Es extraño. Son muchos los días que llevamos mi mujer y yo sin ver a ningún vecino. Ni en el ascensor ni en el patio ni siquiera en el garaje. Los buzones están vacíos por completo. Tampoco oímos ruidos, ningún portazo, nada de lloros de bebés ni discusiones de parejas. Las televisiones parecen apagadas y los teléfonos desenchufados.
Hemos terminado de cenar y no puedo más. Uno a uno voy a llamar a los timbres de cada vecino, puerta a puerta. Ya estoy preocupado.
En la planta calle no he tenido suerte. En el primero A me pareció oír unos pasos al otro lado del umbral: se desvanecieron enseguida. En la tercera planta ni la luz del rellano se encendía. Al llegar al quinto, al mío, una enorme desazón embriaga cada poro de mi piel. Como olvidé las llaves no me queda más remedio que llamar para que mi mujer me abra. Silencio. ¿Dónde estás? —me pregunto—. Vuelvo a insistir. ¿Se habrá quedado dormida? Tras diez minutos, me canso de encender la luz y también de golpear la puerta. Sentado, tan sólo escucho, cada vez más fuertes, los rumores que no quise advertir de una angustiosa soledad.
Texto: David Moreno Sanz
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