Se acercan las vacaciones, los regalos, la Navidad y... las notas. No tengo ninguna duda de que muchas familias utilizarán los resultados académicos de sus hijos como castigo o recompensa relacionada con los regalos que les traerá o Papá Noel o los Reyes Magos de Oriente.De una manera u otra, todos caemos o hemos caído en la trampa. Nos hemos creído que las notas escolares significan algo, que nos cuentan cómo trabajan nuestros hijos, cómo son de inteligentes, cómo se comportan en clase y lo peor de todo, las hemos introyectado –se hacen propios rasgos, conductas u otros fragmentos del mundo que nos rodea– como el inequívoco predictor del éxito o el fracaso futuro. Nos enorgullecen, nos avergüenzan, nos preocupan, nos alertan, nos distancian, sobrevuelan sobre nuestros hogares con un poder casi absoluto. Poder que les hemos otorgado nosotros.Es uno de los síntomas de una cultura amante de los resultados, no del proceso, olvidando por el camino que una nota solo es un número, subjetivo, puntual, encorsetado y muy limitado.La persona no se define ni por este ni por ningún otro. No son predictores de nada ni significan prácticamente nada. Las notas solo evalúan, en el mejor de los casos y de forma subjetiva (dado que lo hace un sujeto), una ejecución puntual, sobre un tema, en un momento de la vida de un niño. Y en esa valoración queda invisibilizado el esfuerzo o la falta de él, la motivación, la situación personal o emocional que puede estar viviendo ese pequeño, en ese momento concreto de su historia.Además, y por si fuera poco, lanzan un mensaje muy tóxico en educación y crianza: la vivencia del error como símbolo de fracaso y no como fuente de aprendizaje, necesario, imprescindible para la vida. Se penaliza el error.Las conclusiones de una investigación realizada en Estados Unidos por Schinske y Tanner, acerca de la historia de las calificaciones en la educación superior en EE UU, y si realmente cumplen o no con los propósitos potenciales de calificar el aprendizaje fueron estas: “En el mejor de los casos, las calificaciones motivan a los estudiantes de alto aprovechamiento a seguir obteniendo buenas calificaciones, independientemente de que esa meta coincida por casualidad con el aprendizaje. En el peor, las calificaciones disminuyen el interés por aprender y acentúan la ansiedad y la motivación extrínseca, especialmente en los estudiantes que tienen dificultades.”En definitiva, son otra pata más del paradigma premio-castigo tan interiorizado en nuestra sociedad, que apenas lo advertimos. El buen comportamiento, el resultado, se premia. El otro, el que no es el esperado, el divergente, el cuestionador, en definitiva, el “inadecuado”, se castiga. Entrenamos a nuestros hijos en motivarse desde fuera de ellos, motivación extrínseca se llama, esa que nos hace “exodependientes”, voraces de aprobación externa, de reconocimiento, de aplauso y admiración. Esa que en muchas personas se ha convertido en el guion de su vida, y que, sin esa retroalimentación, caen en el confuso vacío que tienen dentro. Personas que, de niños, nunca aprendieron a hacer las cosas por placer, por curiosidad, por decisión propia, por genuino interés. Aquellas que interiorizaron que eran queridas en función de lo que hacían y no de lo que eran. Es el niño que crece creyéndose un fracaso porque suspende o la niña que asume que, si suspendiera, decepcionaría al mundo y dejarían de quererla.
Revista En Femenino
En estos días de fin de trimestre, veo a criaturas sufrir por las notas, junto con sus progenitores... Y me enfada. Porque una nota no es más que una etiqueta, y yo me niego a etiquetar a las criaturas, porque cada una de ellas es única e irrepetible. " Si no sacas buenas notas los Reyes no te traerán X"... No, por favor. Si les hacemos regalos a nuestras criaturas, y en general a la gente que queremos, es por eso, PORQUE LES QUEREMOS, no lo convirtamos en un chantaje. Hace poco leí un artículo sobre esto de mi admirada Olga Carmona, y voy a repetirlo aquí sin cambiar ni una coma, porque siento sus palabras como mías... Espero que os guste tanto como a mí:
Se acercan las vacaciones, los regalos, la Navidad y... las notas. No tengo ninguna duda de que muchas familias utilizarán los resultados académicos de sus hijos como castigo o recompensa relacionada con los regalos que les traerá o Papá Noel o los Reyes Magos de Oriente.De una manera u otra, todos caemos o hemos caído en la trampa. Nos hemos creído que las notas escolares significan algo, que nos cuentan cómo trabajan nuestros hijos, cómo son de inteligentes, cómo se comportan en clase y lo peor de todo, las hemos introyectado –se hacen propios rasgos, conductas u otros fragmentos del mundo que nos rodea– como el inequívoco predictor del éxito o el fracaso futuro. Nos enorgullecen, nos avergüenzan, nos preocupan, nos alertan, nos distancian, sobrevuelan sobre nuestros hogares con un poder casi absoluto. Poder que les hemos otorgado nosotros.Es uno de los síntomas de una cultura amante de los resultados, no del proceso, olvidando por el camino que una nota solo es un número, subjetivo, puntual, encorsetado y muy limitado.La persona no se define ni por este ni por ningún otro. No son predictores de nada ni significan prácticamente nada. Las notas solo evalúan, en el mejor de los casos y de forma subjetiva (dado que lo hace un sujeto), una ejecución puntual, sobre un tema, en un momento de la vida de un niño. Y en esa valoración queda invisibilizado el esfuerzo o la falta de él, la motivación, la situación personal o emocional que puede estar viviendo ese pequeño, en ese momento concreto de su historia.Además, y por si fuera poco, lanzan un mensaje muy tóxico en educación y crianza: la vivencia del error como símbolo de fracaso y no como fuente de aprendizaje, necesario, imprescindible para la vida. Se penaliza el error.Las conclusiones de una investigación realizada en Estados Unidos por Schinske y Tanner, acerca de la historia de las calificaciones en la educación superior en EE UU, y si realmente cumplen o no con los propósitos potenciales de calificar el aprendizaje fueron estas: “En el mejor de los casos, las calificaciones motivan a los estudiantes de alto aprovechamiento a seguir obteniendo buenas calificaciones, independientemente de que esa meta coincida por casualidad con el aprendizaje. En el peor, las calificaciones disminuyen el interés por aprender y acentúan la ansiedad y la motivación extrínseca, especialmente en los estudiantes que tienen dificultades.”En definitiva, son otra pata más del paradigma premio-castigo tan interiorizado en nuestra sociedad, que apenas lo advertimos. El buen comportamiento, el resultado, se premia. El otro, el que no es el esperado, el divergente, el cuestionador, en definitiva, el “inadecuado”, se castiga. Entrenamos a nuestros hijos en motivarse desde fuera de ellos, motivación extrínseca se llama, esa que nos hace “exodependientes”, voraces de aprobación externa, de reconocimiento, de aplauso y admiración. Esa que en muchas personas se ha convertido en el guion de su vida, y que, sin esa retroalimentación, caen en el confuso vacío que tienen dentro. Personas que, de niños, nunca aprendieron a hacer las cosas por placer, por curiosidad, por decisión propia, por genuino interés. Aquellas que interiorizaron que eran queridas en función de lo que hacían y no de lo que eran. Es el niño que crece creyéndose un fracaso porque suspende o la niña que asume que, si suspendiera, decepcionaría al mundo y dejarían de quererla.
Se acercan las vacaciones, los regalos, la Navidad y... las notas. No tengo ninguna duda de que muchas familias utilizarán los resultados académicos de sus hijos como castigo o recompensa relacionada con los regalos que les traerá o Papá Noel o los Reyes Magos de Oriente.De una manera u otra, todos caemos o hemos caído en la trampa. Nos hemos creído que las notas escolares significan algo, que nos cuentan cómo trabajan nuestros hijos, cómo son de inteligentes, cómo se comportan en clase y lo peor de todo, las hemos introyectado –se hacen propios rasgos, conductas u otros fragmentos del mundo que nos rodea– como el inequívoco predictor del éxito o el fracaso futuro. Nos enorgullecen, nos avergüenzan, nos preocupan, nos alertan, nos distancian, sobrevuelan sobre nuestros hogares con un poder casi absoluto. Poder que les hemos otorgado nosotros.Es uno de los síntomas de una cultura amante de los resultados, no del proceso, olvidando por el camino que una nota solo es un número, subjetivo, puntual, encorsetado y muy limitado.La persona no se define ni por este ni por ningún otro. No son predictores de nada ni significan prácticamente nada. Las notas solo evalúan, en el mejor de los casos y de forma subjetiva (dado que lo hace un sujeto), una ejecución puntual, sobre un tema, en un momento de la vida de un niño. Y en esa valoración queda invisibilizado el esfuerzo o la falta de él, la motivación, la situación personal o emocional que puede estar viviendo ese pequeño, en ese momento concreto de su historia.Además, y por si fuera poco, lanzan un mensaje muy tóxico en educación y crianza: la vivencia del error como símbolo de fracaso y no como fuente de aprendizaje, necesario, imprescindible para la vida. Se penaliza el error.Las conclusiones de una investigación realizada en Estados Unidos por Schinske y Tanner, acerca de la historia de las calificaciones en la educación superior en EE UU, y si realmente cumplen o no con los propósitos potenciales de calificar el aprendizaje fueron estas: “En el mejor de los casos, las calificaciones motivan a los estudiantes de alto aprovechamiento a seguir obteniendo buenas calificaciones, independientemente de que esa meta coincida por casualidad con el aprendizaje. En el peor, las calificaciones disminuyen el interés por aprender y acentúan la ansiedad y la motivación extrínseca, especialmente en los estudiantes que tienen dificultades.”En definitiva, son otra pata más del paradigma premio-castigo tan interiorizado en nuestra sociedad, que apenas lo advertimos. El buen comportamiento, el resultado, se premia. El otro, el que no es el esperado, el divergente, el cuestionador, en definitiva, el “inadecuado”, se castiga. Entrenamos a nuestros hijos en motivarse desde fuera de ellos, motivación extrínseca se llama, esa que nos hace “exodependientes”, voraces de aprobación externa, de reconocimiento, de aplauso y admiración. Esa que en muchas personas se ha convertido en el guion de su vida, y que, sin esa retroalimentación, caen en el confuso vacío que tienen dentro. Personas que, de niños, nunca aprendieron a hacer las cosas por placer, por curiosidad, por decisión propia, por genuino interés. Aquellas que interiorizaron que eran queridas en función de lo que hacían y no de lo que eran. Es el niño que crece creyéndose un fracaso porque suspende o la niña que asume que, si suspendiera, decepcionaría al mundo y dejarían de quererla.