Revista Cultura y Ocio

Exilio

Por Alexpeig
Exilio
Necesitaba salir a andar, porque es un placer del que siempre dispongo con buen ánimo, y además en esta ocasión me lo exigía cierto dolor articular en la pierna izquierda. Pudo ser uno de esos paseos en los que penetro hasta las entrañas de la ciudad, orientado por alguno de los cuatro puntos cardinales que dan salida en dirección al campo o hacia el mar. Parque del Norte, parque del este, camino hacia Villalonga, o hacia la carretera que conecta la ciudad con la playa. La red de calles contiene la misma vida de la que hoy quise evadirme, precavido ante el bullicio festivo que cada año se instala durante estas fechas. Camino por la calle y espero encontrar ángeles, camino inspirado en mi color celeste pero sólo he podido ver demonios. Todas las personas somos demonios disfrazados de gesto anecdótico. En la periferia de la ciudad hay otro tipo de red, formada por las vías rurales extendidas en los campos de cítricos y hacia las cañadas que crecen en torno al río serpis. Estas dos salidas, una hacia el campo, la otra hacia el mar, contienen dos estilos de vida más o menos diferenciados ( “Tu conciencia es el paisaje, el paisaje es tu conciencia”, dice el cultivador de mis sueños) que forman un imaginario definido en percepciones cargadas de ambigüedad, pero siempre afines a momentos concretos en los que la soledad me busca, y yo a ella, para que sea mi mejor amiga. Esta vez seguí la vía suroeste, cruzando el pequeño puente de acero, punto del recorrido en el que detuve mis pasos para cumplir con el ritual. Oteo el horizonte, quiero rememorar una marca del pasado, la música aquella que sonaba a promesa y se escondía en un reflejo de nostalgia. En aquellos tiempos me rebelaba contra la vida que no era. Hoy, con los sueños cumplidos, desde esta nueva posición, vuelvo a hacerlo. No es que me sienta acosado por una insatisfacción perpetua, es que la existencia es una cadena de retos definidos por cada nuevo conjunto de expectativas. Mis expectativas, hoy, son el Amor y el esparcimiento de Belleza. Expandir lo ya conocido, precisar los afectos y purgar las relaciones con mis semejantes. Pero este es el caso; solía situarme en aquel puente de acero porque desde allí podía contemplar el cielo recortado por la cadena de montañas situadas al oeste de mi visión. El sol se escondía detrás de aquellas montañas y entonces empezaba la música de las hespérides, vestidas de niebla gris, manto rosado y breves destellos de plata. Ese paisaje era un lenguaje en sí mismo, y cuando quiero definir mi tranquilidad o mi melancolía me remito a él. Sus formas son mi Ser. Son horizontes de signos encantadores, bellos, sé que me conciernen, pero no puedo saber exactamente qué es lo que me están diciendo. Me hablan de mi verdadero origen, del mundo extraño del que procedo. Todo lo que llevo dentro pero, a la vez, está ahí fuera. Hacía tiempo, en definitiva, que no visitaba dicho lugar y he podido descubrir, con desazón, que donde anteriormente había un gran descampado ahora se levantan cuatro bloques de edificios. Han destruido un paisaje. A casi nadie debe importarle, pues son vidas ignoradas que no suman rentabilidad a la maquinaria. Algunos, en alguna parte, en otros tiempos, no obstante, podrán comprender que se ha cometido el peor de los asesinatos: destruir el único testimonio que restaba de una forma de conciencia irrepetible. Porque existe otro tipo de maquinaria, invisible, generadora de Vida y de raíces que se engarzan con el mundo para poder amarlo en afinidad y armonía. Echad raíces en el mundo, pues es obra de vuestras manos.
Son leyes de mi interior vividas cuando paseo por la periferia de mi ciudad. Se diría que las visiones campestres, las idealidades y la sensibilidad rústica ( “Oh, el salvaje vivir, la fuga silvestre/ adelante por ríos y cañadas…”, según Eurípides) hallan su espacio social precisamente en los campos que circundan la red urbana. Los que pasean por el campo deberían ser místicos, introvertidos, anacoretas, como mucho algún artista bohemio que se ha perdido. Debería ser así. Pero ya dije que siempre me doy de bruces contra la vida que no es como debería ser. El paseo ha resultado en un grotesco proceso acumulativo. Los campos circundantes chocan contra una zona de polígonos industriales, y la vía pecuaria que sigue el curso del río enlaza con los mismos. He ahí un circuito periurbano por el que deambulan, no la gente sensible y los anacoretas, sino las prostitutas y los homosexuales hambrientos. Aquí viene, pues, la tragedia, el choque de civilizaciones, pues yo busco un ambiente afín a mis poéticas, para, de algún modo, poder exteriorizar mi interior al menos a un nivel esencial, y me topo - me sucede a menudo - con el vicio y la enfermedad de quienes deberían ser mis prójimos. Estaba yo en el susodicho puente, comprobando el destrozo causado por los bloques de edificios, cuando un joven montado en bicicleta se cruza en mi camino y, al pasar junto a mí y de frente a mi rostro, me dedica un gesto obsceno con la lengua. El chico en cuestión, ya fuere por falta de educación o por algún desarreglo cuya génesis no podemos conocer, era merecedor de recibir una hermosa hostia, y con las ganas me quedé, que es lo que siempre me sucede en estos casos, porque soy enclenque y porque ese tipo de situaciones me dan vergüenza. Pero el contraste, que es de lo que en verdad trata la cybercrónica de hoy y donde el lector debe poner su atención, consiste en este choque: mi vivencia específica durante un paseo concreto, con sus poéticas y las implicaciones sentimentales o morales derivadas de aquella, frente a la mente sucia de individuos de este género, la cual contamina el paisaje que yo he definido como un "ámbito de conciencia" alejado de las vicisitudes terrenales. Aparece una herida y un malestar consecuente, siento miedo de vivir en este mundo, donde mi tendencia hacia lo celeste choca contra los instintos lujuriosos vestidos de lo que muchas personas equivocadas calificarían de gesto anecdótico al que no hay que darle demasiada importancia, pues la cosa va más allá de una puntual falta de respeto hacia mi persona y revela a la Bestia real escondida tras la máscara. Es mejor no pensar en lo que podría sucederme, a mí y a todos, el día en que por el motivo que fuere las convenciones sociales sobre la ley, el derecho y la ética perdieran su vigencia, dejando a la fiera libre y sin el disfraz de la moral ilusoria. No es que yo tenga nada contra la sexualidad, pero por mi condición física (hombre joven y de buen ver) en distintos lugares y ocasiones, he podido comprobar que vivimos en una sociedad extremadamente libidinosa. Sí estoy en contra de que el sexo sea uno de los centros vitales en la existencia de la mayoría de la gente, hecho manifestado en las prendas de vestir, especialmente las utilizadas por algunas mujeres. Y ese es uno de los factores que explica el grado de corrupción que reina en la sociedad en cualquiera de sus estratos. La excusa, respecto a este problema, biologicista, nunca ha sido oportuna, pues tenemos a nuestro alcance una tradición religiosa que nos enseña precisamente cómo purgar los bajos instintos y acogernos a otra forma de alimento (porque eso es, al fin y al cabo, la práctica sexual, un modo de alimentarse, porque es una necesidad fisiológica como lo son el comer, el beber o la defecación, y además afectiva) asociada al estado de beatitud. Un manantial de alimento cuya fuente nunca se agota. Si dicho manantial fuera el centro de nuestra vida, la práctica sexual no tendría las implicaciones lujuriosas que tiene en nuestro sistema de vida alejado de la idea de Dios. Y fíjense que me remito a una Idea, no pretendo hablar de las verdades, pues la Idea nos basta para efectuar la cura que una sociedad enferma necesita. Habría que matizar muchas cosas, pero alguien debería escribir un manifiesto en contra de la sexualidad utilizada como reclamo y eje vital de las relaciones sociales, y de las mismas relaciones de producción. Llegará el tiempo de escribir sobre ello.

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