retorcidas intenciones, capaz de darlo todo si la situación lo precisa. Lo sabe su mujer que le trata como “un niño grande” y le oculta su enfermedad, y lo sabe la panadera o la dueña del bar que tienen sentimientos encontrados de amor de madre y de mujer hacia él… todos tipos populares y auténticos, como ese tendero receloso o esos clientes del bar que pasan las horas hablando de las vieiras. En su inexpresividad gestual, en sus movimientos torpes y casi articulados, en su comportamiento ingenuo y sincero, nada previsor ni calculador… Marcel nos recuerda al Monsieur Hulot de Jacques Tati, y a un niño sin prejuicios e incapaz de hacer daño a nadie. Marcel podría encarnar a la idea misma de humanidad en estado puro, a aquel que busca lo natural y sencillo después de haber vivido abundantes experiencias: recordemos que ante que limpiabotas, Marcel era escritor… lo que significa haberse metido en la piel de muchos personajes y conocer bien la naturaleza humana, aprendido de ellos a buscar aquello que es esencial y conduce a la felicidad verdadera.
Y eso nos lleva a pensar en el estilo cinematográfico de Kaurismäki, a los planos fijos y a la ausencia de arabescos con la cámara, a la puesta en escena limpia y transparente en la que nada distraiga de lo central, al montaje seco y preciso, o al inteligente uso del fuera de campo -antológica es la escena de la entrevista del inspector con el prefecto de policía al que no llegamos a ver-. No quiere disfrazar la realidad ni esconderla entre formas sofisticadas y, aunque el comportamiento de sus personajes no sea natural, busca llegar a lo genuino y natural de todos ellos. Por eso, en la construcción de los diálogos les hace decir lo justo y mantiene una economía expresiva casi radical para decir mucho con poco, de la misma forma que hicieran maestros del cine como Dreyer -recordemos algunos de sus planos frontales, sus decorados despojados de lo accesorio, o su búsqueda de sentimientos puros hasta desembocar necesaria y naturalmente en el milagro de “Ordet”, ahora revivido por Marcel- o el mismo Bresson. Es un lenguaje mínimo y esencial que quiere acercarse al individuo para rescatarle de lo superfluo y falso, para llegar a su alma y mostrárnosla limpia y pura. Es, en definitiva, un humanismo formal y conceptual que busca el milagro existencial que necesita nuestra sociedad.
Pero el director finlandés no es el único que ha apostado por ese humanismo luminoso para dar esperanza a un espectador ahogado y desorientado en tiempos de crisis. Antes lo hicieron los hermanos Dardenne, y por eso nosotros debemos hacer nuestro parón en “El niño de la bicicleta”, fábula moral o cuento mágico en que una buena mujer da cobijo y cariño a Cyril, un chico que busca desesperadamente a su padre. Samantha se nos ofrece como la mirada generosa que contempla un entorno de violencia (la pandilla del barrio) e indiferencia (su inmaduro padre), y que sale al paso de una criatura que la necesita… aunque al principio él no lo sepa. En su soledad y en su necesidad de compañía, ella es un alma dispuesta a dar una segunda oportunidad a ese niño que necesita afecto, pero también tomar sus decisiones y equivocarse… La frescura, sencillez, falta de artificio y luminosidad que los Dardenne imprimen a la película, excepcionalmente acompañada por unos acordes sinfónicos en los momentos decisivos, son notas de sinceridad y solidaridad para una nueva sociedad donde el humanismo se presenta como garantía de regeneración.
Suya es la preocupación por recuperar el concepto de vínculo y de compromiso dentro de la sociedad, la obligación de huir de la espiral de individualismo y delincuencia que tanto abunda, y la necesidad de volver sobre la familia como núcleo fundamental para su construcción. De hecho, la bicicleta que tanto ansía Cyril no es sino icono y símbolo de unión con lo que el pequeño entiende como familia, nexo de unidad y vínculo con su padre, lo único que le queda… y de ahí su empeño por recuperarla o por evitar que se la roben. De igual manera, es importante que sea Samantha quien se la haya regalado por segunda vez… tras el abandono paterno, en lo que se presenta como una nueva oportunidad de afecto que se le brinda para que pueda decidir su futuro. En este sentido, es significativa la escena en que ambos se conocen y la forma en que Cyril se agarra a ella en la peluquería… necesitado del abrazo. Ella es como el hada buena que llega en su auxilio porque el chico está en peligro, y Cyril viene a ser como Caperucita -de hecho, siempre va vestido de rojo- en medio del bosque y amenazado por la agresividad del mundo urbano de la sociedad actual.
Nuestra siguiente estación con parada tiene a Mike Leigh como conductor, y a Tom y Gerri como consejeros para una mejor convivencia. Ellos son en “Another year” un matrimonio maduro y feliz, capaz de acoger a cuantos se les acercan, de escuchar sus penas y fatigas… de ponerse a su altura con paciencia y cariño. Gracias al método de trabajo de Leigh y a la calidad interpretativa de los actores británicos, asistimos a una transparente comedia de situación en que, frente a la soledad y la adversidad, Leigh coloca a la familia como foco de luz que atraiga a todos… hasta aprender a tener una conversación o dar un abrazo. Hay realismo, cariño y delicadeza en el dibujo de todos los personajes, retratados con sus inseguridades y debilidades pero también con sus ganas de salir adelante y de prestarse apoyo. De esta manera, los sinsabores de la vida y las meteduras de pata… lo parecen menos, y el espectador se hace amigo incluso de quienes en ocasiones resultan cargantes e histéricas… como sucede con la inoportuna Mary.
Con esa calidez humana y esos seres tan entrañables, hasta la soledad y la muerte que se suceden en el ciclo anual (espléndidamente capturado por la fotografía de Dick Pope con sus luces estacionales) encuentran su sentido. Y, así, quienes han bebido la amargura del fracaso y del abandono afectivo -además de unas cuantas copas de alcohol- encuentran refugio en ese par de almas grandes, dispuestas a ver el corazón y ofrecerse como paño de lágrimas de sus amigos -¡qué bien construyen e hilvanan las conversaciones que sirven de desahogo!-, transmitiendo paz y armonía, comprensión ante quien la necesita y fortaleza cuando es precisa… en actitudes heroicas de una gran familia que siempre tiene en la mesa un plato de más, por si alguien llega.
El sentido positivo y optimista se respira en cada subtrama y capítulo, con mayor hondura que en su anterior comedia “Happy: Un cuento sobre la felicidad”. Ya en el prólogo se nos habían mostrado las dificultades para conversar cuando una de las personas no da facilidades, en los primeros pasos de la “primavera” Mary hacía gala de un egocentrismo patológico, y en la escena en que Mary y Katie se conocen -con miradas y reacciones que no se deben perder porque es antológica- se revela la diferente actitud que se puede adoptar en la vida. Pero sobre todo es en el extraordinario desenlace cuando se pone la guinda a esta gran película, en una demostración de que cada persona tiene su lugar en el mundo y de que nadie sobra, de que siempre se puede mejorar y aprender a quererse como uno es… aunque unos lo hagan pronto y otros tarden un poco más.
Por último, nuestro viaje humanista por el cine reciente tenía por destino el Kilimanjaro, pero exigencias del guión hacen que nos quedemos en Marsella con Michel y Marie-Claire, un matrimonio creado por Robert Guédiguian a partir del poema “Les pauvres gens” de Victor Hugo. Además, en “Las nieves del Kilimanjaro” -aún por estrenar en España-, asistimos a una nueva y magnífica interpretación de Ariane Ascaride y Jean-Pierre Darroussin, como ese matrimonio que celebra sus Bodas de Oro y al que sus hijos les regalan un viaje al Kilimanjaro. Es un sueño largamente esperado y generosamente pospuesto, año tras año desde el día en que se casaron. Ahora, problemas laborales en los astilleros han provocado una regulación de empleo y Michel se ha prejubilado. Con más tiempo y ante el empeño de sus hijos, el matrimonio accede al realizar el viaje, pero cuando todo está preparado… un muchacho inmigrante se cruza en su camino, les roba los pasajes… y todo se complica. De nuevo, la realidad obliga a unos y otros a poner por delante las necesidades ajenas, y la jerarquía de valores con que Michel y Marie-Claire han vivido siempre debe ser confirmada.
En la película hay situaciones duras y conmovedoras, y también momentos de fino humor e inteligente complicidad entre los actores (las miradas y gestos hablan por sí solas), pero siempre un aire limpio y fresco de humanidad y solidaridad… porque estamos ante buenas personas que llegan incluso a ser heroicas. Si ejemplar es la reacción de Michel, mayor lo es la manera callada y silenciosa de obrar de su mujer, y sobre todo la perfecta sintonía de este matrimonio que se conoce y quiere bien. Además, Guédiguian nos ofrece una mirada experimentada y esperanzada hacia el futuro, comprensiva con la distinta manera de ver la vida por la nueva generación, tan combativa como la de sus padres -ahora convertidos en burgueses, según ellos- y tan necesitada de madurar para dar importancia a las cosas que lo merecen.
En definitiva, el cine da la bienvenida a directores humanistas como Kaurismäki o los Dardenne, como Leigh o Guédiguian, porque su mirada acierta en el diagnóstico y en el tratamiento de la enfermedad que padece Europa, porque el espectador se identifica con los personajes de sus historias y aprende de ellos a mirar la vida con esperanza y optimismo, porque engrandecen al Séptimo Arte y le ponen al servicio del hombre y de la sociedad.